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Le hacía ilusión conocer a mademoiselle Antoinette Quarré, costurera y poeta dijonesa a la que Lamartine había llamado en un poema «ejemplo para las mujeres» por su talento artístico, su capacidad de superación y espíritu justiciero. Pero, a poco de conversar con ella en la redacción del Journal de la Cate d'Or, se dio cuenta de que se trataba de una vanidosa y una estúpida. Jorobada en la espalda y en el pecho, era, además, enormemente gorda y casi una enana. Nacida en una familia muy humilde, sus triunfos literarios la hacían sentirse ahora burguesa.

– No creo que pueda ayudarla, señora -le dijo, de mal modo, luego de escuchada con impaciencia, agitando una manita de niña-. Por lo que me acaba de decir, su prédica va dirigida a los obreros. Yo no frecuento a la gente del pueblo.

«Claro que no, los espantarías», pensó Madame la-Colere. Se despidió de ella secamente, sin entregarle el ejemplar de La Unión Obrera que le llevaba de regalo.

Los sansimonianos estaban bien implantados en Dijon. Tenían su propio recinto. Prevenidos por Prosper Enfantin, la tarde de su llegada la recibieron en una sesión solemne. Desde la puerta del local, vecino al museo, Flora los vio, olió y catalogó en pocos segundos. Ahí estaban esos típicos burgueses socialistas, soñadores imprácticos, esos sansimonianos amables y ceremoniosos, adoradores de la élite y convencidos de que controlando el Presupuesto revolucionarían la sociedad. Idénticos a los de París, Burdeos y cualquier otra parte. Profesionales o funcionarios, propietarios o rentistas, bien educados y bien vestidos, creyentes en la ciencia y el progreso, críticos de los burgueses pero burgueses ellos mismos, y recelosos de los obreros.

Aquí también, como en las sesiones de París, habían puesto en el proscenio una silla vacía, símbolo de su espera en la llegada de la Madre, la mujer-mesías, la hembra superior que, uniéndose en santa cópula con el Padre (el Padre Prosper Enfantin, ya que el fundador, el Padre Claude-Henri de Rouvroy, conde de Saint-Simon, estaba muerto desde 1825), formarían la Pareja Suprema, conductora de la transformación de la humanidad que emanciparía a la mujer y a los obreros de su actual servidumbre e inauguraría la era de la justicia. ¿Qué esperabas, Florita, para darles una sorpresa yendo a sentarte en esa silla vacía y anunciarles, con el dramatismo de la actriz Rachel, que la espera había terminado, que tenían ante sus ojos a la mujer-mesías? Había sentido la tentación de hacerlo, en París. Pero la retuvieron las discrepancias crecientes que tenía con ellos por la idolatría sansimoniana a la minoría selecta, a la que querían entregar el poder. Además, si la aceptaban como Madre, debería aparearse con el Padre Enfantin. No estabas dispuesta a hacerlo aunque ése fuera el precio para romper las cadenas de la humanidad, pese a que Prosper Enfantin tenía fama de apuesto y tantas mujeres suspiraban por él.

Copular, no hacer el amor sino copular, como los cerdos o los caballos: eso hacían los hombres con las mujeres. Abalanzarse sobre ellas, abrirles las piernas, meterles sus chorreantes vergas, embarazarlas y dejarlas para siempre con la matriz averiada, como André Chazal a ti. Porque esos dolores allí abajo tú los tenías desde tu malhadado matrimonio. «Hacer el amor», esa ceremonia delicada, dulce, en la que intervenían el corazón y los sentimientos, la sensibilidad y los instintos, en la que los dos amantes gozaban por igual, era una invención de poetas y novelistas, una fantasía que no legitimaba la pedestre realidad. No entre las mujeres y los hombres en todo caso. Tú, por lo menos, no habías hecho el amor ni una sola vez en esos espantosos cuatro años con tu marido, en aquel pisito de la rue des Fossés-Saint-Germain-des-Prés. Tú habías copulado, o, mejor dicho, habías sido copulada, cada noche, por esa bestia lasciva, hedionda a alcohol, que te asfixiaba con su peso y manoseaba y besuqueaba hasta desplomarse a tu lado como un animal ahíto. Cuánto habías llorado, Florita, de asco y vergüenza, después de esas violaciones nocturnas a que te sometía ese tirano de tu libertad. Sin preocuparse jamás de averiguar si querías hacer el amor, sin la menor curiosidad por saber si gozabas con sus caricias -¿había que llamar así esos jadeos repugnantes, esos lengüetazos y mordiscos?-, o si te causaban dolor, tristeza, abatimiento, repugnancia. Si no hubiera sido por la tierna Olympia, qué pobre idea tendrías del amor físico, Andaluza.

Pero todavía peor que ser copulada, fue quedar embarazada a consecuencia de esos atropellos nocturnos. Peor. Sentir que te hinchabas, deformabas, que tu cuerpo y tu espíritu se trastornaban, sed, mareos, pesadez, el menor movimiento te costaba un esfuerzo doble o triple del normal. ¿Eso, las bendiciones de la maternidad? ¿Eso lo que ansiaban las mujeres, con lo que cumplían su vocación íntima? ¿Hincharse, parir, esclavizarse a las crías como si no bastara ser esclavas del marido?

El piso de la rue des Fossés-Saint-Germain-des-Prés era pequeño, aunque más limpio y aireado que el de la me du Fouarre. Pero Flora lo odió aún más que a éste, sintiéndose una prisionera, un ser despojado de lo que desde entonces aprendería a valorar más que nada en el mundo: la libertad. Los cuatro años de esclavitud matrimonial te abrieron los ojos sobre lo cierto y lo falso en la relación entre hombres y mujeres, sobre lo que querías y no querías en la vida. Eso que eras, un vientre para dar placer e hijos al señor André Chazal, desde luego, no lo querías.

