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Julián había tenido razón, pensó Sophy en su tercer día de estancia en Ravenwood. Por supuesto que jamás lo admitiría ante él, pero las cosas no eran tan malas en el campo. En su opinión, lo peor de todo era que Julián no estaba a su lado.

No obstante, tenía muchas cosas en qué ocuparse a pesar de la ausencia de su esposo. El interior de aquella casa magnífica estaba en condiciones espantosas. Julián tenía mucho personal y muy bien dispuesto, pero sus miembros habían trabajado sin directiva alguna, desde la muerte de Elizabeth.

Saludó a la nueva ama de llaves con entusiasmo, contenta de que el administrador hubiera seguido su consejo de contratar a la señora Ashkettie para ese puesto. El ama de llaves se mostró igualmente entusiasmada por tener una cara familiar al mando de la casa. Casi de inmediato, ambas pusieron frenéticamente manos a la obra para limpiar, reparar y renovar toda la casa en general.

El tercer día, Sophy invitó a sus abuelos a cenar y descubrió que la hacía muy feliz poder presidir la mesa.

Su abuela exclamó con alegría lo cambiada que estaba la casa, a pesar de que hacía tan poco tiempo que Sophy había llegado. La última vez que ella había estado allí, todo le había parecido lúgubre y triste. Era increíble lo que se lograba con un poco de limpieza y nuevas cortinas.

– La comida no está nada mal -anunció lord Dorring, sirviéndose salchichas por segunda vez-. Te desempeñas muy bien como condesa, Sophy. Creo que tomaré un poco más de rosado. La bodega de Ravenwood es excelente. ¿Cuándo regresará tu esposo?

– Pronto, espero. Tiene algunos asuntos que terminar en la ciudad. Pero por el momento, creo que es mejor que no esté. Toda esta conmoción de los últimos tres días lo habría molestado bastante. -Le sonrió al criado y le hizo una señal para que sirviera más clarete-. Debemos trabajar todavía en algunos cuartos más. -Y eso incluía la alcoba que, por derecho, correspondía a la condesa, recordó Sophy.

Le había llamado la atención encontrar el cuarto cerrado con llave. La señora Ashkettie había revuelto en el llavero que había heredado de la señora Boyie, negando la existencia de la llave en cuestión, con un gesto de su cabeza.

– Parece que ninguna corresponde a esta cerradura, milady. No entiendo. Tal vez se haya perdido. La señora Boyie me dijo que ella tenía órdenes de no tocar ese cuarto y que siempre las había obedecido. Pero ahora que usted está aquí, querrá ocuparlo. No se preocupe, señora. Haré que alguno de los sirvientes se encargue de esto inmediatamente.

Pero el problema se resolvió cuando Sophy halló la llave, oculta en un recóndito rincón de una de las gavetas del escritorio de la biblioteca. Por una corazonada, probó la llave en la cerradura del cuarto y notó que funcionaba perfectamente. Investigó entonces la habitación de Elizabeth con profunda curiosidad. Al instante, decidió que no la ocuparía sino hasta que estuviera limpia y ventilada. No podía mudarse en esas condiciones, pues, evidentemente, nadie la había tocado desde la muerte de Elizabeth.

Cuando lord y lady Lorring se marcharon, después de cenar, Sophy descubrió que estaba agotada. Fue al cuarto que ocupaba temporalmente y dejó que su dama de compañía la preparase para acostarse.

– Gracias, Mary. -Delicadamente, Sophy disimuló un bostezo con la mano-. Parece que esta noche estoy muy cansada.

– Y no es de sorprender, milady, después de todo el trabajo que ha estado haciendo aquí. Debería tomarlo con más calma, si no le molesta que se lo sugiera. Su señoría podría enfadarse si se entera de todo el esfuerzo que ha hecho, con un embarazo y todo.

Sophy abrió los ojos desmesuradamente.

– ¿Y tú cómo te enteraste de lo del bebé?

Mary sonrió.

– No es ningún secreto, señora. Ya hace bastante tiempo que me encargo de sus cuidados personales como para saber con certeza que ciertas cosas no suceden en la fecha prevista. Felicitaciones, si me lo permite. ¿Le ha dado a su señoría la nueva buena? Se pondrá loco de contento.

Sophy suspiró.

– Sí, Mary, ya lo sabe.

– Apuesto a que fue por eso que nos mandó de vuelta al campo. No querrá que el aire contaminado de Londres perjudique su embarazo. Su señoría es la clase de hombre que sabe cuidar a una mujer.

– Sí, ¿verdad? Ve a la cama, Mary. Yo me quedaré leyendo un rato.

En una casa grande había pocos secretos, y Sophy lo sabía. No obstante, su intención había sido la de guardar en secreto por un tiempo la noticia hermosa de su bebé. Todavía estaba adaptándose a la idea de estar embarazada de Julián.

– Muy bien. ¿Desea que lleve a Cook el óleo que le prometió para las manos?

– Oh, el óleo. Por Dios, lo había olvidado. -Sophy se dirigió hacia su maletín con las medicinas-. Debo recordar visitar a la vieja Bess mañana, para obtener nuevas hierbas. No confío en que las de los boticarios de Londres sean frescas.

– Sí, señora. En ese caso, buenas noches -dijo Mary, mientras Sophy ponía en su mano el recipiente con el óleo-. Cook estará agradecido.

– Buenas noches, Mary.

Sophy vio cerrarse la puerta detrás de Mary y vaciló al pensar en el estante que contenía sus libros. Realmente estaba muy cansada, pero ahora que estaba lista para irse a la cama, no tenía sueño.

