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Níccolo miró a Bálder con unos ojillos maliciosos y se puso enseguida en pie. Se sacudió de la ropa un polvo inexistente y caminó con un cómico trote hacia ellos. Al llegar inclinó un poco la cabeza.

– Níccolo, desde hoy éste es tu jefe -anunció Aulo-. Se llama Bálder y tendrás que obedecerle, aunque te pida que trabajes.Tiene mucho que hacer, así que vas a estar entretenido. Mis condolencias.

– Me difama usted, señor -se quejó Níccolo, con una vocecilla silbante y aduladora-. Mi jefe no me juzgará con equidad, si le habla así.

– Procuro formarme mis propios juicios -declaró Bálder, en un tono menos amable de lo que pretendía. Níccolo se quedó un poco cohibido.

– Ve a buscar a los cuatro que te dije esta mañana -ordenó Aulo.

Níccolo partió veloz, como si quisiera impresionar a B Bálder. Aulo explicó:

– Níccolo es un granuja, como tendrá ocasión de apreciar por sí mismo. Pero posee una virtud escasa en este recinto: es inteligente. Espabila cuando las cosas van en serio y tiene la precaución de preguntar cuando no sabe. Nunca se fie de él, pero encomiéndele el mando de su cuadrilla.

– ¿Es una orden?

– Es una sugerencia. Se me ha aclarado con frecuencia que carezco de jerarquía sobre los artistas.Ya no me importa mucho si un escultor trabaja sin las medidas suficientes para evitar desnucarse. Cuando se caen me limito a recoger el cadáver y a hacer que limpien la sangre lo antes posible, para que los demás no se me impresionen.

– Haré caso de su sugerencia.

– Tampoco valore demasiado mi criterio. No es buena táctica para progresar aquí.

Níccolo apareció con otros cuatro hombres, todos mayores y más fuertes. A Bálder no se le ocultó que todos sus subordinados, Níccolo incluido, contaban más edad que él. Aquello era un obstáculo, al que tenía que sumar el de ser extranjero y recién llegado. Decidió empezar a contrarrestarlo tomando la iniciativa, esto es, relevando a Aulo de su papel de introductor.

– Me llamo Bálder y he venido a hacer la sillería del coro -se presentó, con brusquedad-. No sé si sabéis en qué consiste eso ni si habéis trabajado la madera alguna vez, y tampoco me importa demasiado. Sois la mitad de la gente que pedí pero tendréis que parecer diez de todas formas. Si soy capaz, os enseñaré lo que no sepáis. Si no soy capaz, tendréis que aprenderlo por vuestra cuenta y riesgo. La sillería no se va a quedar a medio hacer, ni por mi incompetencia ni por la vuestra. Me gustaría saber vuestros nombres.

Níccolo se adelantó:

– Son Paulo, Casio, Alio y Sexto, maestro. Buenos trabajadores, respondo por ellos ante quien haga falta. -Intercaló una sonrisa nerviosa y precisó-: Alio ha sido carpintero durante años, y los demás aprenderemos deprisa. Creo que todos preferimos la madera a la piedra.

– No lo digas muy alto, Níccolo, o me obligarás a sustituirte por otro -intervino Aulo-.Vosotros volved a la tarea. Tú ve a buscar al almacenero. Quiero que acompañes al maestro a ver nuestros recursos.

Níccolo salió brincando como un gamo, mientras los otros emprendían morosamente el regreso a sus ocupaciones. Bálder reparó en el gesto hostil de los llamados Paulo y Casio, dos sujetos fornidos de tez olivácea, calvo el primero y algo barrigudo el segundo. Sexto, hombre de gran estatura y rostro infantil, parecía más bien ausente, y en la mirada de quien había sido identificado como Alio, un individuo rubio de ojos azules, había un indudable desdén.

– Mala jugada, Bálder -sentenció fríamente el capataz.

Bálder percibía que el otro tenía razón, pero no quería admitirlo. En su disgusto, eligió demasiado deprisa a Aulo como interlocutor para su protesta:

– ¿No se supone que voy a ser su jefe?

– Hoy por hoy sólo se supone que acabas de llegar, maestro. Esos hombres llevan años sudando y helándose aquí. ¿Sinceramente crees que tienes algo que enseñarles?

– Sólo uno ha sido carpintero.

– Todos los nuevos se creen demasiado listos, pero acaban descubriendo que los más idiotas de los que ya estamos aquí sabemos más de hacer catedrales. Se te pasará pronto. Sólo tienes que procurar no meter mucho la pata antes.

Bálder observó a Aulo.Ahora parecía un hombre completamente diferente del que le había recibido la víspera, casi opuesto al que había estado injuriando a sus hombres hacía tan sólo unos minutos. Estuvo a punto de expresar su sensación en voz alta. Lo frenó la distancia sin compasión con que el capataz le sonreía. Nadie suele preferir el partido del extraño. Bálder lo anotó y se propuso medir mejor en adelante sus fuerzas.

Níccolo regresó con quien debía de ser el almacenero. Aulo le dijo:

– Que lo vea todo. Facilítale lo que te pida y lo que no tengamos lo encargas.

– Como usted diga -repuso el almacenero, sin entusiasmo.

– Ahora tengo que seguir con esto, Bálder -explicó el capataz, disculpándose-. Pero no dudes en acudir a mí si tienes cualquier problema que no te sepan resolver. Por si no te lo han dicho, se come a la una y media. Sonará una campana, cinco veces. Si te coge lejos no hace falta que corras para no perder tu ración. Siempre sobra.

