Sofocada por los malos presentimientos, llamó a una de las hijas, que dormía en el cuarto de al lado, y le pidió que le vendara los tobillos. Luego salió en silencio de la casa y caminó hasta la parada del tranvía en la avenida Luis Maria Campos. Estaba decidida a que el embalsamador le devolviera a Evita. Le importaba un carajo lo que podía pasar después. Acostaría el cuerpo muerto en su propia cama y lo velaría sin descanso hasta que los desconciertos de la Argentina se apagaran y los tiempos volvieran a su buen cauce. Si no volvían, aún le quedaba el recurso del exilio. Pediría asilo. Cruzaría el mar. Cualquier tormento sería preferible a otra noche de incertidumbre.
Subió a un tranvía Lacroze que daba un largo rodeo por las cortadas de Palermo antes de enfilar hacia el Bajo. El boleto costaba diez centavos. Lo encajó con cuidado en el ojal del guante de cabritilla. Era una mañana odiosa, húmeda, desaseada. Buscó la polvera y cubrió las líneas de sudor que le asomaban en la frente. Se arrepintió de haber cedido dos días antes a los argumentos del doctor Ara. Una mujer no debe recibir a nadie cuando está sola, pensó. Debe cubrirse la cara con su propia debilidad y aguardar, encerrada, a que el vendaval pase. Por soledad y desamor había cometido todos los errores de la vida y éste, tal vez, era el peor: Ara había aparecido en su casa al difundirse las primeras noticias del golpe militar. Justo a tiempo. A Ella la ensordecía por dentro el desconsuelo mientras afuera estaba sonando el timbre. El tranvía dobló por Soler hacia el sur y allí lo vio, creyó verlo. El pequeño Napoleón español franqueó de dos zancadas el zaguán de su casa con la pretina del pantalón arriba de las costillas, el pelo escaso deshojándose de una estela de caspa, el sombrero Orión entre las uñas abrillantadas, el aura de colonia Gath amp; Chaves. Dios mío, pensó, este embalsamador se nos volvió marica. «Vine a tranquilizarla », dijo Ara. Y repitió la misma frase tres o cuatro veces durante la visita.
El tranvía se zarandeaba entre los plátanos de la calle Paraguay, vadeando el vacío de la infinita ciudad triste. Me llevaría a Evita lejos de aquí si pudiera, me la llevaría al campo, pero la soledad del campo volvería a matarla.
«Ayer», le contó el médico, «me presenté en la residencia presidencial para hablar con su yerno. En todos estos años nunca me llamó y tanto silencio me tenía extrañado. Llegué al anochecer. Me entretuvieron un rato largo en los pasillos y las antesalas hasta que vino un capitán a preguntarme: Qué se le ofrece. Le entregué mi tarjeta y respondí: Ver al general Perón. En estas circunstancias tan difíciles, necesito instrucciones sobre el destino que daremos al cuerpo de su esposa. El general está muy ocupado, usted comprenda, me dijo el capitán. Veré qué puedo hacer. Pasé horas esperando. Iban y venían soldados con valijas y paquetes de sábanas. Daba la impresión de que estuvieran levantando la casa. Por fin el capitán volvió con un recado: Nada puede disponer el general por ahora, dijo. Déjenos su teléfono y lo llamaremos. Pero todavía nadie me ha llamado. Y tengo el pálpito de que no me llamarán. Hay rumores de que Perón se marcha, doña Juana. Que está pidiendo salvoconductos para exilarse. Así que sólo usted y yo quedamos. Usted y yo debemos disponer qué se hará con el cuerpo.»
Ella miró por la ventana el jardín mojado, la enredadera en flor, ¿qué otra cosa podía hacer?, limpiándose a cada rato en la falda el sudor de las manos. «Yo por mí la traería, doctor Ara, y la pondría en la sala», dijo. Le daba vergüenza ahora haberlo dicho. ¿Qué haría Evita en la sala? «Pero vea mis várices. Están a la miseria. Ya ni las inyecciones de salicilato ni las medias elásticas me las calman.»
Fue en ese trance de la conversación que el médico aprovechó para pedirle un poder: «Creo que es lo mejor», le dijo. «Con un poder suyo, puedo disponer santamente del cuerpo».
«¿Un poder?», se alarmó la madre. «No, doctor. Los poderes me han perdido. Todo poder que he dado por escrito se ha vuelto contra mí. Lo que era de mi hija se lo ha llevado el yerno. Ni los recuerdos me ha dejado.» La voz se le quebró y tuvo que callarse un momento para que los pedazos volvieran a juntarse. «Ah, entre paréntesis», preguntó: «¿qué se ha hecho del broche de diamantes que pusimos en la mortaja de Evita? Una de las piedras, la rojiza, fue tasada en medio millón de pesos. Ya que la vamos a enterrar, no quisiera dejar sobre su cuerpo semejante joya. Sería una tentación para los ladrones. ¿Qué me aconseja hacer para recuperarla?»
El tranvía dobló despacio en la calle Corrientes, como si dudara. Los negocios estaban levantando ya las persianas de metal y los vendedores lavaban las veredas. En el lado sombreado de la calle habían estado los famosos burdeles de los judíos y en una pensión con macetas en los balcones había vivido su hija. «¿No hice bien en irme de Junín, mamá? ¿No te parece que soy otra?» Evita creía que aquello era la felicidad. Pero antes de morir tuvo que reconocerlo: era sólo la pena.
