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Dos o tres días después de la reunión del caem, Sawyer amp; Miller tuvo los resultados de una nueva encuesta nacional, la más importante hecha hasta entonces por el número de personas y lugares incluidos en la muestra. Yo tenía la primera mayoría, con un 41 o 42 por ciento de las intenciones de voto. Alva Castro había conseguido remontar hasta un 20 por ciento, en tanto que Barrantes seguía estancado en el 15 por ciento y Henry Pease en el 8 por ciento. Los resultados no me parecieron tan malos, pues esperaba un desplome por culpa de la propaganda por el voto preferencial. Pero no acepté la propuesta de Mark Mallow Brown de cancelar las giras por el interior y concentrarme en una campaña a través de los medios y en recorridos por los barrios marginales de Lima. En la capital eran conocidos mi persona y mi programa, en tanto que en muchos lugares del interior aún no.

Esa misma semana, cuando, en las pequeñas pausas que tenía en los aviones o camionetas entre mítines, garabateaba el discurso que pronunciaría en un encuentro con intelectuales liberales de diversos países que el Movimiento Libertad había organizado entre el 7 y el 9 de marzo, me llegó la noticia del asesinato de nuestro dirigente ayacuchano Julián Huamaní Yauli. Viajé de inmediato para asistir a su entierro y llegué cuando velaban sus restos, en una pequeña capilla ardiente levantada en el segundo piso de una antigua y oscura vivienda, el Colegio de Contadores. Fue una sensación extraña la de estar allí, contemplando la cabeza destrozada por los balazos senderistas de ese humilde ayacuchano, que, en cada uno de mis viajes a su tierra, me había acompañado en los recorridos, ceremonioso y discreto, como suelen serlo sus paisanos. Su asesinato era un buen ejemplo de la irracionalidad y crueldad estúpida de la estrategia terrorista, que no quería castigar en ese modestísimo y hasta entonces apolítico Julián Huamaní, violencia, explotación o abuso alguno, sino, simplemente, asustar con el crimen a quienes creían que las elecciones podían cambiar las cosas en el Perú. Era el primer dirigente del Movimiento Libertad que caía. ¿Cuántos otros lo seguirían? Me lo preguntaba mientras llevábamos sus restos a la iglesia, por las calles de Ayacucho, sintiendo por primera vez ese sentimiento de culpa que, sobre todo durante la segunda vuelta, me embargaría cada vez que me anunciaban que las vidas de militantes o candidatos nuestros habían sido segadas por los terroristas.

Muy poco después del asesinato de Julián Huamaní Yauli, el 23 de marzo, otro candidato del Frente a una diputación, el populista José Gálvez Fernández, fue asesinado al salir del colegio que dirigía, en Comas, uno de los distritos populares de Lima. Sencillo y simpático, era uno de los dirigentes locales de Acción Popular que había trabajado más por la buena colaboración entre las fuerzas del Frente. Cuando fui, aquella noche, al local de Acción Popular, donde lo velaban, encontré a Belaunde y a Violeta muy afectados por el asesinato de su correligionario.

Pero entre sangrientos sucesos como éstos, hubo también, en los últimos días de la campaña, un contraste estimulante: el certamen «La revolución de la libertad». Desde muchos meses atrás habíamos planeado reunir en Lima a intelectuales de distintos países, cuyas ideas hubieran contribuido a los extraordinarios cambios políticos y culturales en el mundo, para mostrar que lo que queríamos hacer en el Perú era parte de un proceso de revalorización de la democracia, al que se sumaban cada vez más pueblos en el mundo. Y para que nuestros compatriotas supieran que el pensamiento más moderno era liberal.

El encuentro duró tres días, en El Pueblo, en las afueras de Lima, donde tuvieron lugar las conferencias, mesas redondas, debates, y, en las noches, serenatas y fiestas a las que la presencia masiva de jóvenes del Movimiento, dio mucho color. Teníamos la ilusión de que Lech Walesa asistiera. A Miguel Vega, que fue a verlo a Gdansk, el líder de Solidaridad le prometió que haría lo posible, pero a última hora los problemas internos de su país lo retuvieron, y nos envió un mensaje, con dos dirigentes del sindicato polaco, Stefan Jurczak y Jacek Chwedoruk, cuya presencia, en el estrado, la noche que lo leyeron, provocó una explosión de entusiasmo. (Recuerdo a Álvaro, más exaltado que de costumbre, coreando el nombre de Walesa a todo pulmón, con las manos en alto.)

Los encuentros culturales suelen ser aburridos, pero éste no lo fue, en todo caso para mí, y tampoco, creo, para los jóvenes que trajimos de todo el país a fin de que oyeran hablar de la ofensiva liberal que recorría el mundo. Muchos escuchaban por primera vez las cosas que allí se dijeron. Tal vez por la total inmersión en el lenguaje estereotipado de la lucha electorera, aquellos tres días me pareció degustar un exquisito fruto prohibido oyendo palabras sin trastienda política inmediata ni servidumbre a la actualidad, empleadas de modo personal, para explicar los grandes cambios en marcha o los que podían sobrevenir en los países que se reformaran a sí mismos jugando a fondo la libertad política y la económica -fue el tema de Javier Tusell-, o, simplemente, describiendo en abstracto, como lo hizo Israel Kirzner, la naturaleza del mercado. Recuerdo las espléndidas exposiciones de Jean-Francois Revel y de sir Alan Walters, como los momentos más altos del encuentro, y la explicación que hizo José Pinera de las reformas económicas que trajeron a Chile desarrollo y democratización. Fue muy estimulante, sobre todo, gracias a las intervenciones del colombiano Plinio Apuleyo Mendoza, los mexicanos Enrique Krauze y Gabriel Zaid, el guatemalteco Armando de la Torre y otros comprobar que en todo el continente había intelectuales afines a nuestras ideas, que veían nuestra campaña con la esperanza de que, si se lograba en el Perú, la revolución liberal contagiara a sus países.

