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Julián estudió la escena solemne que lo recibió cuando atravesó la puerta de su club.

– Hay tanta amargura aquí que esto parece un funeral-dijo a su amigo. Miles Thurgood-. O un campo de batalla -agregó, luego de un momento de reflexión.

– ¿Y qué esperabas? -le preguntó Miles, con su joven y apuesto rostro tan apagado como el del resto de los hombres que estaban en el salón. No obstante, en sus vivaces ojos azules se leyó un inconfundible y truculento aire divertido-. Sucede lo mismo en todos los clubes de St. James y de todo el centro esta noche. Tristeza y desazón en toda la ciudad.

– ¿Debo presumir que el primer fascículo de las Memoirs de la infame Featherstone se ha publicado hoy?

– Tal como lo prometió el editor. Me dijeron que se vendieron todos los ejemplares en una hora.

– A juzgar por las melancólicas caras de todo el mundo, se diría que la Gran Featherstone cumplió con su amenaza de dar nombres.

– El de Glastonbury Plimpton, entre otros. -Miles saludó con la cabeza a dos hombres que estaban en el otro extremo del salón. Había una botella de oporto sobre la pequeña mesa interpuesta entre ellos y era evidente que ambos caballeros de mediana edad habían tratado de ahogar sus penas en él- Y habrá más en el próximo fascículo, o al menos eso nos dijeron.

Julián apretó los labios cuando tomó una silla y un ejemplar del Gazette.

–  Una mujer es capaz de crear más alboroto que una guerra.-Miró los titulares, buscando información sobre las batallas y la lista de los caídos en la campaña de la península, que aparentemente no tenía fin.

Miles esbozó una lánguida sonrisa.

– Te resulta fácil ser sanguinario con las Memoirs de Featherstone. Tu nueva esposa no está aquí en la ciudad para poder leer los periódicos. Glastonbury y Plimpton no tuvieron tanta suerte. Se ha corrido la voz de que la esposa de Glastonbury ha dado órdenes precisas al mayordomo para que eche cerrojo a la puerta y no deje entrar al pobre marido. También se dice que lady Plimpton hizo semejante escándalo que casi hizo temblar la tierra.

– Y ahora están los dos aquí, agazapados en el club.-¿Y a qué otro lugar podrían haber ido? Éste es el último refugio que les queda.

– Son un par de tontos -declaró Julián, frunciendo el entrecejo mientras se detenía para leer un despacho de guerra.

– ¿Tontos, eh? -Miles se recostó sobre el respaldo de la silla y miró a su amigo con una expresión medio irrisoria y medio respetuosa-. ¿Les podrías dar un sano consejo respecto de cómo manejarse con una esposa furiosa? No cualquiera puede convencer a su mujer para que se quede aburriéndose y embruteciéndose en el campo, Julián.

Julián se negó a dejarse llevar por las circunstancias. Sabía que tanto Miles como los demás amigos se morían de curiosidad por saber todo lo posible respecto de la flamante lady Ravenwood.

– Glastonbury y Plimpton debieron haber tomado de antemano todas las medidas necesarias para que sus esposas jamás pusieran sus manos en un ejemplar de las Memoirs.

– ¿Y cómo habrían podido prevenir algo así? Seguramente, lady Glastonbury y lady Plimpton habrán enviado a sus respectivos criados a hacer cola frente a la oficina del editor, como todo el mundo, para asegurarse su ejemplar.

– Si Glastonbury y Plimpton no pueden manejar a sus esposas mejor de lo que lo han hecho, entonces no han recibido más de lo que se merecen -dijo Julián, despiadadamente-. Un hombre no debe olvidar establecer reglas bien rígidas en su propia casa.

Miles se le acercó y bajó la voz.

– Se corrió el rumor de que Glastonbury y Plimpton tuvieron la oportunidad de salvarse, pero no pudieron aprovecharla. La Gran Featherstone decidió tomarlos como ejemplos para que las próximas víctimas sean más razonables.

Julián levantó la vista.

– ¿De qué rayos estás hablando?

– ¿No habéis oído hablar de las cartas que Charlotte está enviando a sus antiguos amorcitos? -dijo una voz suave y cómplice.

Julián arqueó las cejas cuando el recién llegado ocupó la silla frente a él.

– ¿De qué cartas hablas, Daregate?

Miles asintió.

– Háblale de las cartas.

Gideon Xavier Daregate era el único sobrino y heredero aparente del disoluto, licencioso y soltero conde de Daregate. Sonrió de un modo casi cruel. La expresión dio a sus aquilinos rasgos un aspecto de ave de rapiña y el color grisáceo de sus ojos realzó esa impresión.

– Bueno, las notitas de la Gran Featherstone se han llevado a todas las víctimas potenciales. Parece ser que por cierta suma de dinero, un hombre puede arreglar que se le borre el nombre de las Memoirs.

–  -Extorsión -observó Julián tristemente.

– Ciertamente -murmuró Daregate, un poco aburrido.

– Un hombre nunca termina de pagar a un extorsionado. Si lo hace una vez, lo único que consigue es invitarlo a que le siga exigiendo más dinero…

– Estoy seguro de que eso fue lo que convinieron Glasronbury y Plimpton -dijo Daregate-. En consecuencia, no sólo se encontraron en las Memoirs de Charlotte sino que también recibieron un pésimo trato en las publicaciones. Aparentemente, la Gran Featherstone no se quedó muy impresionada con la actuación de estos hombres en el salón privado.

Miles se quejó.

