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A las cinco de la tarde fui al Movimiento Libertad, a cuyas puertas se había concentrado una gran masa de entristecidos partidarios, ante quienes reconocí la derrota, felicité al ganador y agradecí a los activistas. Había gente que lloraba a lágrima viva y, mientras nos estrechábamos la mano o nos abrazábamos, algunas amigas y amigos de Libertad hacían esfuerzos sobrehumanos para contener las lágrimas. Cuando abracé a Miguel Cruchaga, vi que estaba tan conmovido que apenas podía hablar. De allí fui al hotel Crillón, acompañado por Álvaro, a saludar a mi adversario. Me sorprendió lo reducida que era la manifestación de sus partidarios, una rala masa de gentes más bien apáticas, que sólo se animaron al reconocerme y gritar, algunos de ellos: «¡Fuera, gringo!» Deseé suerte a Fujimori y volví a mi casa, donde, por muchas horas, hubo un desfile de amigos y dirigentes de todas las fuerzas políticas del Frente. En la calle, una manifestación de gente joven permaneció hasta la medianoche coreando estribillos. Retornaron a la tarde siguiente y a la subsiguiente y siguieron allí hasta avanzada la noche, incluso cuando ya habíamos apagado las luces de la casa.

Pero sólo un grupito de amigos del Movimiento Libertad y de Acción Solidaria se averiguaron la hora de nuestra partida y aparecieron al pie del avión en que Patricia y yo nos embarcamos a Europa, la mañana del 13 de junio de 1990. Cuando el aparato emprendió vuelo y las infalibles nubes de Lima borraron de nuestra vista la ciudad y nos quedamos rodeados sólo de cielo azul, pensé que esta partida se parecía a la de 1958, que había marcado de manera tan nítida el fin de una etapa de mi vida y el inicio de otra, en la que la literatura pasó a ocupar el lugar central.

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