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Sí: éste era un verdadero cuadro de salvaje. Lo contempló con satisfacción cuando le pareció terminado. En él, como en la mente de los salvajes, lo real y lo fantástico formaban una sola realidad. Sombría, algo tétrica, impregnada de religiosidad y de deseo, de vida y de muerte. La mitad inferior era objetiva, realista; la superior, subjetiva e irreal, pero no menos auténtica que la primera. La niña desnuda sería obscena sin el miedo de sus ojos y esa boca que comenzaba a deformarse en mueca. Pero el miedo no disminuía, aumentaba su belleza, encogiendo sus nalgas de manera tan insinuante. Un altar de carne humana sobre el cual oficiar una ceremonia bárbara, en homenaje a un diosecillo pagano y cruel. Y, en la parte superior, el fantasma, que, en verdad, era más tuyo que tahitiano, Koke. No se parecía a esos demonios con garras y colmillos de dragón que describía Moerenhout. Era una viejecita encapuchada, como las ancianas de Bretaña, siempre vivas en tu recuerdo, mujeres intemporales que, cuando vivías en Pont-Aven o en Le Pouldu, te encontrabas por los caminos del Finisterre. Daban la impresión de estar ya medio muertas, afantasmándose en vida. Pertenecían al mundo objetivo, si era preciso hacer una estadística, el colchón negro retinto como los cabellos de la niña, las flores amarillas, las sábanas verdosas de corteza batida, la almohada verde pálida y la almohada rosa cuyo tono parecía haber contagiado el labio superior de la chiquilla. Este orden de la realidad tenía su contrapartida en la parte superior: allí las flores aéreas eran chispas, destellos, bólidos fosforescentes e ingrávidos, flotando en un cielo malva azulado en el que los brochazos de color sugerían una cascada lanceolada.

La fantasma, de perfil, muy quieta, apoyaba la espalda en un poste cilíndrico, un tótem de formas abstractas finamente coloreadas, con tonos rojizos y un azul vidriado. Esta mitad superior era una materia móvil, escurridiza, inaprensible, que, se diría, podía desvanecerse en cualquier instante. De cerca, la fantasma lucía una nariz recta, labios tumefactos y el gran ojo fijo de los loros. Habías conseguido que el conjunto tuviera una armonía sin cesuras, Koke. Emanaba de él la música del toque de difuntos. La luz transpiraba del amarillo verdoso de la sábana y del amarillo, con celajes naranja, de las flores.

– ¿Qué nombre le debo poner? -preguntó a Teha'amana, después de barajar muchos y descartados todos.

La chiquilla reflexionó, grave. Después, asintió, aprobándose: «Manao tupapau». Le costó trabajo, por las explicaciones de Teha'amana, entender si la traducción correcta era «Ella piensa en el espíritu del muerto» o «El espíritu del muerto la recuerda». Esa ambigüedad le gustó.

Una semana después de terminar su obra maestra seguía retocándola, y se pasaba horas enteras delante de la tela, en observación. ¿Lo habías conseguido, no, Koke? El cuadro no revelaba una mano civilizada, europea, cristiana. Más bien, la de un ex europeo, ex civilizado y ex cristiano que, a costa de voluntad, aventuras y sufrimiento, había expulsado de sí la afectación frívola de los decadentes parisinos, y regresado a sus orígenes, ese esplendoroso pasado en el que religión y arte, esta vida y la otra, eran una sola realidad. Las semanas que siguieron a Manao tupapau fueron de una serenidad de espíritu que Paul no disfrutaba hacía tiempo. De la manera misteriosa en que se iban y venían, esas llagas que aparecieron en sus piernas poco antes de dejar Europa, un par de años atrás, se habían borrado. Pero él, por precaución, se seguía poniendo las compresas de mostaza y vendándose las pantorrillas, como le recetó el doctor Fernouil, en París, y le aconsejaron los médicos del Hospital Vaiami. Hacía tiempo que no padecía esas hemorragias por la boca que le vinieron a poco de llegar a Tahití. Seguía tallando pequeñas piezas de madera, inventándose dioses polinesios, a partir de los dioses paganos de su colección de fotografías, sentado a la sombra del gran mango, haciendo bocetos y emprendiendo nuevos cuadros que abandonaba apenas iniciados. ¿Cómo pintar algo después de Manao tupapau? Tenías razón, Koke, cuando perorabas, allá en Le Pouldu, en Pont-Aven, en el Café Voltaire de París, o discutías con el Holandés Loco, en Arles, que pintar no era cuestión de oficio sino de circunstancias, no de destreza sino de fantasía y entrega vital. «Como entrar a La Trapa, a vivir sólo para Dios, hermanos.» La noche del susto de Teha'amana, te decías, se rasgó el velo de lo cotidiano y surgió una realidad profunda, donde podías trasladarte a los albores de la humanidad y codearte con los ancestros que daban sus primeros pasos en la historia, en un mundo todavía mágico, de dioses y demonios entremezclados con las gentes.

