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Al atardecer del 19 de enero de 1989 un vecino del barrio Los Jazmines, contiguo al aeropuerto de Pucallpa, vio a dos desconocidos salir de unos matorrales y correr, cargando algo, hacia la pista de aterrizaje, en el lugar donde los aviones se detienen y giran para dirigirse al estacionamiento. Acababa de aterrizar uno de los dos vuelos de itinerario procedentes de Lima. Los desconocidos, advirtiendo que el recién llegado era AeroPerú, regresaron al matorral. El vecino corrió a alertar a la gente de esa barriada, que había formado una ronda. Un grupo de ronderos armados de palos y machetes fue a averiguar qué hacían los desconocidos junto a la pista. Los rodearon, interrogaron y cuando pretendieron llevárselos a la comisaría, aquéllos sacaron revólveres y les dispararon a quemarropa. A Sergio Pasavi le perforaron seis veces el intestino; a José Vásquez Dávila le destrozaron el fémur, al peluquero Humberto Jacobo le fracturaron una clavícula y a Víctor Ravello Cruz lo hirieron en la región lumbar. En el desorden, los desconocidos huyeron. Pero dejaron en el lugar una bomba de dos kilos, de las llamadas «queso ruso», que contenía dinamita, aluminio, clavos, perdigones, trozos de metal y una mecha corta. Iban a arrojarla al avión de Faucett, que sale de Lima al mismo tiempo que el de AeroPerú, pero que ese día se atrasó dos horas. En ese avión venía yo, para instalar el comité de Libertad de Pucallpa, recorrer la zona del Ucayali y presidir un acto político en el teatro Rex.

Los ronderos llevaron a sus heridos al hospital regional y denunciaron el hecho al subjefe de policía, un mayor de la Guardia Civil (el jefe había partido a Lima), al que entregaron la bomba. Apenas supe el episodio, corrí al hospital a visitar a los heridos. ¡Horrible espectáculo! Enfermos amontonados unos sobre otros, compartiendo las camas, en habitaciones consteladas de moscas, y enfermeras y médicos haciendo milagros para atender, operar, curar, sin medicinas, sin equipos, sin las más elementales condiciones higiénicas. Luego de hacer gestiones para que los dos ronderos más graves fueran trasladados a Lima por Acción Solidaria, me dirigí a la policía. Uno de los atacantes, Hidalgo Soria, de diecisiete años, había sido capturado y, según el confuso oficial de la Guardia Civil que me atendió, había confesado ser del mrta y reconocido que el objetivo de la bomba era mi avión. Pero como tantos otros, el sospechoso nunca llegó a los tribunales. Las autoridades de Pucallpa, cada vez que la prensa trató de averiguar qué había sido de él, respondieron con evasivas y un día hicieron saber que el juez lo había puesto en libertad por ser menor de edad.

Para las Navidades de 1989, Acción Solidaria organizó en el estadio de Alianza Lima, el 23 de diciembre, un espectáculo con artistas de cine, radio y televisión, al que asistieron treinta y cinco mil personas. A poco de iniciarse el espectáculo, me avisaron por radio que habían encontrado una bomba en mi casa y que el servicio de desactivación de explosivos de la Guardia Civil había obligado a mi madre, a mis suegros, a las secretarias y empleados a marcharse. La coincidencia de esta bomba con el acto del estadio nos pareció sospechosa, destinada sin duda a empañar el acto, sacándonos de allí, de modo que con Patricia y mis hijos nos quedamos en la tribuna hasta que la fiesta navideña terminó. [19] La sospecha de que no era un verdadero atentado sino una operación psicológica la confirmé esa noche, al regresar a Barranco, cuando los desactivadores de explosivos de la Guardia Civil me aseguraron que la bomba -descubierta por el guardián de una escuela de turismo contigua a mi casa- no estaba rellena de dinamita sino de arena.

El domingo 26 de noviembre de 1989, un oficial de la Marina, vestido de civil, entró a mi casa con grandes precauciones. La cita había sido concertada por Jorge Salmón, de viva voz, pues mis teléfonos estaban intervenidos. El marino llegó en un automóvil con los vidrios polarizados, directamente al garaje. Venía a decirme que el Servicio de Inteligencia Naval, al que pertenecía, tenía conocimiento de una reunión secreta celebrada en el museo de la Nación, del presidente Alan García, su ministro del Interior, Agustín Mantilla, a quien se señalaba como el organizador de las bandas contraterroristas, el diputado Carlos Roca, el jefe de los cuerpos de seguridad del apra, Alberto Kitazono, y un alto dirigente del mrta. Y que en esa reunión se había decidido mi eliminación física, junto con la de un grupo en el que figuraban mi hijo Álvaro, Enrique Ghersi y Francisco Belaunde Terry. Los asesinatos se llevarían a cabo de modo que parecieran obra de Sendero Luminoso.

El oficial me hizo leer el informe que el Servicio de Inteligencia había elevado al comandante general de la Marina. Le pregunté qué grado de seriedad prestaba su institución a este informe. Se encogió de hombros y dijo que, si el río sonaba, piedras traía. La noticia de la rocambolesca conspiración llegó poco después, por intermedio de Álvaro, a un joven periodista de la televisión, Jaime Bayly, quien se atrevió a hacerla pública, causando gran alboroto. La Marina desmintió la existencia del informe.

Ésta fue una de las muchas denuncias sobre atentados contra mí que recibí. Algunas eran tan disparatadas que daban risa. Otras eran obvias fabulaciones de los informantes que se valían de estos pretextos para llegar hasta mí. Otras parecían, como las llamadas anónimas, operaciones psicológicas destinadas a restarnos bríos. Y había las denuncias solidarias, de buenas gentes, que no sabían nada concreto pero sospechaban que podían matarme, y como no querían que ocurriera, venían a hablarme de vagas emboscadas y misteriosos atentados, porque ésa era su manera de urgirme a que me cuidara. En la última etapa esto alcanzó tales proporciones que fue preciso cortarlo de raíz y pedí a Patricia y Lucía, que preparaban mi agenda, que no dieran más citas a quienes las solicitaran para «un asunto grave y secreto concerniente a la seguridad del doctor».

Me han preguntado si tuve miedo durante la campaña. Aprensión, muchas veces, pero más a los proyectiles contundentes, los que se ven venir, que a las balas o a las bombas. Como aquella tensa noche del 13 de marzo de 1990, en Casma, cuando, al subir a la tribuna, un grupo de contramanifestantes nos bombardeó desde las sombras con piedras y con huevos, uno de los cuales le reventó a Patricia en la frente. O aquella mañana de mayo de 1990, en el barrio limeño de Tacora, en que la buena cabeza (en los dos sentidos de la palabra) de mi amigo Enrique Ghersi detuvo la pedrada que me iba dirigida (a mí sólo me bañaron en pintura roja maloliente). Pero el terrorismo no me quitó el sueño en esos tres años ni me impidió hacer y decir lo que quería.

[19] El apra es especialista en ese género de operaciones: la víspera del lanzamiento de mi candidatura, el 3 de junio de 1989, voces anónimas avisaron que había una bomba en el avión que me llevaba a Arequipa. Luego del desalojo de emergencia, lejos del local del aeropuerto donde me esperaba la gente, se registró la nave y no se encontró nada.


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