A Sophy le habían parecido horas interminables las que había pasado en su silla, acurrucada, esperando el regreso de Julián. Finalmente, escuchó los pasos de su marido en el pasillo.
Con un suspiro de alivio, se levantó y corrió hacia la puerta. Con una sola ansiosa mirada al rostro de su esposo, supo que algo muy terrible había pasado. La botella de clarete por la mitad y la copa que obviamente había recogido en el camino, confirmaron sus sospechas.
– Estás bien, Julián?
– Sí.
Julián entró al cuarto, apoyó la botella en una mesa y cerró la puerta. Sin decir una sola palabra más, estrechó a Sophy entre sus brazos. Se quedaron así, en silencio, un rato más.
– ¿Qué ha pasado? -finalmente preguntó Sophy.
– Waycott ha muerto.
Sophy no pudo negar la enorme sensación de alivio que experimentó al enterarse de la verdad. Echó la cabeza hacia atrás para mirarlo a los ojos.
– ¿Tú lo mataste?
– Una cuestión de opiniones, me imagino. Algunos, sin duda, dirían que yo soy el responsable. Sin embargo, no fui yo quien apretó el gatillo, sino él mismo.
Sophy cerró los ojos.
– Se suicidó. Como Amelia.
– Tal vez hay justicia en el final.
– Siéntate, Julián. Te serviré un poco de vino.
Julián no se resistió. Se despatarró sobre una silla que estaba cerca de la ventana y la observó mientras ella servía la copa y se la acercaba.
– Gracias -le dijo, mientras le tomaba la copa de las manos. La miró-. Tienes un arte especial para darme las cosas cuando las necesito. -Sorbió largamente del vino y luego tragó-. ¿Estás bien? ¿Te perturbó la noticia de la muerte de Waycott?
– No. -Sophy meneó la cabeza y se sentó cerca de Julian. -Dios me perdone, pero me alegro de que todo esto haya terminado aunque represente otra muerte. ¿No quiso irse a Estados Unidos?
– No creo que haya tenido la oportunidad de razonar la posibilidad con claridad. Le dije que lo acosaría, que le haría la vida imposible, hasta que se fuera de Inglaterra. Y después le dije que la muchacha del pueblo a quien había seducido era tu hermana. Después me fui de allí. Cuando estaba para montar mi caballo, escuché un disparo de pistola. Regresé para comprobar si él había terminado bien el trabajo. -Bebió otro sorbo de vino. -Y así fue.
– Qué terrible para ti.
Julián la miró.
– No, Sophy. Lo terrible fue entrar a ese castillo en ruinas y ver la cuerda con la que te había amarrado y la litera sobre la que pensaba violarte.
Ella se estremeció y se rodeó con los brazos.
– Por favor, ni me lo recuerdes.
– Al igual que tú, estoy feliz de que haya terminado. Aun que no hubiese sucedido lo de hoy, habría tenido que detener a Waycott eventualmente. El muy canalla estaba volviéndose cada vez más obsesivo con lo sucedido en el pasado.
Sophy frunció el entrecejo.
– Quizás, él empeoró cuando tú decidiste volver a casa. Tal vez no toleró la idea de que tú pusieras a cualquier otra mujer en el lugar de Elizabeth. Quería que fueras tan fiel a su memoria como él.
– Rayos. Estaba totalmente loco.
– Sí. -Guardó silencio por un momento-. ¿Qué pasará ahora?
– Hallarán el cuerpo en uno o dos días y será evidente que lord Waycott se suicidó. Todo quedará allí.
– Como debe ser. -Sophy le tocó el brazo y sonrió-. Gracias, Julián.
– ¿Por qué? ¿Por no darte la protección suficiente como para que no ocurrieran sucesos como el de hoy? Recordarás bien que tú sola lograste escapar. Lo último que me merezco de ti es tu agradecimiento, señora.
– No permitiré que te culpes, milord -dijo ella ferozmente-. Ninguno de los dos pudo haber previsto lo de hoy. Lo importante es que todo terminó. Te agradezco porque entiendo que debe de haberte resultado muy difícil no retarlo a duelo. Sé, Julián, que tu sentido del honor habría exigido un duelo. Debe de haber sido muy duro para ti respetar tu juramento.
Julián se movió en la silla.
– Sophy, creo que será mejor que cambiemos de tema.
– Pero quiero que veas lo agradecida que estoy por cumplir tu promesa. Espero que te des cuenta de que no podía permitirte correr ese riesgo. Julián, te amo demasiado para permitir algo así.
– Sophy…
– Y no soportaría que nuestro bebé no conozca a su padre. Julián apoyó su copa de vino y extendió la mano para tomar la de Sophy.
– Yo también siento mucha curiosidad por conocer a nuestro hijo o hija. Fue sincero lo que te dije antes de partir. Te amo, Sophy. Y quiero que recuerdes que, pase lo que pase, por mucho que falle al tratar de ser el esposo ideal para ti, siempre te amaré.
Ella sonrió y le apretó la mano.
– Lo sé.
Él arqueó las cejas con su familiar gesto de arrogancia, pero con mucho amor en los ojos.
– ¿Sí? ¿Y cómo?
– Bueno, digamos que tuve algo de tiempo para pensar cuando te fuiste al castillo. Se me ocurrió que un hombre que creyera una historia tan descabellada como la que me sucedió esta tarde, con lo del secuestro, el té de hierbas para dormir y demás, tenía que estar un poquito enamorado.
– No un poquito enamorado. -Julián levantó la mano de Sophy y le besó la palma-. Muy enamorado. Perdidamente enamorado. Sólo lamento que haya tardado tanto en darme cuenta.
