– Anoche encontré su diario en el cuarto que ocupaba.
– Bah. Qué tonta. -Bess meneó la cabeza, disgustada-. Esta estupidez de las damas de clase de escribir todo en sus diarios es muy peligrosa. Espero que tú no hagas lo mismo.
– No. -Sophy sonrió-. A veces tomo algunas notas sobre lo que leo, pero nada más. No llevo diarios.
– Durante años he dicho que no sirve de mucho tanto enseñar a la gente a leer y a escribir -dijo Bess-. Lo que es realmente importante se aprende observando, prestando atención a lo que pasa a tu alrededor y lo que sucede aquí. -Se golpeó el generoso pecho con la mano, en la región del corazón.
– Eso puede ser cierto, pero, desgraciadamente, no todos tenemos esa clase de sabiduría, ni tus instintos para descubrirla. Y a muchos nos falta tu memoria, por eso, leer y escribir es nuestra única solución.
– Parece que no fue una solución para la primera condesa. Ella anotó sus secretos en ese diario y ahora tú los conoces.
– Tal vez Elizabeth los escribió porque esperaba que, algún día, alguien los leyese -dijo Sophy pensativa-. Quizás encontraba algo de orgullo en su maldad.
Bess meneó la cabeza.
– Lo más probable es que ella no pudiera con su carácter, Tal vez, al escribir, descargaba periódicamente parte de ese veneno que llevaba en la sangre.
– Sólo Dios sabe que llevaba veneno en la sangre.-Sophy recordó la información de Elizabeth. En ocasiones, eran datos de júbilo, a veces, obscenos y vengativos y otras, trágicos, respecto de sus amoríos-. Nosotros nunca lo sabremos con certeza. -Sophy se quedó callada unos momentos mientras cerraba los paquetitos con las hierbas. El sol de la avanzada tarde le hacía bien en la espalda, así como los aromas provenientes de los montes que rodeaban la casa, en comparación con el aire viciado de Londres.
– De modo que ahora lo sabes -dijo Bess, rompiendo el silencio después de unos momentos.
– ¿Qué ella vino a verte porque quería deshacerse del bebé que llevaba en su vientre? Sí, lo sé. Pero el diario termina con ese dato. Después de eso, todas las páginas están en blanco. ¿Qué pasó esa noche, Bess?
Bess cerró los ojos y giró la cabeza hacia el sol.
– Lo que sucedió es que la maté, Dios me perdone.
Sophy casi dejó caer un puñado de flores secas de meliloto. Miró a Bess en total estado de shock.
– Tonterías. No lo creo. ¿Qué estás diciendo?
Bess no abrió los ojos.
– No le di lo que ella quería esa noche. Le mentí y le dije que no tenía las hierbas que la harían liberarse del bebé. Pero la verdad fue que tuve miedo de darle lo que ella buscaba. No podía confiar en ella.
Sophy asintió, comprendiendo la situación.
– Tus instintos fueron inteligentes, Bess. Te habría tenido en sus manos si le hubieras dado lo que te pedía. Era la clase de persona capaz de usar esa información para amenazarte después. Habrías estado a su merced. Habría acudido a ti no sólo para liberarse de los muchos niños indeseados de los que quedara embarazada en el futuro, sino para que le dieras hierbas especiales para estimularla.
– ¿Sabes que usaba hierbas para eso?
– Por lo general escribía en su diario después de tomar opio. A veces, lo que escribía era una maraña de frases indescifrables y palabras fantasiosas. Tal vez, el abuso de las amapolas la hacía actuar de ese modo.
– No -dijo Bess-. No era por las amapolas. La pobre tenía un mal físico y mental que no tenía cura. Creo que ella usaba el jarabe de las amapolas y de otras hierbas para aliviar los tormentos que padecía. Una vez traté de explicarle que las amapolas servían para calmar el dolor físico, pero no para aliviar el que ella tenía, el dolor que viene del alma. Pero ella no quiso atender a razones.
– ¿Por qué dijiste que tú la mataste, Bess?
– Ya te lo dije. Porque hice que se marchara esa noche sin lo que ella quería. Fue directamente a la laguna y se ahogó, la pobre.
Sophy lo pensó.
– Lo dudo -dijo finalmente-. Tenía un mal espiritual, te lo garantizo, pero ya había estado en esas condiciones con anterioridad y pudo salir de ellas obteniendo el remedio que buscaba por otros medios. Después de que tú le negaste esa ayuda, Elizabeth habría recurrido a otro para que lo hiciera, como antes, aunque eso le hubiera supuesto tener que volver a Londres.
Bess la miró de reojo.
– ¿Ella ya había abortado?
– Sí. -Sophy se llevó la mano al vientre, en un gesto inconsciente de protección-. Estaba embarazada cuando volvió de su luna de miel con el conde. Encontró a alguien en Londres que le provocó una hemorragia hasta que perdió el bebé.
– Apuesto que no era de Ravenwood el bebé del que quería deshacerse la noche que se ahogó en la laguna -dijo Bess, frunciendo el entrecejo.
– No, era de uno de sus amantes. -Pero Elizabeth no lo había mencionado, recordó Sophy. Tembló casi imperceptiblemente mientras terminaba de atar los últimos paquetitos-. Se hace tarde, Bess, y si no me equivoco, también está algo fresco. Creo que lo mejor será que vuelva a Abbey.
– ¿Tienes todas las hierbas y flores que necesitarás por un tiempo?
Sophy se guardó los paquetitos en los bolsillos de su traje de montar.
– Sí, creo que sí. La próxima primavera, me parece que haré mi propio jardín de hierbas en la Abadía. Tú tendrás que aconsejarme entonces, Bess.