¿Se podía fabricar artificialmente esas circunstancias en que se rompían las barreras del tiempo, como la noche del tupapau? Intentando averiguarlo, preparó aquella tamara’a en la que, en uno de esos actos irreflexivos que jalonaban su vida, gastó buena parte de una importante remesa (ochocientos francos) que le hizo llegar Daniel de Monfreid, producto de la venta de dos de sus cuadros bretones a un armador de Rotterdam. Apenas tuvo en sus manos el dinero, comunicó sus planes a Teha'amana: invitarían a muchos amigos, cantarían, comerían, bailarían y se embriagarían a lo largo de toda una semana.

Fueron donde el almacenero de Mataiea, el chino Aoni, a cancelar la deuda acumulada. Aoni, oriental gordo, de párpados caídos de tortuga, que se abanicaba con un pedazo de cartón, miró maravillado el dinero que ya no esperaba cobrar. Koke, en un despliegue de magnificencia, hizo una impresionante provisión de latas de conservas, carne de vaca, quesos, azúcar, arroz, frijoles y bebidas: litros de clarete, botellas de ajenjo, garrafas de cerveza y de ron licuado en los ingenios de la isla.

Invitaron una decena de parejas de nativos de los alrededores de Mataiea, y algunos amigos de Papeete, como el subteniente Jénot, los Orollet y los Suhas, funcionarios de la administración colonial. El discreto y amable Jénot se presentó, como siempre, cargado de viandas y bebidas que sacaba a precio de costo del bazar militar. La tamara’a, comida a base de pescados, papas y legumbres cocidos en la tierra, donde permanecían envueltos en hojas de banano, con piedras ardientes, resultó deliciosa. Cuando terminaron de comer, atardecía y el sol era un bólido de fuego hundiéndose en los relampagueantes arrecifes. Jénot y las dos parejas de franceses se despidieron, pues querían retornar a Papeete el mismo día. Koke bajó sus dos guitarras y su mandolina y entretuvo a sus invitados con canciones bretonas y algunas de moda en París. Mejor quedarse rodeado de nativos. La presencia de los europeos era siempre un freno, impedía a los tahitianos dar rienda suelta a sus instintos y divertirse de verdad. Lo había comprobado desde sus primeros días en Tahití, en los bailes de los viernes, en la Plaza del Mercado. La diversión sólo empezaba a fondo cuando los marineros debían retornar a sus barcos, los soldados al cuartel, y quedaba en el lugar una muchedumbre casi sin popa a. Sus amigos de Mataiea estaban bastante borrachos, hombres y mujeres. Bebían ron con cerveza o con jugos de frutas. Algunos bailaban, otros cantaban canciones aborígenes, en grupo y de manera acompasada. Koke ayudó a encender la fogata, no lejos del gran mango, a través de cuyas ramas tentaculares, cargadas de verdura, titilaban las estrellas en un cielo añil. Entendía ya bastante el maorí tahitiano, pero no cuando cantaban. Muy cerca del fuego, bailando con los pies en el sitio, meneando las caderas, las pieles en incandescencia por los reflejos de las llamas, estaba Tutsitil, dueño del terreno donde había construido su cabaña, y su mujer Maoriana, todavía joven, algo rolliza, cuyos muslos elásticos asomaban a través del floreado pareo. Tenía la típica pierna tahitiana, cilíndrica, aposentada en esos grandes pies planos que se confundían con la tierra. Paul la deseó. Fue y trajo cerveza mezclada con ron y les ofreció de beber y bebió y brindó, abrazado a ellos, siguiendo con un murmullo la canción que entonaban. Los dos nativos estaban ebrios.

