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– Salud, amigo -dijo al fin el hombre sentado, alzando su vaso con dudosa compostura-. ¿Nuevo?

Bálder miró a Níccolo por el rabillo del ojo. El ayudante, impasible, aguardaba a que él, que era el jefe, resolviera lo que había de hacerse. Bálder cuestionó desde allí y quizá para siempre la utilidad que le proporcionaría aquel sujeto, con su engañoso desparpajo.

– Supongo que sí. Llegué ayer -replicó cautamente.

– Supones con sabiduría. ¿Te gusta el vino?

– No en horas de trabajo.

– ¿Y qué atractivo tiene tomarlo luego? -protestó el hombre sentado, con una súbita elevación del tono de su voz, que al forzarse sonaba hueca y chirriante como la de una vieja enfadada.

– Antes de responder a esa pregunta me gustaría saber con quién hablo.

El hombre sentado pareció atragantarse por un segundo con el sorbo que trataba de hacer pasar a su estómago. Níccolo continuaba quieto, sin tomar partido ni dejar que asomara a su rostro de pícaro la menor emoción. Por lo que pudo adivinar Bálder, nada estaba más lejos de su ánimo que intervenir, aunque debía de conocer al borracho.

– Le ruego que me disculpe -dijo éste, levantándose e intentando, desde su inestable equilibrio, apartar con la mano la suciedad de su indumentaria-. Me llamo Pólux y me beneficio de la fe del Arzobispado en que algún día seré capaz de labrar hermosos estucos para la catedral. Mientras tanto, los dibujo y paladeo este incomparable caldo que se obtiene de las cepas del Arzobispo. Le hago gracia del relato pormenorizado de mi vida porque no resultaría ejemplar, sospecho, para un hombre tan recto como usted da la sensación de ser. ¿Podría contestar ahoraa mi pregunta? Bah, olvídelo -cambió de opinión, dejándose caer de nuevo sobre su asiento.

Esta vez, Bálder no buscó el apoyo de su subordinado.

Sin dejarse embarullar por la perorata, se presentó:

– Yo me llamo Bálder, y he venido de muy lejos para hacer la sillería del coro.

– Ah, qué curioso -comentó Pólux, como si nadie le escuchase-, venir de lejos para que los canónigos puedan quedarse sentados.

– El maestro precisa un sitio para preparar sus planos -intervino inesperadamente Níccolo. Pero, antes de asombrarse, Bálder comprendió que a su ayudante, hechas las presentaciones, ya no le retenía el riesgo del encuentro.

– Tiene para elegir -dijo Pólux, extendiendo la mano para indicar toda la sala-. Yo ocupo poco espacio. En todas las mesas hay luz por la mañana y por la tarde. Mala por la mañana y peor por la tarde. Pero la luz siempre es luz y la tinta siempre es más negra. ¿Comprende lo que quiero decir?

Bálder tardó un segundo en percatarse de que se dirigía a él. Por un momento había cedido a la comodidad de permitir que la suave eficiencia de Níccolo se interpusiera entre él y aquel personaje más bien importuno.

– Sí, le comprendo.

– Magnífico. He aquí un hombre perspicaz. Níccolo, pequeño enano repugnante, ¿qué tienes tú que ver con alguien tan sutil?

Níccolo enfrentó la brumosa mirada del borracho durante un momento y luego, despacio, sin exigencia, volvió el rostro hacia Bálder. No le pedía nada, y sin embargo el extranjero quiso dárselo, más por sí que por amparar la posible reputación de su acólito.

– Ignoro cuáles pueden haber sido sus relaciones en el pasado con Níccolo, pero no toleraré que insulte a mis colaboradores en mi presencia, Pólux.

El estucador rió con ganas, arrojando una lluvia de saliva sobre su mesa.

– Eso ha tenido gracia, Fálder.

– Bálder, con be.

– Eso ha tenido gracia, Bálder con be. Habrá que ver si Níccolo se adapta a esta dignidad de trabajar a tus órdenes. Será la primera que ostente en su vida.

– No me divierte, Pólux.

Apenas pronunció estas últimas palabras, Bálder reparó en la inquietud con que Níccolo asistía a la nueva escaramuza. En la reacción de su ayudante encontró una invitación a apartarse del curso absurdo de aquella entrevista, en la que se veía atraído hacia una violencia que tal vez no fuese prudente usar. No conocía a aquel hombre tanto como para estar seguro de que fuera todo lo inofensivo que su estampa de alcohólico letárgico podía hacer creer. Dando la espalda a Pólux, ordenó a su segundo:

– Por favor, Níccolo, haz que me limpien esa mesa -y señaló la más alejada de la que ocupaba el otro-. Consígueme también papel y tinta y plumas de varios grosores.

– Yo te dejo lo que necesites, Bálder con be -farfulló Pólux-. Si no temes contaminarte con los miserables utensilios que han tocado mis manos.

Bálder no hizo caso del ofrecimiento y añadió para Níccolo:

– Yo voy a dar una vuelta por la obra y a ajustar un par de cuestiones con el capataz. Te veré después de la comida, aquí.

– Como diga, maestro.

Bálder se dirigió hacia la puerta. Antes de salir dedicó a Pólux un gesto vacío y se despidió:

– Ha sido un placer. Ya seguiremos conversando.

– Lo dudo, Fálder. No me gustan los hombres rectos que no tienen sentido del humor.

– No juzgue tan rápido -advirtió Bálder, cerrando la puerta.

