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RECONOCIMIENTOS

* A Rodolfo Walsh, que me guió en el camino hacia Bonn y me inició en el culto de «Santa Evita».

* A Helvio Botana, que me permitió copiar sus archivos y me reveló casi todo lo que ahora sé del Coronel.

* A Julio Alcaraz, por su relato del renunciamiento.

* A Olga y Alberto Rudni, a quienes debo el personaje y la historia de Emilio Kaufman en Fantasía. Ambos saben muy bien quién es frene.

* A Isidoro Gilbert, que grabó todo lo que Alberto se había olvidado de contar.

* A Mario Pugliese Cariño, por su evocación del primer viaje de Evita.

* A Jorge Rojas Silveyra, que una mañana de 1989 me refirió el final de esta novela. A sus largas conversaciones sobre la devolución del cadáver, a su préstamo de documentos invalorables y a su apoyo en la búsqueda de testigos.

* A Héctor Eduardo Cabanillas y al suboficial que fingió ser Carlo Maggi, por sus relatos.

* A la viuda del coronel Moori Koenig y a su hija Silvia, que una noche de 1991 me refirieron las desdichas de sus vidas.

* A Sergio Berenstein, quien entrevistó al personaje que aquí se llama Margot Heredia de Arancibia. A los viejos proyectoristas y acomodadores del cine Rialto, así como a los herederos del antiguo dueño.

* A mi hijo Ezequiel, que me enseñó como nadie a investigar en archivos militares y periodísticos. A mi hija Sol Ana, que me acompañó armando teatros con muñecas a las que llamaba Santa Evita y Santa Evitita.

* A Paula, Tomy, Gonzalo, Javier y Blas, mis hijos, por el amor, en estos largos meses de ausencia.

* A Nora y Andrés Cascioli, que me dieron todas las facilidades para mis entrevistas con Rojas Silveyra y Cabanillas.

* A Maria Rosa, quien investigó en los diarios de 1951 y 1952 las hazañas y récords que intentaban devolver a Evita la salud perdida.

* A José Halperin y a Víctor Penchaszadeh, que corrigieron, sin impacientarse, las incontables referencias médicas del texto y facilitaron mi búsqueda en los archivos del sanatorio Otamendi y Miroli.

* A Noé Jitrik, Tununa Mercado, Margo Persin y, en especial, a Juan Forn, que leyeron más de una vez el manuscrito y lo salvaron de oscuridades y caídas que yo no había advertido.

* A Erna von der Walde, por sus lecciones electrónicas de alemán. Todas las frases en esa lengua -salvo dos, triviales- provienen del réquiem «Für eine Freundin», de Rainer Maria Rilke.

* A María Negroni, a quien debo una línea de «Venecia».

* A Juan Gelman, que me dio libertad para incluir algunas líneas de sus poemas, sobre todo de «Preguntas». No siempre esas citas están entre comillas, pero se distinguen con facilidad: son lo mejor de este libro.

* A Mercedes Casanovas, por su apoyo y su paciencia.

* Y, sobre todo, a Susana, a quien esta novela debe cada palabra, cada revelación, cada felicidad.

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