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11 UN MARIDO MARAVILLOSO

El Coronel llevaba meses atormentándose por haber dejado marchar a Evita. Nada tenía sentido sin Ella. Cuando bebía (y cada noche de soledad bebía más), se daba cuenta de que era una estupidez seguir llevándola de un lado a otro. ¿Por qué tenía que entregarla a gente desconocida para que la cuidara? ¿Por qué no le permitían hacerlo a él, que la iba a defender mejor que nadie? Lo mantenían lejos de su cuerpo, como si se tratara de una novia virgen. Era una estupidez, pensaba, tomar tantas precauciones con una mujer casada, ya mayor, que desde hacía más de tres años estaba muerta. Dios mío, cómo la extrañaba. ¿Era él quien daba las órdenes o eran otros? Se había perdido a sí mismo. Esa mujer o el alcohol o la fatalidad de ser un militar lo habían perdido.

Dios mío, la extrañaba. Sólo la había visitado tres veces en el verano y la primavera, pero jamás a solas: Arancibia, el Loco, estaba siempre allí, al acecho de los signos sutiles que alteraban el cuerpo. «Fíjese, Coronel, hoy está más oscura», decía. «Vea cómo se le ha inflamado la arteria plantar, cómo le sobresalen los tendones del extensor en los dedos. Quién sabe si esta mujer sigue viva.» Sentía una sed atroz. ¿Qué le estaba pasando? Tenía sed todo el tiempo. No había fuego ni alcohol que le quitara la sed de las insaciables entrañas.

Ya había pasado lo peor, pensaba. Nunca, sin embargo, nada era lo peor. Había sufrido al verla yaciendo entre muñecas, detrás de la pantalla del cine Rialto. La delgada capa de polvo que lamía el ataúd bajaba de vez en cuando hasta el cuerpo: al levantar la tapa, el Coronel había encontrado un tenue lunar de polvo en la punta de la nariz. Lo limpió con su pañuelo y antes de marcharse recomendó al proyectorista: «Airee esta pocilga. Ahuyente a los ratones con venenos. Mire si todavía, en un descuido, los bichos se comen a la difunta».

A la semana siguiente, sucedió lo que más había temido: el cuerpo amaneció rodeado de flores y de velas. No encontró cartas de amenaza: sólo un par de fósforos al lado del cajón. Era una pesadilla. Tarde o temprano la descubrían. ¿Quién, quiénes? El enemigo no aflojaba: parecía estar movido por una obsesión más honda que la suya.

Entre una y otra mudanza recurría, muy a su pesar, al embalsamador. Lo llamaba para que dijera si el cuerpo seguía intacto. Casi no hablaban. Ara se calzaba el guardapolvo y los guantes de goma, se encerraba dos o tres horas con la difunta, y al salir dictaminaba siempre lo mismo: «Está sana y salva, tal como la dejé».

Cada mañana, al entrar en su despacho, el Coronel anotaba en fichas los movimientos del cadáver. Quería que el presidente supiera cuánto había hecho para protegerlo de la adversidad, del fanatismo y de los incendios. Llevaba la cuenta de las horas en que la nómade iba y venía por la ciudad, sin puntos de llegada ni de partida. No había lugar seguro para Ella. Cada vez que la anclaban en alguna parte sucedía algo terrible.

Una vez más, el Coronel estudió sus fichas. Desde el 14 de diciembre de 1955 al 20 de febrero de 1956, la difunta estuvo tras la pantalla del cine Rialto: la habían dejado una noche de lluvia repentina y habían tenido que llevársela en pleno día, después de otra tormenta. El camión donde la retiraron quedó atascado en las honduras de la calle Salguero, bajo el puente del ferrocarril. Una carreta de mulas lo había remolcado. «El conductor me cobró sesenta pesos», anotó el Coronel en una de las fichas. «Esperé a que el carburador estuviera seco y dejé a Persona en la esquina de Viamonte y Rodríguez Peña las noches del 20 y 21 de febrero». En las fichas la llamaba a veces Persona , a veces Difunta , a veces ED o EM , abreviando Eva Duarte y Esa Mujer . Cada vez era más Persona y menos Difunta : él lo sentía en su sangre, que se enfermaba y cambiaba, y en otros como el mayor Arancibia y el teniente primero Fesquet, que ya no eran los mismos.

Desde el 22 de febrero hasta el 14 de marzo -leyó en las fichas-, Evita había yacido en paz en los depósitos militares de la calle Sucre 1835, sobre las barrancas de Belgrano. «La caja con el cuerpo, que entre nosotros llamamos "el cofre armero", está en la segunda línea de anaqueles, al fondo del galpón, entre martillos, vástagos de martillos, pasadores, cerrojos y agujas percutoras descartadas de una partida de pistolas Smith amp; Wesson. Nadie toca las cajas desde hace por lo menos cuatro años.» Entre el 10 y el 12 de marzo, Vigilancia descubrió a dos suboficiales, el cabo primero Abdala y el sargento Llubrán, observando de cerca el ataúd. «La mañana del 13», decía la ficha siguiente, «me apersoné en el depósito de Sucre para la inspección de rutina. Advertí en el cajón una hendidura o marca efectuada con navaja, en forma de media luna o letra ce, y a la derecha una raya diagonal, cuyo extremo inferior llega a la base de la ce, y que quizá sea la mitad de una letra ve sin terminar. ¿Comando de la Venganza? Galarza y Fesquet suponen que las hendiduras son raspones casuales. Arancibia, en cambio, coincide con mi opinión: la Difunta ha sido detectada. Ordeno que de inmediato sean detenidos los suboficiales Llubrán y Abdala y que se los someta al interrogatorio más severo.