El tranvía se internó en una nebulosa de cafés y de cinematógrafos. No había visto ninguna de las películas anunciadas en las marquesinas: ni La fuente del deseo , donde los espectadores creían estar visitando Roma, por los efectos del cinemascope, ni El ángel desnudo , en la que por primera vez aparecía una actriz argentina con los pechos al aire, aunque dejándose ver sólo de refilón. Una marea de perfumes la adormeció y a las orillas del sopor se asomó de nuevo el médico: «Los bienes de la difunta siguen donde usted los vio, señora: la alianza de casada, el rosario que le regaló el Sumo Pontífice, también el broche. Pero creo que tiene usted toda la razón. Es un peligro dejarlos. Voy a pedir que se los entreguen esta misma tarde».
Tuvo que escribírselo. El poder: «Doctor D. Pedro Ara. En mi carácter de madre de Marta Eva Duarte de Perón, ruego que si su viudo no deja ninguna instrucción respecto al cadáver de mi hija, sea usted doctor quien tome las precauciones necesarias para ponerlo a salvo de cualquier eventualidad». «Perfecto», aprobó él. «Ponga la firma acá, y la fecha: 18 de septiembre de 1955».
Ni aquella tarde ni los días siguientes recibió doña Juana el broche de Evita. Siempre le pasaba lo mismo: los hombres la jodían, la daban vuelta, no sabía cómo pero la engatusaban. ¿Qué importaba eso ya? El tranvía sorteó airoso la encrucijada del obelisco y se desbarrancó en el mar tenebroso del Bajo, donde aún humeaban las barricadas de las tropas leales a su yerno. Vio los mármoles agujereados del palacio de Hacienda, las palmeras desflecadas por la metralla, los retratos de Evita flameando en la inclemencia, los bustos desnarizados, despeinados, en ruinas. El recuerdo de la hija estaba partido en dos y ahora sólo relucía la memoria de los que la odiaban. A mi también han de odiarme, pensó. Se bajó el velo del sombrero y se cubrió la cara. El pasado le oprimía el alma. Hasta el mejor pasado era una desgracia. Todo lo que una dejaba detrás dolía, pero la felicidad dolía mucho más.
Insulso y vulgar por fuera, el edificio de la CGT era por dentro una sucesión de pasillos que desembocaban en escaleras laberínticas. Doña Juana lo había recorrido más de una vez cuando llevaba flores para Evita, pero siempre por un misma camino: la entrada, el ascensor, la cámara funeraria. Sabía que el laboratorio del doctor Ara daba a las ventanas del oeste y que a esa hora de la mañana lo encontraría restaurando el cuerpo.
Vislumbró la calva del embalsamador tras los vidrios esmerilados y entró sin golpear. Iba preparada para todo menos para el espanto de sorprender a Evita en una tina de vapores, con las intimidades al descubierto. Del peinado con el rodete intacto se desprendía el único olor humano de todo el cuerpo, como si aún fuera un árbol lleno de pensamientos; pero del cuello para abajo Evita no era la misma: parecía que esa parte del cuerpo se preparase para un largo viaje del que no pensaba regresar.
El embalsamador estaba alisando los muslos del cadáver con una pasta de color miel cuando la entrada de doña Juana lo tomó de sorpresa. La vio apoderarse, fulmínea, de un delantal de cirujano que colgaba del perchero y tenderlo sobre el cuerpo desguarnecido mientras se quejaba: «Ya estoy aquí, Cholita, ¿qué te han hecho?…»
Alzó la calva y atinó a tomarla del brazo. Tenía que recuperar su dignidad médica cuanto antes.
– Váyase, doña Juana -dijo, tratando de ser persuasivo-. ¿No huele los químicos? Son terribles para los pulmones.
Intentó empujarla con delicadeza. La madre no se movió. No podía. Estaba llena de indignación y la indignación pesaba mucho.
– Acabe ya con sus cuentos, doctor Ara. Soy vieja pero no idiota. Si sus químicos no lo joden a usted, a mí tampoco.
– Hoy es mal día, señora -dijo. A doña Juana le sorprendió que no usara guantes de goma como los demás médicos. -Los militares van a aparecer de un momento a otro para llevarse a su hija. Todavía no sabemos qué quieren hacer con ella.
– Yo le di un poder para que me la proteja, doctor. ¿Qué ha hecho con él? Nada de lo que me dice es cierto. Prometió enviarme el broche y todavía lo estoy esperando.
– Hice lo que estaba en mis manos, señora. Al broche se lo han robado. ¿Quién? No se sabe. Los sargentos de la guardia dicen que fueron los comandos civiles de la revolución. Y los comandos con los que hablé me lo niegan. Dicen que fueron los sargentos. Yo creo que se lo llevó su yerno. Estoy muy confundido. Esto parece tierra de nadie.
– Me hubiera llamado por teléfono.
– ¿Cómo? Las líneas están cortadas. No puedo hablar ni con mi familia. Créame, estoy deseando acabar de una vez con esta pesadilla.
– Entonces he llegado justo a tiempo. -Doña Juana dejó el bastón sobre una silla. Se le esfumó el dolor de las várices. Tenía que salvar a su hija y alejarla del formol, de las resinas y de todas las otras maldades de la eternidad. Dijo: -Voy a llevármela. Envuélvamela bien en la mortaja mientras pido a las pompas fúnebres que manden una ambulancia. De peores apuros la he sacado en la vida. Evita no tiene por qué seguir quedándose aquí ni un día más.
El embalsamador meneó la cabeza. Repitió lo que, más o menos, le diría al Coronel dos meses más tarde:
– Todavía no está lista. Le falta un último baño de bálsamo. Si se la lleva así, se leva a deshacer en las manos.
– No me importa -replicó la madre-. Total, la muerte ya me la ha deshecho.