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Su carta era portadora de malas noticias. El dueño de su departamento de 100, rue du Bac, la había echado por no pagar el alquiler varios meses seguidos. Sacó su cama y todos sus enseres a la calle. Cuando Jules Laure fue alertado y corrió a rescatados para llevados a un depósito, habían pasado varias horas. Temía que muchas de sus pertenencias hubieran sido robadas por gente del vecindario. Flora quedó un momento idiotizada. Su corazón se aceleraba, espoleado por la indignación. Con los ojos cerrados, imaginó la innoble operación, los cargadores contratados por ese cerdo con gabardina que olía a ajos, sacando muebles, cajas, ropas, papeles, haciéndolos rodar por la escalera, amontonándolos sobre los adoquines de la calle. Sólo buen rato después pudo llorar y desahogarse, insultando en voz alta a esos «miserables canallas», a esos «asquerosos rentistas», a esas «inmundas arpías». «Quemaremos vivos a todos los propietarios», rugía, imaginando en las esquinas de París las piras humeantes donde esas excrecencias se achicharraban. Hasta que, de tanto urdir maldades, se echó a reír. Una vez. más, esas fantasías malévolas la aplacaron: era un juego que practicaba desde su infancia en la rue du Fouarre y que siempre surtía efecto.

Pero, inmediatamente después, olvidando que se había quedado sin hogar y perdido sin duda buena parte de sus magros bienes, se puso a reflexionar sobre la manera de dar a los revolucionarios una mínima seguridad en lo que respecta a la vivienda y el sustento, mientras salían a ganar adeptos y predicar la reforma social. Le dio la medianoche trabajando, en su cuartito del hotel, a la luz de un candil chisporroteante, sobre un proyecto de «refugios» para revolucionarios que, a la manera de los conventos y casas de los jesuitas, los esperarían siempre, con una cama y un plato de sopa caliente, cuando salieran por el mundo a predicar la revolución.

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