– ¿Las Memoirs son así de detalladas?

– Me temo que sí -dijo Daregate-. Están llenas de detalles tontos que sólo una mujer puede molestarse en recordar. Minucias; fijarse si un hombre se bañó y se puso una camisa limpia antes de ir a visitar a una mujer. ¿Qué pasa Miles? Nunca fuiste uno de los protectores de Charlotte, ¿verdad?

– No, pero Julián sí, por un corto tiempo-sonrió Miles.

– Julián hizo una mueca.

– Dios me proteja. Eso fue hace mucho tiempo. Estoy seguro de que Charlotte ya me habrá olvidado.

– No contaría con eso -dijo Daregate-. Las mujeres de esa clase tienen muy buena memoria.

– No te inquietes, Julián -agregó Miles-, con un poco de suerte, tu esposa nunca oirá hablar de las Memoirs. Julián gruñó y siguió con su periódico. Se aseguraría de ello.

– Dinos, Ravenwood -interrumpió Daregate-. ¿Cuándo vas a presentarnos a tu nueva condesa? Ya sabes que todo el mundo se muere de curiosidad por saber de ella. No podrás esconderla para siempre.

– Entre las maniobras de Wellington en España y los Memoirs de Featherstone, la sociedad tiene mucho de qué ocuparse en estos momentos -dijo Julián.

Thurgood y Daregate abrieron la boca como para protestar por la observación de su común amigo, pero la fría expresión prohibitiva de Julián les hizo cambiar de parecer.

– Creo que podría ordenar otra botella de clarete -dijo gentilmente Daregate-. Estoy algo sediento después de una velada de aventuras. ¿Me acompañáis?

– Sí -dijo Julián, mientras dejaba a un lado el periódico-. Creo que te acompañaré.

– ¿Aparecerás por lo de lady Fastweil esta noche? -preguntó Miles-. Sería interesante. Se dice que lord Eastweil recibió una de esas notas de chantaje hoy. Lo que no se sabe todavía es si lady Eastweil ya se enteró.

– Yo respeto mucho a Eastweil -dijo Julián-. Lo vi bajo el fuego en el Continente. Y a tí también, Daregate. El hombre sabe cómo hacerse valer en el campo de batalla contra el enemigo. Ciertamente sabrá cómo hacerse respetar por su esposa.

Daregate sonrió, pero no hubo buen humor en su sonrisa.

– Vamos, Julián, sabes perfectamente bien que luchar contra Napoleón es un juego de niños comparado con enfrentarse a una mujer furiosa.

Miles asintió con la cabeza, como coincidiendo con los demás, aunque todos sabían que él jamás se había casado ni había tenido ningún noviazgo serio.

– Muy inteligente al haber dejado a tu esposa en el campo, Ravenwood. Muy inteligente, por cierto. Allí no hay problemas.

Julián había estado tratando de convencerse precisamente de eso durante toda la semana que pasó en Londres. Pero esa noche, al igual que todas las demás, no estaba tan seguro de haber tomado la decisión correcta.

El hecho era que echaba de menos a Sophy. Era lamentable, inexplicable y terriblemente incómodo. Pero también, innegable. Había sido un tonto al abandonarla en el campo- Debía de haber otro medio para darle su merecido.

Desgraciadamente, en aquel momento no había pensado con claridad como para encontrar la alternativa.

Con bastante intranquilidad, consideró la cuestión mucho más tarde, cuando se marchaba del club. Subió al carruaje y se quedó mirando, pensativo, a través de la ventana, las oscuras calles de la ciudad, mientras el cochero hacía sonar su fusta.

Era cierto que aún se ponía furioso cada vez que recordaba la trampa que Sophy le había tendido aquella noche fatídica en la que había decidido reclamar sus derechos maritales. Y varias veces al día se recordaba que lo mejor era darte lecciones ahora, al principio del matrimonio, cuando Sophy mantenía cierta inexperiencia y flexibilidad. No debía tener la sensación de que podía manejarlo a su antojo.

Pero por mucho que Julián trataba de hacer hincapié en los caprichos de Sophy y en su deber de corregirla desde un principio, no podía evitar recordar a cada momento otras cosas de ella.

Echaba de menos las cabalgatas matinales, las conversaciones inteligentes sobre el manejo de una granja y las partidas de ajedrez por las noches.

También extrañaba el excitante y femenino perfume de Sophy, el modo en que alzaba el mentón cuando se preparaba para desafiarlo y la sutil inocencia que brillaba en sus ojos turquesa.

También recordó su risa alegre y traviesa y su preocupación por la salud de los sirvientes y de los aparceros.

Varias veces, a lo largo de la última semana, se sorprendió pensando en qué parte del atuendo de Sophy estaría mal acomodado en esos momentos. Cerraba los ojos y se la imaginaba con el sombrero de montar caído sobre una oreja o con una parte del dobladillo del vestido rota. Su dama de compañía tendría mucho trabajo con ella.

Sophy era muy diferente de la primera esposa de Julián. Elizabeth siempre había estado impecable: cada rizo en su sitio, cada vestido escotado inteligentemente acomodado para exhibir sus mejores encantos según su conveniencia. Aun en la cama, la primera condesa de Ravenwood había mantenido un aire de elegante perfección. Había sido una hermosa diosa de la lujuria con sus camisones de excelente confección, una criatura señalada por la naturaleza para incitar la pasión en los hombres y llevarlos a la locura. Julián sentía náuseas cada vez que recordaba cómo lo había envuelto en. aquella telaraña de seda.

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