– Siempre tuviste inclinación por ponerte un poco obstinado en ocasiones.
Julián le sonrió y la sentó sobre sus piernas.
– Y tú, mi dulce esposa, tienes las mismas tendencias. Por suerte, nos entendemos mutuamente. -La besó y luego la miró a los ojos-. Lamento algunas cosas, Sophy. No siempre te he tratado como era debido. Siempre te he impuesto cosas porque pensaba que era lo mejor para ti y nuestro matrimonio. E indudablemente, en el futuro actuaré como yo crea que es mejor, aunque tú no coincidas.
Sophy hundió los dedos en las profundidades de la oscura cabellera de Julián.
– Como dije, obcecado y cabeza dura.
– Y acerca del bebé, cariño…
– El bebé está bien, milord. -El recuerdo de las acusaciones de Waycott acudió a su memoria-. Debes saber que no fui a ver a la vieja Bess para pedirle una poción que abortara al bebé.
– Ya lo sé. Tú no serías capaz de hacer algo así. Pero el hecho es que yo no tenía necesidad de dejarte embarazada tan pronto. Pude haberlo evitado.
– Algún día, milord -le dijo ella con una sonrisa-, me dirás cómo se hace exactamente para evitar un embarazo. Anne Silverthorne me contó algo sobre un cierto tipo de saquillo que se hace con los intestinos de la oveja y que se coloca en el miembro viril atado con unas finas cuerdas rojas. ¿Tú sabes de esas cosas?
Julián gruñó.
– Pero ¿cómo rayos hace Anne Silverthorne para enterarse de estas cuestiones? Por Dios, Sophy, qué malas compañías te has buscado en Londres. Es una suerte que te haya traído al campo de inmediato, antes de que terminaran de arruinarte moralmente las amistades de mí tía.
– Cierto, milord. Y… me alegra aprender todo lo que debo saber sobre corrupción en tus manos. -Sophy tocó las grandes manos de Julián con mucho amor y luego le besó delicadamente la muñeca. Cuando alzó la vista, él advirtió lo enamorada que estaba.
– Desde un principio -le dijo él, con voz suave- he dicho que tú y yo nos llevaríamos muy bien.
– Aparentemente, tenías razón, milord.
Julián se puso de pie y también a ella, para tenerla frente a frente.
– Casi siempre tengo razón -le dijo rozándole los labios con los suyos-, Y en aquellas ocasiones en las que me equivoco, te tendré a ti para que me corrijas. Y ahora, es casi el amanecer. Necesito tu ternura y tu ardor. Eres un tónico para mí. He descubierto que, cuando te tengo en mis brazos, olvido todo. Sólo importas tú. Vayamos a la cama.
– Me encantará, Julián.
Él la desvistió lentamente. Sus manos expertas delinearon cada curva y se deleitaron en cada centímetro de su piel. Inclinó la cabeza para librar sus rosados y erectos pezones, mientras con la mano buscó su femineidad.
Y cuando estuvo completamente seguro de que ella estaba lista para recibirlo, la llevó a la cama y la tendió allí. Le hizo el amor hasta que ambos olvidaron todos los desagradables acontecimientos del día.
Mucho más tarde, Julián giró sobre un costado de sí, cobijando a Sophy en uno de sus brazos. Bostezó y dijo:
– Las esmeraldas.
– ¿Qué pasa con ellas? -Sophy se acurrucó contra él-, ¿Las encontraste en la canasta?
– Sí y te las pondrás la próxima vez que la ocasión requiera tanta elegancia. Estoy ansioso por ver cómo las luces.
Sophy se quedó quieta.
– No creo que quiera ponérmelas, Julián. No me gustan. Creo que no van con mi piel.
– No seas tonta, Sophy. Te quedarán magníficas.
– Son para una mujer más alta. Rubia, quizá. De todas maneras, como soy yo, seguramente tendría problemas con el broche. Se me abriría y así perdería el collar. Las cosas que me pongo se desarreglan, milord. Y tú lo sabes.
Julián sonrió en la oscuridad.
– Es uno de tus encantos. Pero no temas. Yo siempre estaré a tu lado para recoger todo lo que se te cae, incluso las esmeraldas.
– Julián, de veras no quiero ponerme las esmeraldas -insistió ella.
– ¿Por qué?
Sophy se quedó en silencio por un rato.
– No puedo explicarlo.
– Es porque, mentalmente, las asocias con Elizabeth, ¿no?
Ella suspiró.
– Sí.
– Sophy, las esmeraldas de Ravenwood nada tienen que ver con Elizabeth. Esas piedras han pertenecido a mi familia durante tres generaciones y seguirán siendo nuestras siempre que haya esposas Ravenwood para usarlas. Elízabeth puede haber jugado con ellas por un tiempo, pero jamás le pertenecieron en el estricto sentido de la palabra. ¿Entiendes?
– No.
– Ahora eres tú la obcecada, Sophy.
– Es uno de mis encantos.
– Te pondrás las esmeraldas -prometió Julián, estrechándola contra su pecho.
– Nunca.
– Ya veo -dijo Julián, con un brillo especial en los ojos- que tendré que buscar la forma de persuadirte.
– No hay modo de que lo consigas -contestó ella con gran determinación.
– Ah, mi dulce. ¿Por qué insistes en subestimarme? -Con las manos le tomó el rostro y la besó. Momentos después, Sophy se relajaba sumisamente contra su cuerpo.
En la primavera del año siguiente, los condes de Ravenwood ofrecieron en su casa una gran fiesta para celebrar el nacimiento de un saludable niño. Ninguno de los invitados faltó a la cita en el campo, incluso los más difíciles de convencer para abandonar la ciudad de Londres por algunos días, como era el caso de lord Daregate.