El recorrido de Bálder por los almacenes no le ofreció otro aliciente que el de ver con qué medios y materiales podía contar para sus trabajos. Pidió más de la madera que le pareció más apropiada, cuyas existencias eran algo escasas, y diversas herramientas para trabajos de cierta precisión. Confiaba en poder encomendar a sus subalternos muchos de esos trabajos, para concentrarse en los que no consideraba que nadie pudiera ejecutar en su lugar. El almacenero tomó nota de sus pedidos y prometió breves plazos de entrega, siempre que no se decidiera a nevar, como amenazaba desde hacía un par de semanas. En ese caso, los plazos debían ser duplicados o triplicados. Bálder acató las condiciones sin protesta y agradeció al almacenero su cooperación. Le dio la mano y echó a andar de vuelta al recinto de la catedral.

Níccolo le siguió con la docilidad de quien acepta que el rumbo siempre es el que marca otro que responderá por ello. Por un momento, Bálder estuvo tentado de envidiarle. Níccolo tenía, sin dificultad, aquello que él no conseguía vislumbrar debidamente: una pauta indiscutible de comportamiento. Podía consolarse razonando que aquel saltimbanqui no dispondría nunca de un territorio propio como el que él ya soñaba para sí en los pormenores futuros de la sillería. La pregunta era, sin embargo, si Níccolo padecía necesidad de semejante cosa. Si él mismo, Bálder, la padecía en realidad. Sintiéndose presa de cavilaciones inoportunas, Bálder decidió ocupar su cerebro en otros asuntos.

– ¿Cuánto tiempo llevas en la obra? -preguntó a Níccolo.

– Ocho años. Entré a trabajar de peón, haciendo cualquier cosa que nadie quisiera hacer. He acarreado piedras, ladrillos, cemento, vigas, en fin, todo lo que puede acarrearse. He sido cantero, albañil, herrero y otras mil cosas más. También he sido varias veces jefe de cuadrilla. Ayudé a levantar el coro y estuve entre los que remataron la última de las torres. No hay rincón de esta catedral que no conozca, y son pocos los que no he ayudado a construir.

– ¿Te gusta lo que haces?

– Es mejor que todas las demás cosas que podría hacer. Pagan bien y aprendí lo suficiente el oficio. Mi categoría no es alta, pero empecé con menos. Mi abuelo decía que hay que medir la vida por lo andado, y no por el sitio desde el que uno la mide. Yo no admiraba nada a mi abuelo, porque le conocí borracho y variable de genio. Sin embargo, no dejo de hacerle caso en lo que me conviene.

– Por lo que veo eres un tipo práctico, Níccolo.

– Quizá ustedes puedan vivir sin sentido práctico. O quizá sea su obligación. Fui ayudante de un escultor que lo hacía todo de la forma más fatigosa.Yo creía que estaba mal de la cabeza, pero de sus manos salieron dos ángeles que son la envidia de todos los escultores que hay ahora en la obra. Si hubiera tenido que levantar un simple muro le habrían despedido, porque nunca habría podido hacerlo vertical. Pobre hombre.

– ¿Por qué pobre?

– Terminó sus dos ángeles y murió al mes siguiente. Era viejo y poco robusto. El médico lo achacó a una neumonía, pero pudo ser cualquier otra cosa. El médico achaca casi todas las muertes a una neumonía, cuando no se trata de una caída de un andamio que le excuse de buscar otras razones.

– Diríase que la gente muere a menudo, por aquí.

– Cinco o seis al año. El trabajo es duro, somos muchos y no todos jóvenes y fuertes.

– Me parecen demasiados muertos, de todos modos.

– No sé cuántos habrá en otros sitios. Aquí ha sucedido siempre y ya forma parte de la rutina de la obra, como el frío y el calor y el mal carácter del capataz. Si un año faltaran esperaríamos diez o doce al siguiente. La catedral tiene sus reglas, y lo que no se cumpla hoy se cumplirá mañana.

– Así que eres un fatalista. No habría imaginado eso de un hombre práctico. ¿Nunca has pensado en irte?

Cuando Bálder observó el gesto de Níccolo no le cupo duda de que aquella interrogación había sido un movimiento del todo improcedente. Su ayudante se ruborizó, con una intensidad que Bálder nunca habría previsto, y bajó la vista al tiempo que se quejaba:

– Ya veo que está burlándose de mí, maestro.

Y continuó su marcha mirando al frente. Bálder sintió que no perdía nada suspendiendo aquel improvisado interrogatorio. En cierta forma le fastidiaba la regularidad con que sus conversaciones con los habitantes de la archidiócesis acababan desembocando en un traspiés por su parte. Trató de alejarse del incidente requiriéndole a su ayudante:

– Me gustaría ver el lugar donde el capataz dijo que podría trabajar sobre mis planos.

– Desde luego -asintió Níccolo, de nuevo servicial y recobrando su en parte perdido continente.

El barracón de trabajo ofrecía un aspecto desordenado, casi de abandono. Había una serie de mesas y bancos, algunos bosquejos clavados en las paredes, herramientas tiradas aquí y allá, cuatro o cinco caballetes, varios aparadores, una pila con un grifo que goteaba. Las ventanas estaban empañadas por dentro y sucias por fuera. Sobre uno de los aparadores había unas botellas de vino y algunos vasos. Desde una de las mesas les contemplaba un hombre sentado hacia atrás. Tenía en la mano un plumín, que acababa de humedecer en el tintero que se encontraba junto a su brazo izquierdo. Cerca del tintero había un vaso que Bálder supo al instante lleno de vino. El hombre poseía facciones jóvenes, aunque sus cabellos eran completamente canos.Vestía ropa de trabajo gris, como todos, salpicada de manchas negras. Intercambiaron una mirada detenida, demasiado a juicio del tallista. Pero el otro sonreía y seguía inmóvil, como si estuviera ebrio. Probablemente lo estaba, calculó Bálder, sorprendido por semejante relajación.

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