Prendió la lámpara y deshizo el equipaje. Comprobó el estado de sus herramientas, a las que destinó el mejor espacio dentro del aparador, y colocó en el ropero sus escasas vestiduras. Después se aseó y se puso ropa limpia.
Cuando completaba la última de estas operaciones, sonaron unos golpes en la puerta. Fue a abrir y apenas tuvo tiempo de avistar una figura que desaparecía al final del pasillo. A sus pies había una bandeja, y otras cuatro o cinco ante otras tantas habitaciones próximas. La comida, sin ser mala, tampoco movía a entusiasmo. La ingirió con gratitud a causa del viaje, aunque echó de menos algo de vino. Apenas serían las siete y media, pero le parecía que era mucho más tarde. Sacó la bandeja al pasillo y se tendió en la cama a meditar.
Sin embargo, unas dos horas después, cuando abrió los ojos, se dio cuenta de que no había meditado nada en absoluto. Ya era noche más que cerrada y no se oía un ruido. Bálder se dijo que estaba solo, en lo más alto de aquel lúgubre palacio, en una noche de invierno y muy lejos de la tierra en la que había nacido. Aceptó que su tierra natal no era más suya que aquella sobre la que sus habitantes estaban levantando una catedral sin el cálculo de concluirla, y sin embargo la echó de menos. Agradeció, en cualquier caso, que en la habitación se estuviera caliente. Se propuso levantarse para desvestirse e introducirse en el lecho como correspondía, pero volvió a adormilarse antes de ejecutar su propósito.
Cuando despertó de nuevo, al principio no fue consciente de haberlo hecho más que por un reflujo del sueño. Pasaron algunos segundos antes de que oyera nítidamente un tenue tamborileo en la puerta, y cerca de un minuto antes de que resolviera ir a investigar.
Al abrir reparó al punto en dos cosas: la primera, ínfima, casi absurda, que la bandeja había sido retirada; la segunda, no ínfima y mucho más absurda, que Camila estaba allí, con el pelo suelto, sin lentes, en camisa de dormir. Acaso había estado soñando con ella, porque sintió, con remordimiento, que verla le asustaba pero no le sorprendía.
– ¿Qué haces aquí? -susurró.
– ¿Te importa que pase?
– ¿Qué haces aquí? -insistió, dejando de susurrar.
– No alces la voz y déjame pasar al cuarto. Tal vez no te convenga que alguien me vea medio desnuda delante de tu puerta, el mismo día de tu llegada.
– Maldita seas. Entra -autorizó Bálder, apretando los dientes.
Camila se escurrió como un gato y se fue derecha hacia la cama. Se sentó sobre ella, apoyó los brazos y se puso a dar golpecitos en el suelo con la punta del pie. Bálder se quedó contemplándola con la boca abierta, como un retrasado.
Camila, no entiendo nada, pero me parece que quieres comprometerme -se dolió-. ¿Te importaría explicarme por qué?
– No pretendo comprometerte, maestro. Vengo a ver si eres capaz de divertirte, antes de que empieces a entender.
Bálder vaciló. Aquella mujer podía ser una desquiciada. Y lo fuera o no, sobraban motivos para alarmarse y no veía qué podía hacer para conjurar el peligro, salvo implorar:
– Quiero que te vayas, Camila. Quiero dormir. Quiero despertarme mañana y tratar de centrarme poco a poco. No pido mucho.
– No quieres que me vaya.Ven.
Sus palabras, su voz, sus ojos, poseían una fuerza hipnótica. El extranjero se acercó, notando que no iba a tener brío para oponerse. Camila, que se había soltado el pelo, que era hermosa y llevaba demasiado abierto el escote de la camisa, le invitaba con el brillo de sus ojos a consumar una infracción cuyo cariz era imposible confundir. Atrapado en el abrazo de la mujer, mientras se desprendían de él la cautela y la conciencia, Bálder conservó sin embargo la certidumbre dolorosa de que todo sucedía en una noche de invierno, en aquella tierra en la que no había nacido. Y a la vez que se sometía siguió, irreparablemente, estando solo.