No recuerdo si durante aquellos días llegamos a pensar, aunque fuera una sola vez, que podían condenarlo a muerte. Aunque estoy completamente segura de que aquello nunca se mencionó, al menos delante de mí o de mi madre. Pero las dos sabíamos que estaban fusilando a mucha gente, que docenas de personas que habían colaborado con la República eran juzgadas cada día, y que muchos acababan delante del pelotón, tanto si eran culpables de algo como si no. Me imagino que aquel pensamiento monstruoso convivió con nosotras durante semanas, pero no puedo acordarme, como si mi memoria hubiera enterrado el recuerdo en el rincón más oscuro de mi cabeza.
Muy poco después de que se llevaran a mi padre, empezaron a confiscarnos todo lo que teníamos.
Primero nos quitaron la máquina de escribir, y a los pocos días volvieron y se llevaron todos los muebles del despacho. Algunos de aquellos hombres vestían uniformes de Falange y otros iban de paisano. Mi madre los llamaba «testaferros», pero para mí, que no entendía esa palabra, eran mucho peores que los ladrones.
Venían a cualquier hora, igual les daba que fueran las siete de la mañana que las 12 de la noche. Muchas veces mi madre tenía que echarse una bata por encima del camisón y abrirles la puerta, porque si no eran capaces de tirarla abajo. Entonces teníamos que levantarnos todos para que pudieran registrar sin estorbos. Y mientras nos ponían la casa patas arriba, nosotros nos quedábamos en un rincón, muertos de miedo, mis hermanos lloriqueando y yo temblando de frío y de rabia. Pero para aquellos individuos no éramos más que la familia de un rojo y no les importaba lo que pudiéramos sentir, de modo que seguían entrando y saliendo de las habitaciones como si la casa fuera suya, haciendo ruido con sus botas, abriendo de mala manera los armarios y cajones, vaciando las estanterías y el escritorio de mi padre. De vez en cuando se acercaban con algún libro o algún objeto de adorno y le preguntaban a mi madre: «¿Esto es de su propiedad?». Así una y otra vez. Mi madre asentía y bajaba la vista roja de vergüenza, y yo habría querido decirles que todo lo que había en aquella casa era de nuestra propiedad, porque allí los únicos ladrones que había eran ellos. Recuerdo que siempre sacaban el mismo libro de la estantería del despacho, uno de láminas muy bonito que se llamaba Tesoro del arte universal. «¿Esto es de su propiedad?», repetían cada vez, como si no les cupiera en la cabeza que una familia de rojos pudiera poseer un objeto tan hermoso como aquél.
El día que se llevaron el despacho se presentó con ellos Paquito, el hermano de mis amigas, con aires de ser el que más mandaba de todos. A mi madre ni la miró. Se entretuvo vaciando los armarios de la ropa y tirando todas las prendas al suelo. Después se sentó en el sillón de mi padre y puso los pies sobre el escritorio. Yo lo estuve observando todo el rato mientras se comportaba de ese modo, y me sorprendí de que aquel animal me hubiera parecido guapo alguna vez, porque lo único que me inspiraba ahora era asco. Recordé aquella tarde durante la Feria, poco antes de que empezara la guerra, en la que mi padre lo puso en evidencia delante de sus camaradas falangistas. «¿No te da vergüenza?», habría querido decirle yo también, igual que mí padre aquel día. Pero me mordí la lengua para no empeorar las cosas. Él me miraba con una sonrisa cruel, sin quitar los pies del escritorio donde mi padre trabajaba. «Más vale que vayáis haciendo la maleta», me dijo. Después se puso de pie, gritó «¡arriba España!» y se echó a reír. Al cabo de un rato, cargaron con todos los muebles del despacho y los subieron a un camión. «Ya va siendo hora de que devolváis algo de lo que habéis robado», fue lo último que Paquito nos dijo antes de marcharse.