Pero tampoco tenía muchos deseos de leer, notó, mientras recorría las páginas del último esfuerzo de lord Byron: El infiel. Lo había comprado pocos días antes de que Julián la enviara de regreso al campo y había estado ansiosa por leerlo. Su estado de ánimo de esos momentos le impedía despertar su interés ante la última historia de aventuras e intriga que el poeta había creado en el exótico Oriente.

Dejó de lado los libros y volvió la cabeza en dirección al joyero que tenía sobre el tocador. Si bien el anillo negro ya no estaba allí, Sophy lo recordaba cada vez que veía el joyero.

Entonces se preocupaba por sus truncados planes de hallar al seductor de Amelia.

Luego se tocó su vientre, aún chato, y se estremeció. Ya no tenía medios para continuar con su proyecto detectivesco. Jamás podría arriesgar la vida de Julián por un deseo de venganza propio. Se trataba del padre de su hijo y ella estaba perdidamente enamorada de él. Aunque ése no hubiera sido el caso, no había derecho a arriesgar la vida de un tercero por salvar el honor propio.

Pero parte de ella estaba asombrada por la facilidad con la que había bajado los brazos. En ese momento, se había sentido furiosa, pero ahora ya no tanto. A decir verdad, sospechaba que experimentaba cierto alivio. Indudablemente, había otros aspectos prioritarios en su vida y Sophy planeaba dedicarles toda su atención.

«Llevo un hijo de Julián en mis entrañas.»

Todavía era difícil de creer, pero con el paso de cada día, ese concepto se hacía más y más real. Julián deseaba ese bebé, era una esperanza. Tal vez el embarazo sirviera para afianzar el lazo que a veces se permitía creer que existía entre ellos.

Sophy seguía caminando por el cuarto, extrañamente inquieta. Miró la cama una vez más, pensando que debía acostarse y dormir un poco. Pero luego pensó en el cuarto que quedaba al final del corredor y al cual pensaba mudarse lo antes posible.

Obedeciendo un impulso, Sophy tomó una veta y salió al pasillo oscuro, rumbo a la habitación que había pertenecido a Elizabeth. Sólo había estado en su interior una o dos veces, pero la sensación no le había resultado nada grata. Estaba decorada con una sensualidad desfachatada que a Sophy le resultaba fuera de lugar.

Evidentemente, el motivo principal del cuarto se basaba en un gusto por el estilo chinesco, pero los detalles eran tan cargados que toda la decoración lo convertía en un recinto erótico y lujurioso. La primera vez que Sophy entró al cuarto, se imaginó que estaba gobernado por la noche. Tenía una extraña cualidad el lugar. Ni ella ni la señora Ashkettie habían esperado mucho después de abrir la puerta de la alcoba.

En ese momento, mientras sostenía la vela en una mano, Sophy entró y descubrió que, a pesar de que estaba preparada para ello, la afectó del mismo modo que antes. Las pesadas cortinas de terciopelo impedían el paso de la luz, aun la de la luna.

Los diseños de los muebles lacados, en negro y verde, deberían representar, supuestamente, exóticos dragones iridiscentes, pero, para Sophy, parecían más bien serpientes. La cama era una monstruosidad de pesados géneros, con pacas con forma de inmensas garras y varias almohadas. El papel de las paredes era oscuro.

Sophy decidió que en un cuarto así, lord Byron, con su gusto por el melodrama sensual, se habría sentido de maravilla, pero Julián, por forma de ser, se habría sentido de lo más incómodo.

Un dragón pareció rugir cuando Sophy pasó con la vela junto a una cajonera lacada. Unas flores siniestras decoraban una mesa cercana.

Sophy se estremeció, imaginando cómo quedaría la habitación una vez que ella terminara de decorarla. Lo primero que haría seria cambiar los muebles y el cortinado. Había varios muebles que estaban guardados, sin uso, que quedarían muy apropiados allí.

Sophy pensó que Julián debía de haber estado muy a disgusto en ese sitio. Definitivamente, no era su estilo, pues Sophy sabía que él prefería las líneas más clásicas y puras.

Pero claro, reflexionó Sophy. Ese no había sido su cuarto, sino el de Elizabeth. Más bien, su templo de pasión, el lugar en el que había tejido sus telarañas de seda para atraer a los hombres.

Impulsada por una mórbida curiosidad, Sophy caminó por la alcoba, abriendo cajones y puertas de los guardarropas. No había efectos personales. Aparentemente, Julián habría dado órdenes de que se vaciara todo el cuarto antes de cerrarlo para siempre.

Cuando por fin abrió la última de las diminutas gavetas de un armario, Sophy encontró un libro pequeño, de tapas duras. Lo miró, un tanto incómoda durante un largo rato y después lo abrió. Era el diario íntimo de Elizabeth. Ya no pudo detenerse. Apoyó el candelabro sobre la mesa y empezó a leer.

Dos horas después, Sophy sabía por qué Elizabeth había estado cerca de la laguna la noche de su muerte.

– Ella vino a ti esa noche, ¿no, Bess? -Sophy, sentada en un banco que estaba fuera de la casa de la vieja mujer, no levantó la vista, mientras seleccionaba hierbas secas y frescas.

Bess soltó un suspiro profundo, sus ojos parecían finas líneas en su cara arrugada.

– Conque lo sabes, ¿no, niña? Sí, ella vino a verme, pobre mujer. ¿Cómo lo supiste?

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