No dicen nada. Ahora debemos trasladar a la Difunta en una nueva caja, dado que la anterior está marcada…

Desde entonces, la nómade no había cesado de desplazarse, cada vez por períodos más cortos. Adonde quiera migraba el cuerpo, lo seguía su cortejo de flores y de velas. Aparecían de súbito, a la primera distracción de los guardias: a veces una sola flor y una sola vela, nunca apagada.

El Coronel recordaba muy bien la mañana del 22 de abril: la nómade tenía un aspecto exhausto después de tres semanas de errancia en camionetas, ómnibus del ejército, sótanos de batallones y cocinas de distritos militares.

Ya se había resignado a sepultarla en el cementerio de Monte Grande cuando Arancibia, el Loco, ofreció una solución de providencia: ¿y si la guarecían en su propia casa?

El Loco vivía en el barrio de Saavedra en un chalet de tres plantas: en la de abajo se desplegaban el living comedor, el cuarto de servicio y la cocina, con una puerta que descendía al garaje y al jardín; en la otra, el dormitorio matrimonial, el de huéspedes y un baño. Frente al primero de los cuartos se abría una puerta que daba a la bohardilla: allí guardaba el Loco sus archivos, los mapas de la Escuela de Guerra, una mesa de arena con soldados de plomo que seguían librando la interminable batalla del Ebro y el uniforme de cadete. Esa bohardilla, pensaba, era el lugar ideal para esconder a Evita.

¿Y la esposa? El Coronel examinó el parte médico: «Elena Heredia de Arancibia. Edad: 22 años. En estado de gravidez: octava semana de embarazo».

Ahora ya ni siquiera recordaba el orden en que habían sucedido los hechos. El cuerpo fue trasladado a Saavedra la madrugada del 24 de abril, entre las tres y las cuatro. Yacía en una caja de nogal sin lustrar, oscura, simple, con sellos oficiales estampados a fuego: «Ejército Argentino… Bajo una luz tenue, de cuarenta vatios, el Loco y él habían trabajado hasta las seis en el garaje grasiento, que olía a moho y a tabaco barato. A intervalos escuchaban los pasos apagados de la esposa.

Eran sólo dos hombres cansados cuando subieron la pesada caja a la bohardilla, tropezando con las estrechas curvas de la escalera y las barandas demasiado altas. El Coronel oyó a la esposa yendo y viniendo por el dormitorio, la oyó gemir y llamar con voz ahogada, como si tuviera un pañuelo en los labios:

– Eduardo, ¿qué pasa, Eduardo? Abrí la puerta, por favor. Me siento mal.

– No le haga caso -murmuró el Loco en el oído del Coronel-. Es una malcriada.

La esposa seguía gimiendo cuando izaron por fin la caja y la dejaron entre los mapas. La luz pálida del amanecer entraba por las ranuras de la ventana. El Coronel se sorprendió por el orden escrupuloso de los objetos y reconoció el momento en que Arancibia había interrumpido la batalla del Ebro en la mesa de arena.

Tardaron otro largo rato en cubrir a la Difunta con parvas de legajos y expedientes. A medida que las hojas iban apagándolo, el cuerpo se defendía lanzando señales tenues: un hilo muy delgado de olores químicos y un reflejo que, al flotar en el aire quieto, parecía incubar una redecilla de nubecitas grises.

– ¿Siente? -dijo el Loco-. La mujer se ha movido.

Retiraron los papeles y la observaron. Estaba quieta, impávida, con la misma sonrisa leve que tanto inquietaba al Coronel. Se quedaron mirándola hasta que la mañana se les confundió con la eternidad. Entonces volvieron a cubrirla con su mortaja de papeles.

A ratos les llegaba el quejido de la esposa. Oían frases desgarradas, sílabas que tal vez dijeran: «Sed, duardo. Sed, agua», nada claro. Los sonidos daban vueltas ciegas de moscardón, sin resignarse a partir.

Había dos cerraduras en la pesada puerta de nogal de la bohardilla, al pie de la escalera. Arancibia mostró las llaves de bronce, largas, antes de introducirlas en las ranuras y girar.

– Son las únicas -dijo-. Si se pierden, hay que voltear la puerta.

– Es una puerta cara -opinó el Coronel-. No me gustaría romperla.

Eso había sido todo. Se había marchado y, en el mismo instante, había empezado a extrañarla.

Durante las semanas que siguieron el Coronel se esforzó seriamente en olvidar la soledad y el desvalimiento de Evita. Está mejor como está ahora, se repetía. Ya no la asedian los enemigos ni hay que protegerla de las flores. La luz de la ventana se desliza por su cuerpo al atardecer. ¿Y él que ganaba con eso? La ausencia de Evita era una tristeza difícil de soportar. A veces encontraba, pegados en las paredes de la ciudad, restos de afiches con su cara. En jirones, manchada, la Difunta sonreía sin inteligencia desde ese ningún lugar. Dios mío, cómo la extrañaba. Maldecía la hora en que había aceptado el plan de Arancibia. Si lo hubiera examinado un poco más le habría encontrado fallas. Y Ella estaría escondida en algún rincón de su despacho. Podría levantar la tapa de la caja en ese mismo instante y contemplarla. ¿Por qué no lo había hecho? Dios mío, cómo la odiaba, cómo la necesitaba.

Anotaba en sus fichas las nadas que sucedían:

7 de mayo. Mandé a lustrar las bolas y las espuelas. No pasó nada. //11 de mayo. Me encontré con Cifuentes en la Richmond. Tomé siete claritos. No conversamos de nada. /13 de junio. Fui a misa de diez en el Socorro. Vi a la viuda del general Lonardi. La encontré un poco decaída. Amagué saludarla. Me torció la cara. Domingo, en el Servicio: no había nadie .

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