Entre los asistentes figuraban dos luchadores cubanos de primera línea: Carlos Franqui y Carlos Alberto Montaner. Ambos llevaban muchos años, desde que sintieron que la revolución por la que lucharon había sido traicionada, combatiendo contra la dictadura castrista en nombre de inequívocas convicciones democráticas. Me pareció que, al cerrar el encuentro, debía hacer pública mi solidaridad con su causa, decir que la libertad de Cuba era también bandera nuestra, y que, si ganábamos, los cubanos libres tendrían en el Perú a un aliado en su lucha contra uno de los últimos vestigios del totalitarismo en el mundo. Así lo hice, antes de leer mi discurso, [54] provocando las previsibles iras del dictador cubano quien, dos o tres días después, respondió desde La Habana con sus vituperios habituales.

Octavio Paz, quien no pudo venir, envió un vídeo, con un mensaje grabado, explicando por qué ahora apoyaba esa candidatura de la que dos años atrás había tratado de disuadirme en Londres, y Miguel Vega Alvear se vio en apuros para conseguir los aparatos de televisión suficientes a fin de que todos los asistentes escucharan el mensaje. Pero lo logró y de este modo Octavio Paz estuvo aquellos días con su imagen y voz entre nosotros. Su aliento era para mí muy oportuno, pues la verdad es que de tanto en tanto me martillaban en el oído las razones que me había dado, dos años atrás, en una conversación en su hotel londinense de Sloane Street, mientras tomábamos el ortodoxo té con scones, para que no entrase en la política activa: incompatibilidad con el trabajo intelectual, pérdida de la independencia, manipulaciones de los políticos profesionales y, a la larga, frustración y el sentimiento de años de vida malgastados. En su mensaje, Octavio, con esa sutileza para desplegar un razonamiento que es, junto a la elegancia de su prosa, su mejor atributo intelectual, se desdecía de aquellas razones y les anteponía otras, más actuales, justificando mi empeño y vinculándolo a la gran movilización liberal y democrática en el Este europeo. En ese momento, fue tonificante para mí escuchar, en boca de alguien a quien yo admiraba desde joven, las razones que me daba hacía tiempo a mí mismo. No mucho después, sin embargo, tendría ocasión de comprobar cuan acertada había sido su primera reacción y cómo la realidad peruana se apresuraba a contradecir esta segunda.

Pero, todavía más que por razones intelectuales, esos tres días del certamen fueron una verdadera vacación, pues pude alternar con amigos a los que no veía hacía tiempo y conocer a personas estupendas que vinieron al encuentro trayendo ideas y testimonios refrescantes para ese país de cultura embotellada y marginal en que la pobreza y la violencia habían convertido al Perú. Salvo la fuerte seguridad de que estuvo rodeado el local, los participantes extranjeros no tuvieron indicios de la violencia en que se vivía en el país y pudieron, incluso, divertirse con un espectáculo de música y bailes peruanos, al que dos espontáneos, Ana y Pedro Schwartz, añadieron unas sevillanas. (Lo consigno para la historia, pues vez que lo he contado, nadie me ha creído que el destacado economista español fuera capaz de tal proeza.)

Estos tres días de relativo descanso me dieron, además, energías para el último mes, que fue de vértigo. Reanudé la campaña el domingo 11 de marzo, con mítines en Huaral, Huacho, Barranca, Huarmey y Casma, y desde entonces, hasta la manifestación del cierre de campaña, el 5 de abril, en Arequipa, recorrí una media docena de ciudades y pueblos cada día, hablando, presidiendo caravanas y dando conferencias de prensa en todas ellas y volando casi todas las noches a Lima para reunirme con el comando del Frente, el equipo de Plan de Gobierno, el pequeño grupo de asesores del kitchen cabinet, y al que asistía también Patricia, coordinadora de mi agenda.

Como las manifestaciones eran casi siempre multitudinarias y, en las últimas semanas, las rivalidades internas parecían haberse esfumado y el Frente daba una imagen de cohesión y solidez, la victoria me parecía segura. Las encuestas lo decían así, aunque todas descartaban ya el triunfo en primera vuelta. Habría un desempate y yo prefería competir en la segunda vuelta con el candidato aprista, pues imaginaba que el antiaprismo de algunas fuerzas de la izquierda me permitiría captar votos de ese lado. Pero, en mi fuero interno, no perdía las esperanzas de que, en el último momento, el pueblo peruano accediera a darme desde el mismo 8 de abril el mandato que le pedía.

El 28 de marzo, día de mi cumpleaños, el recibimiento en Iquitos fue apoteósico. Desde el aeropuerto hasta la ciudad una enorme masa me escoltó, y yo y Patricia, que me acompañaba en la camioneta descubierta, veíamos, impresionados, que de todas las casas salían nuevos grupos de entusiastas a añadirse a la densa caravana que no cesó un momento de corear los lemas del Frente y cantar y bailar con una alegría y un fervor indescriptibles (todo en la Amazonía se convierte en fiesta). En la tribuna me esperaba una tarta gigantesca, con cincuenta y cuatro velitas, y aunque hubo apagones y los micrófonos funcionaron mal, la magnitud del mitin fue tal que Patricia y yo quedamos galvanizados.

[54] El país que vendrá. Discurso de clausura del certamen «La revolución de la libertad», pronunciado el 9 de marzo de 1990. Lima, Perú, 1990.


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