El colegio de los jesuitas era tan bello como un palacio. Tenía un patio inmenso rodeado de pórticos, hermosas galerías y ventanales enormes para atrapar la mortecina luz del exterior. Pensé que era una vergüenza que aquel lugar tan noble se dedicara a un propósito tan ruin. Pero ¿qué otra cosa se podía esperar de quienes eran capaces de encarcelar a hombres inocentes? Antes de ver a mi padre, don Casimiro nos acompañó para saludar al director, que fue muy amable con nosotras. «Cebrián es un recluso modélico -nos dijo-, además de un gran colaborador». Mi madre le agradeció sus palabras, pero yo pensé que ningún carcelero tenía que venir a explicarme cómo era mi padre. A lo mejor fui injusta con él.
Por fin nos llevaron a una habitación donde había una mesa y tres sillas. No hace falta que describa mi alegría cuando nos dimos cuenta de que podríamos ver a mi padre a solas y sin tener que decirle todo a gritos. Nos pidieron que esperáramos, y después pasaron 10 interminables minutos hasta que la puerta volvió a abrirse. Entonces grité muy fuerte, y lo siguiente que recuerdo es un revoltijo de abrazos y de besos, y a mi padre riéndose y diciendo: «Tranquilas, muchachas, que me vais a ahogar». Durante un buen rato no pudimos decir una palabra, porque no nos lo permitieron las risas y las lágrimas. Después mi padre nos contó lo bien que estaba y lo pronto que esperaba salir por la reducción de penas. «Pero don Casimiro nos ha dicho que lo has pasado muy mal»,!e dijo mi madre. Mi padre guardó silencio y su mirada se volvió ausente. Durante unos segundos su pensamiento pareció alejarse de nosotras y extraviarse entre sus recuerdos. Entonces empezó a relatarnos sus experiencias en el campo de prisioneros. Y mientras hablaba, su voz fue adquiriendo emoción hasta que se convirtió en un llanto, como si al compartir con nosotras aquellos meses de miedo y de dolor mi padre se estuviera librando del peso intolerable de los recuerdos.
Nos dijo que nadie de fuera podía imaginar lo espantoso que era el campo de concentración de Castuera, una especie de gran corral en medio de campos baldíos rodeado de una doble alambrada y vigilado por nidos de ametralladora. Los presos dormían hacinados en barracones de madera, y por las noches hacía tanto frío que se veían obligados a apiñarse unos contra otros para poder aguantar hasta la mañana. Una vez mi padre sufrió una diarrea que le duró días, pero ni siquiera se le pasó por la cabeza salir del barracón por la noche para ir a las letrinas. No había cerraduras en las puertas, pero a quien veían deambular por el campo de noche le pegaban un tiro, porque la ley de fugas les permitía a los carceleros disparar primero y preguntar después. «Al soldado que mataba a un preso que intentara fugarse le daban dos semanas de permiso -nos contó mi padre-. Y muchos de ellos estaban esperando la ocasión para poder irse a ver a su novia». Después mi padre nos habló del trato inhumano que habían recibido, de las bofetadas y golpes con que sus carceleros acompañaban cada orden, de la basura que les daban para comer, de las enfermedades, la sarna y los piojos. «Peor que a animales», repetía mi padre entre sollozos. Pero, con ser terribles, lo peor de aquel infierno no eran las privaciones, sino el miedo. «El miedo a que vinieran a buscarte, como les ocurrió a muchos compañeros; a que se presentara alguien de tu ciudad reclamándote y te sacara del campo, y al cabo de media hora te pegara un tiro para dejarte que te pudrieras como un perro al borde del camino. Todos los días venían falangistas y policías para llevarse gente, y también civiles con un papel de autorización, y los guardias les entregaban a los presos sin hacer preguntas, aunque sabían muy bien que la mayoría de ellos no iba a llegar a sus pueblos. Algunos compañeros cavaban hoyos para esconderse, pero al final siempre los encontraban, y si no los mataban los de fuera, los mataban los de dentro». Mi padre nos dijo que había una zona del campo cerrada con una valla más alta donde estaban los condenados a muerte. Al anochecer los hacían formar, mientras un guardia gordo leía la lista de los que iban a fusilar al día siguiente. Sin dejar de fumar su puro, el guardia gritaba un nombre, y luego dejaba pasar un rato antes de decir los apellidos, para que todos los que se llamaban así sufrieran pensando que les había llegado la hora. Cada mañana se despertaban con las detonaciones de los fusiles. Después tenían que ir a cavar fosas en la tierra helada para enterrar a los compañeros muertos. «Ésa era la peor forma de tortura. Por mucho que dolieran los golpes, por grandes que fueran el hambre, el frío o la miseria, el miedo era con diferencia lo peor». Después mi padre no pudo seguir hablando.
Mientras mi madre lloraba, recuerdo haber pensado que por nada del mundo quería olvidar lo que mi padre acababa de contarnos. Puede que mi vida fuera larga, y tal vez el futuro me deparara todavía algunos momentos de felicidad. Pero mi padre merecía que su historia no cayera en el olvido. Lo menos que merecían él y los miles de hombres que habían sufrido del mismo modo era que sus hijos recordáramos todas las atrocidades que se cometieron con ellos, y que las contáramos a los que vinieran después, de forma que tanto dolor no hubiera sido en vano.
Pasamos una semana entera en Orduña, y nos dejaron ver a mi padre cada día. Las siguientes visitas fueron mucho más alegres. Mi padre se puso muy contento al conocer los progresos de Gabriel y de Paco, y rió hasta que se le saltaron las lágrimas cuando le contamos las travesuras de Angelita y la forma en que charlaba como si le dieran cuerda. Hubo un día que dejé ir a mi madre sola para que ellos dos pudieran tener un poco de intimidad, y yo aproveché para subir hasta el santuario de la Virgen de la Antigua y darle gracias por lo mucho que había ayudado a mi padre. Después miré el paisaje del valle y de las montañas, y contemplé cómo el río Nervión serpenteaba hacia su desembocadura en la ría de Bilbao. Orduña era como un pueblo de juguete a mis pies. Allí estaba el colegio de los jesuitas, fácil de distinguir por la alta torre de su iglesia, donde mi padre permanecería encerrado durante mucho tiempo aún. «Ojalá te suelten pronto, padre. Nos haces mucha falta».
Antes de irnos, arreglamos con una familia del pueblo que recogieran y lavaran la ropa de mi padre y lo atendieran en lo que necesitara. Al contrario de lo que pasaba en nuestra ciudad, cuando la gente sabía que éramos la mujer y la hija de un preso republicano, nos abrían su casa y sus corazones. Antes de tomar el tren, le dijimos a don Casimiro lo agradecidas que nos sentíamos hacia él y hacia todos los demás. «Dadle gracias a Dios -nos dijo aquel cura grandote, sonriendo bajo su enorme boina-. A nosotros no tenéis que dárnoslas. Los vascos sabemos muy bien lo que es sufrir.»