– Vamos a desnudamos -dijo Koke-. ¿Acaso hay mosquitos?

Se quitó el pareo que le cubría la parte inferior del cuerpo, y quedó desnudo, con la verga medio erecta muy visible en el flaco resplandor de la fogata. Nadie lo imitó. Lo miraban con indiferencia o curiosidad, pero no se sentían concernidos. ¿A qué tenían miedo, zombies? Nadie le respondió. Seguían bailando, cantando o bebiendo, como si él no estuviera allí. Bailó junto a sus vecinos, tratando de imitar sus movimientos -ese imposible revolar de las caderas, ese acompasado brinquito de los dos pies con las rodillas golpeándose entre sí-, sin conseguirlo, aunque lleno de euforia y optimismo. Se había introducido entre Tutsitil y Maoriana como una cuña, y ahora se pegaba mucho a la mujer, tocándola. La cogió de la cintura, y la empujó, despacio, con su cuerpo, alejándola del círculo que iluminaba la fogata. Ella no opuso resistencia, ni cambió de expresión. Parecía no advertir la presencia de Koke, como si bailara con el aire o una sombra. Forcejeando un poco, la hizo deslizarse hasta el suelo, sin pronunciar palabra ninguno de los dos. Maoriana dejó que la besara pero no lo besó; canturreaba entre dientes, mientras él le abría la boca con su boca. La amó con los nervios enervados por esa melopea que ahora entonaban los invitados todavía en pie, haciendo una ronda en torno al fuego.

Cuando despertó, uno o dos días más tarde -imposible recordado-, con los dardos del sol en los ojos, tenía picaduras en el cuerpo y sospechaba haber llegado por sus propios medios hasta su cama. Teha'amana, medio cuerpo fuera de la sábana, roncaba. Sentía el aliento espeso y picante por la mezcla de alcoholes y un malestar generalizado. «¿Debo quedarme o regresar a Francia?», pensó. Llevaba un año en Tahití Y tenía cerca de sesenta telas pintadas, además de innumerables bocetos y dibujos, y una docena de tallas en madera. Y lo más importante: una obra maestra, Koke. Regresar a París y hacer una exposición con lo más selecto de este año de trabajo en la Polinesia. ¿No era tentador? Los parisinos quedarían boquiabiertos con esa explosión de luz, de paisajes exóticos, con ese mundo de hombres y mujeres al natural, orgullosos de sus cuerpos y de sus sentidos, abrumados por esas formas audaces y las arriesgadas combinaciones de colores que convertían en travesuras los juegos impresionistas. ¿Te animas, Koke?

Cuando Teha'amana se despertó y fue a preparar una taza de té, él estaba inmerso en un sueño lúcido, los ojos muy abiertos, gozando de sus triunfos: los artículos exultantes en periódicos y revistas, los galeristas dando brincos por la manera como los entendidos se disputaban sus cuadros, ofreciendo precios demenciales que ni Monet, Degas, Cézanne, el Holandés Loco ni Puvis de Chavannes alcanzaron jamás. Paul disfrutaba de la gloria y la fortuna que dispensa Francia a los famosos, con elegancia, sin envanecerse. A los colegas que dudaron de él, les refrescaba la memoria: «Les dije cuál era el método, ¿no lo recuerdan, amigos?». A los jóvenes los ayudaba con recomendaciones y consejos.

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