A finales de julio nos echaron de nuestra casa. El tío Antonio nos había avisado el día anterior, y eso porque tuvimos suerte y un conocido suyo de Falange le advirtió de lo que iba a pasar. Apenas nos dio tiempo para guardar nuestra ropa y cuatro cosas más e irnos a casa de mis abuelos. «Lo que nos faltaba -gruñó mi abuelo Paco-. Éramos pocos y parió la burra». Además de mis abuelos, allí vivían el tío Miguel y la tía Rosario, que eran los dos solteros. Con nosotros cinco ya éramos nueve, y aunque la casa era grande, resultaba incómoda para tanta gente. A mi abuelo Paco todo lo molestaba: si hablábamos, nos mandaba callar; si mis hermanos hacían ruido, los reñía, y ay de ellos si rompían algo jugando, porque entonces ponía el grito en el cielo y los perseguía por toda la casa para darles una zurra. Mi madre lloraba de día y de noche encerrada en su cuarto, y entre su llanto y las protestas constantes de mi abuelo yo creía que iba a volverme loca. Por suerte, mi abuela Ángela era una mujer cariñosa y paciente, y además estaba acostumbrada a poner al abuelo en su sitio. «Cállate de una vez -le decía cuando lo oía gruñir-, que ya tienen bastante desgracia los pobres para encima tener que aguantar a un viejo regañón como tú». Entonces mi abuelo Paco la miraba avergonzado y con suerte nos dejaba tranquilos un rato. Aunque otras veces, supongo que para justificar su mal humor, le daba por lamentarse de lo mucho que le dolía todo. «Ay, Ángela -decía-. Qué lástima que ya nos hemos hecho viejos». Y mi abuela siempre le contestaba: «Pues no haber nacido tan pronto, puñeta».
En nuestra casa pusieron unas oficinas del Movimiento. De un día para otro nuestro hogar se llenó de camisas azules y fotografías de Franco y de José Antonio. La casa de mis abuelos estaba justo al lado, pared con pared, así que muchas veces oíamos a los falangistas hablar en voz alta y reírse. A mí siempre me parecía que se reían de nosotros, y no conseguía pasar por delante de mi casa sin notar un pinchazo de odio hacia aquella gentuza. «¡Ojalá os muráis todos!», murmuraba, apretando los puños. Y luego pensaba en mi abuela María, que había visto lo que se le venía encima y había sabido irse a tiempo. A mí también me habría gustado irme muy lejos de aquella ciudad, que hasta pocos meses antes era la capital de la libertad y ahora se había convertido en un nido de ratas. Pero ¿adonde podía ir yo, pobre de mí? Mi único consuelo era evitar la puerta de mi casa, aunque eso me obligara a dar un rodeo enorme. Cualquier cosa con tal de no ver el escudo del yugo y las flechas que habían colgado de nuestro balcón.
A mi padre nunca le contamos que nos habían quitado la casa, pues no queríamos darle más preocupaciones. El tío Antonio nos había dicho que su juicio podía celebrarse cualquier día y estaba buscando gente dispuesta a declarar a su favor. Cuando nos dejaban verlo en la cárcel, mi padre parecía tranquilo, pero se notaba que en su calma escondía mucha tristeza, por más que se hubiera resignado a aceptar su suerte como algo inevitable. Mi madre lloraba y se hacía un poco más vieja con cada lágrima. Y yo, a mis casi 16 años, estaba empezando a darme cuenta de hasta qué punto la guerra había arruinado nuestra vida. De esta forma llegó el mes de julio del 39, año de la Victoria. El aniversario del Glorioso Alzamiento Nacional se celebró a bombo y platillo. Mis hermanos querían salir de casa para ver los fuegos artificiales, pero mi madre no les dejó. Entonces ellos empezaron a protestar.
«A callar los dos -les dije, muy en mi papel de hermana mayor-. Nosotros no vamos porque no tenemos nada que celebrar«.