Bess no se movió de su banco, pero sus ojos ancianos se mostraron complacientes.
– Ah, claro que te ayudaré si aún estoy en este mundo. Pero si no, tienes conocimientos más que suficientes para hacerlo sola. Claro que algo me dice que la primavera entrante estarás suficientemente ocupada con otras cosas, además del jardín de hierbas.
– Debí imaginarme que te darías cuenta.
– ¿De que estás embarazada? Es obvio para los que tienen ojos para ver. Ravenwood te envió de regreso al campo por la salud del bebé, ¿no?
– En parte. -Sophy sonrió-. Pero principalmente, me envió al campo porque últimamente he sido un estorbo para él.
Bess frunció el entrecejo, ansiosa.
– ¿Qué es esto? Has sido una buena esposa para él, ¿no es cierto, niña?
– Seguro. Soy la mejor de las esposas: Ravenwood es extremadamente afortunado por tenerme, pero creo que a veces él no se da cuenta de la magnitud de su suerte. -Sophy recogió las riendas de su caballo.
– Bah, estás bromeando otra vez. Y vete ya, antes de que el frío del atardecer te haga daño. Come bien. Necesitarás todas tus fuerzas.
– No te preocupes, Bess -dijo Sophy, mientras se subía a la silla-. Tengo un apetito voraz y de lo menos femenino últimamente.
Acomodó los pliegues de su falda de tal manera que no se le cayesen los paquetitos de los bolsillos e hizo una señal a su yegua para que echara a andar.
A sus espaldas había quedado Bess sentada en su banco, observando la partida hasta que el animal y su jinete desaparecieron entre los árboles.
La yegua necesitaba pocas directivas para hallar el atajo que las conduciría a la casa principal. Dejó que el animal escogiera el camino mientras, con la mente, volvía a la lectura de la noche anterior.
Aquella historia de su predecesora, embarcándose inequívocamente hacia la locura, no había sido nada edificante, pero por ello no había podido evitar leerla.
Sophy levantó la vista y vio la laguna fatal, que apareció entre los árboles. Impulsivamente, hizo que la yegua se detuviera. El animal resopló y buscó algo para comer, mientras Sophy observaba el escenario.
Tal como le había dicho a Bess, Sophy no creía que Elizabeth se hubiera suicidado. En especial, teniendo en cuenta el interesante dato de su diario, que explícitamente alegaba que la primera condesa de Ravenwood sí sabía nadar. Por supuesto que si una mujer caía al agua, con un pesado traje de montar o un atuendo de esas características, bien podía ahogarse, por habilidosa que fuera en el agua. El peso de la ropa empapada sería difícil de controlar, pues llevaría a la víctima al fondo de la laguna.
– ¿Qué estoy haciendo lucubrando sobre la muerte de Elizabeth? -preguntó Sophy a la yegua-. Como si estuviera aburrida o no tuviese nada que hacer en Abbey. Todo esto es una estupidez, como me diría Julián si estuviera aquí.
El caballo la ignoró y comió un puñado de pasto alto. Sophy se quedó dudando un rato más y luego se bajó de la montura. Con las riendas en la mano, fue hacia la orilla de la laguna.
Allí había un misterio e, instintivamente, Sophy supo que estaba relacionado con el de la muerte de su hermana.
A sus espaldas, la yegua relinchó, dando la bienvenida a otro caballo. Sorprendida de que otra persona fuera a cabalgar en esas tierras en particular, de Ravenwood, comenzó a volverse.
Pero no lo hizo con la rapidez suficiente. El jinete del otro caballo ya había desmontado y estaba demasiado cerca. Sophy tuvo un pantallazo fugaz de un hombre con una máscara negra, que llevaba una enorme capa del mismo color. Quiso gritar, pero de inmediato se vio envuelta en la enorme capa y rodeada de oscuridad.
Perdió las riendas del caballo que llevaba en la mano. Escuchó que el animal relinchaba y golpeaba el suelo con las patas, frenéticamente. El captor de Sophy no dejaba de maldecir mientras las pisadas del caballo desaparecían a la distancia.
Sophy luchó desesperadamente dentro de aquel negro confín, pero momentos después, unas fuertes cuerdas pasaron alrededor de su cintura y de las piernas. Tenía los brazos y los tobillos atados.
Ya no sintió el rigor del viento cuando la sentaron en una montura.
– ¿Me matarías ahora por lo que pasó hace casi cinco años, Ravenwood? -preguntó lord Utteridge con un suspiro de resignación-. La verdad es que no pensé que fueras tan lento para reaccionar.
Julián lo miró. Estaban en una glorieta ubicada fuera del esplendoroso salón de baile de lady Salisbury.
– No te hagas el tonto, Utteridge. No tengo interés en lo que pasó hace cinco años y lo sabes. Es el presente lo que importa y no te confundas, importa mucho.
– Por el amor de Dios, hombre. Sólo he bailado con tu actual condesa. Y una sola vez. Los dos sabemos que no puedes retarme a duelo por una nimiedad de ésas. Se armaría un escándalo donde no tiene por qué existir ninguno.
– Comprendo tu ansiedad ante una conversación con el más tranquilo de los esposos, ante cualquier esposo. Tu reputación es tal que debes de sentirte incómodo ante la presencia de hombres casados. -Julián sonrió-. Será interesante ver cómo cambiarás de opinión respecto de poner los cuernos cuando tú también te cases. Pero sucede que, precisamente en este momento, lo que busco de tí son respuestas, Utteridge, no una cita al amanecer.