Caminó hacia la catedral sin poder soltarse del recuerdo la amarga sonrisa con que Pólux le había recriminado su adustez. Si repasaba el censo de las personas que se había tropezado desde su llegada a la obra, no era sencillo elegir alguna a la que pudiera profesar una mediana simpatía. Antes de reflexionar habría apostado por Aulo, pero el severo juicio de éste ante la recepción que Bálder había dado a sus ayudantes había hecho surgir en su ánimo fundadas reservas hacia la posibilidad de alcanzar alguna confianza con el capataz. En cuanto a Níccolo y el almacenero, ninguno de ellos pasaba de mostrar una oficiosidad previsible. A Pólux no acertaba aún a clasificarle con certeza. Razonando a bulto, correspondía al bando de los que se complacían en esgrimir en su contra un secreto al que Bálder era ajeno. Un bando en el que, con estilos diferentes, podía incluir al viejo que le había recibido a su llegada al palacio, a Ennius, que le había sometido a una prueba quizá innoble, e incluso a Camila, que había abusado de su desorientación. Mientras penetraba de nuevo en el recinto, Bálder se sintió desvalido y un tanto humillado por estas sombrías constataciones.

Deambuló un poco al azar, hasta que su marcha adquirió espontáneamente la dirección que llevaba hacia las torres. Esquivando zanjas y operarios recorrió el trecho que le separaba de ellas y se encaminó hacia el vano oscuro que se abría en la base de una de las dos centrales. Entró y tomó la escalera que trepaba en espiral por las entrañas de la torre. Al principio la escalera describía un arco amplio. Los peldaños eran de poca altura y se interrumpían a intervalos regulares para dar paso a breves descansillos. Poco a poco el arco de la escalera fue haciéndose más cerrado, y le costó mantener el equilibrio contra el giro constante que describía en su subida. Coincidiendo con un estrechamiento, Bálder encontró la primera abertura que daba al exterior. Había llegado a la altura de las columnas. Se asomó y vio que ya se encontraba a unos treinta metros. Recuperó el aliento y prosiguió la ascensión. Poco después el eje de la escalera se redujo hasta unos tres metros de anchura, y la espiral se hizo tan abrupta que necesitó de las manos para no caerse hacia la pared exterior, en la que se abría ahora una interminable serie de ventanucos. Quince metros más arriba, vino a sumarse otra dificultad. La pared interior cesó y comprendió que el tramo final de la subida tendría que realizarlo girando en torno del vacío, apenas atenuado por una barandilla que le llegaba a la cintura. No podía irse hacia dentro como hasta entonces, porque su cuerpo cabía de sobra por el hueco de la escalera, y pronto hubo más de cinco metros hasta la superficie de piedra que marcaba el límite del trecho anterior. La vista se le nubló y su respiración se hizo más penosa. Se detuvo y mientras el estómago le enviaba la señal de una profunda náusea pensó si no debía desistir de aquella hazaña estéril. Sin la menor conciencia de lo que trataba de demostrar o demostrarse, se forzó a continuar, aunque más despacio y cuidándose de colocar en todo momento las manos donde pudieran impedir las funestas consecuencias de un tropiezo o un aturdimiento pasajero. Al final la angostura de la escalera y la altura de los escalones se hicieron insoportables. Y sin embargo, por encima de la barandilla seguía habiendo espacio para que un hombre de cuerpo voluminoso cayera hasta la plataforma de piedra que aguardaba veinte metros más abajo. Cuando la escalera concluyó Bálder se halló en una atalaya con troneras que daban a los cuatro vientos, azotada sin piedad por un aire glacial. Aunque al aspirarlo sus pulmones se resintieron y bajó un escalofrío por su nuca húmeda, también le ayudó a despejarse. Miró hacia arriba. La torre subía diez o quince metros más, pero hasta allí no podía llegarse, salvo que se dispusiera de arrojo, habilidad y aparejos de los que Bálder carecía en aquel momento.

Contempló el paisaje que se ofrecía ante sus ojos. Al Sur y al Este se extendían por la llanura amplias zonas boscosas, de un verde turbio bajo el cielo pertinazmente gris. Al Norte había montañas, cuyas cimas permanecían ocultas por las nubes. Al Oeste estaba la ciudad y más allá de ella había más bosque. En la ciudad distinguió sin esfuerzo el palacio arzobispal; el resto era una masa anodina, sin otro punto que llamara la atención que seis o siete campanarios de iglesia con sus agujas negras hendiendo el mediodía. Los edificios cubrían sin dejar resquicios las laderas de la colina coronada por el palacio. Bálder creyó entender por qué estaban levantando allí la catedral, y no junto al palacio, como el capataz había sugerido la víspera. Ambos se observaban en la distancia, desde su altura natural el palacio y desde la suya artificial la catedral, inasequibles a las restantes edificaciones. Perdió la noción del tiempo. Durante ese instante inmóvil, Bálder soñó compartir la conciencia de quien había planeado la empresa de la que él era un minúsculo partícipe.

Entonces sonaron, abajo, las campanas. Bálder contó, sin curiosidad, hasta cinco campanadas, espaciadas y cortas, como si alguien abortara la vibración del metal apenas iniciado el tañido. Sin prisa, acometió el descenso. Después del respiro que se había tomado, apreció mayor seguridad en sus movimientos, aunque la bajada no estaba exenta de sus peculiares peligros. A la mitad del tramo inferior de la escalera se tropezó con alguien que subía. En la penumbra que reinaba en el interior de la torre le costó al principio reconocerle. Era Níccolo.

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