Empezó a inventar pretextos para rehuir los brazos de su marido, luego del nacimiento de su primer hijo, Alexandre, en 1822: anginas, fiebres, jaquecas, vómitos, malestares, sueño anestésico. Y, cuando aquello no bastaba, rebelándose a cumplir con sus deberes conyugales, aunque a su amo y señor le dieran rabietas y la insultara. La primera vez que intentó alzarte la mano, saltaste de la cama empuñando la tijera de la cómoda:

– Si me tocas, te mataré. Ahora, mañana, pasado mañana. Esperaré que estés dormido, distraído. Y te mataré. Ni tú ni nadie me pondrá una mano encima. ¡Jamás!

La vio tan resuelta, tan fuera de sí, que André Chazal se asustó. Bueno, Florita, resulta que no lo mataste. Más bien, el pobre idiota por poco te mata a ti. Y después de seguirte copulando y embarazándote, y haciéndote parir un segundo hijo (Ernest-Camille, en junio de 1824), te embarazó todavía una tercera vez. Pero cuando nació Aline ya habías roto tus cadenas.

Los sansimonianos de Dijon la escucharon con atención. Después, le hicieron preguntas, y uno de ellos insinuó que su idea de los Palacios Obreros debía mucho al modelo de sociedad concebido por los discípulos de Saint-Simon. No le faltaba razón, Florita. Habías sido una discípula aprovechada de sus enseñanzas y, en una época, la locura del agua de Saint-Simon -quien creía que, como los ríos y las cascadas, los flujos humanos, el saber, el dinero, la consideración y el poder debían circular libremente para producir el progreso- te había fascinado, así como su personalidad. Y los grandes gestos que engalanaban su biografía; por ejemplo, renunciar a ser conde, porque, dijo, «lo considero un título muy inferior al de ciudadano». Pero los sansimonianos se habían quedado a medio camino, pues, aunque defendían a la mujer, no hacían justicia al obrero. Eran unas personas bien educadas y simpáticas, eso sí. Todos los asistentes le prometieron inscribirse en la Unión Obrera y leer su libro, aunque, era evidente, no los habías convencido. La idea de que sólo la unión de todos los trabajadores lograría la emancipación femenina y la justicia, los dejaba escépticos. Ellos no creían en una reforma hecha desde abajo, de brazo con la chusma. A los obreros los veían desde muy arriba, con desconfianza instintiva de propietarios, funcionarios y rentistas. Eran tan ingenuos que creían que un puñado de banqueros y de industriales, elaborando un Presupuesto con sabiduría científica, pondrían remedio a todos los males de la sociedad. Pero, en fin, en su doctrina al menos figuraba en lugar principalísimo la liberación de la mujer de todas las servidumbres y el restablecimiento del divorcio. Aunque fuera sólo por eso, les estabas agradecida.

Más interesante que el encuentro con los sansimonianos, fueron las sesiones con carpinteros, zapateros y tejedores de Dijon. Se reunió con ellos por separado, pues las asociaciones mutualistas del Compagnonnage eran muy celosas de su autonomía, reticentes a mezclarse con trabajadores de otra especialidad, prejuicio que Flora intentó quitarles de la cabeza sin mucho éxito. La mejor reunión fue la de los tejedores, una docena de hombres apiñados en un taller de las afueras, con quienes pasó varias horas, desde la caída de la tarde hasta la plena noche. Desvalidos, vestidos con simples blusas de jerga, zapatones gastados y algunos descalzos, la escucharon con interés, asintiendo a menudo, inmóviles. Flora vio que esas caras cansadas se ilusionaban oyéndola decir que, una vez formada en toda Francia, y más tarde en toda Europa, la Unión Obrera tendría tanta fuerza que gobiernos y parlamentos convertirían en ley el derecho al trabajo. Una ley que los defendería contra el desempleo, para siempre.

– Pero, en este derecho usted quiere incluir también a las mujeres -le reprochó uno de ellos, cuando abrió el turno de las preguntas.

– ¿No comen las mujeres? ¿No se visten? ¿No necesitan también trabajar para vivir? -silabeó Flora, como recitando un poema.

No era fácil convencerlos. Temían que, si se extendía el derecho al trabajo a las mujeres, cundiría la desocupación, pues jamás habría empleo para tanta gente. Tampoco pudo persuadirlos de que se debía prohibir el trabajo en fábricas y talleres a niños menores de diez años, para que éstos pudieran ir a las escuelas a aprender a leer y escribir. Se asustaban, se encolerizaban, decían que con el pretexto de educar a los niños se reduciría el exiguo ingreso de las familias. Flora entendía sus miedos y dominaba su impaciencia. Trabajaban quince o más horas sobre veinticuatro, siete días por semana, y se los veía desnutridos, macilentos, enfermizos, envejecidos por esa vida animal. ¿Qué más podías pedirles, Florita? Salió del taller con la certeza de que este diálogo sería fructífero. Y, a pesar de la fatiga, a la mañana siguiente cumplió con su deber de hacer turismo.

La famosa Virgen Negra de Dijon, Nuestra Señora de la Buena Esperanza, le pareció un sapo feo, una escultura indigna de ocupar ese lugar de privilegio en el altar mayor de la catedral. Así se lo dijo a dos muchachas de la cofradía de la Virgen que adornaban al fetiche con túnicas y velos de seda, gasas y organdí, brazaletes y diademas.

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