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10 UN PAPEL EN EL CINE

A fines de 1989 me lancé a la busca del Chino Astorga sin saber si lo encontraría vivo o muerto. Después de cuarenta años, sólo el cine Rialto sobrevivía a los estragos de los videojuegos y conservaba la costumbre de las funciones continuadas. Un amenazante cartel en la fachada anunciaba sin embargo su demolición. Pregunté por Astorga en el sindicato de la industria cinematográfica. Me dijeron que se habían perdido los registros de los años cincuenta y que ningún proyectorista recordaba su nombre.

No me resigné a esos fracasos. Decidí llamar a mi amigo Emilio Kaufman, a quien no veía desde hacía décadas. Los fondos de su casa lindaban con los del Rialto y su memoria era prodigiosa. Yo había visitado la casa una o dos veces llevado por Irene, la hija mayor de Emilio, de quien estuve enamorado a fines de los años sesenta. Irene se casó, poco después con otro y partió, como yo, al exilio. En 1977, la noticia inesperada de su muerte me sumió en la depresión durante semanas. Escribí entonces muchas páginas de pesadumbre con la intención de que Emilio las leyera: jamás se las mandé.

Sentí vergüenza de mis propios sentimientos. Los sentimientos son libres pero rara vez los hombres se atreven a obedecer esa libertad.

Me encontré con Emilio en un café de la calle Corrientes. Había engordado y lucía un penacho de pelos grises, pero apenas sonrió advertí que las honduras de su ser seguían intactas y que ningún pasado nos separaba. Hablamos de lo que haríamos la semana siguiente, como si la vida estuviera por comenzar otra vez. Afuera llovió y escampó pero adentro de nosotros el tiempo era siempre el mismo. Una historia fue llevándonos a otra y de una ciudad saltamos a la siguiente, hasta que Emilio mencionó un hotel sarnoso del Marais, en París, sin saber que también Irene y yo habíamos vivido allí unas pocas semanas tempestuosas. Bastó esa breve imagen para que me derrumbara y le contase cuánto la había amado. Le dije que aún soñaba con Irene y que, en mis sueños, le prometía no amar jamás a otra mujer.

– ¿Vas a ponerte necrofílico? -me dijo-. Yo he sufrido por Irene más que vos y todavía sobrevivo. Vamos, che, ¿qué querías saber del Rialto?

Le pregunté por Astorga. Oí, aliviado, que se acordaba del accidente de Lidia con pelos y señales. Durante varios meses, me dijo, en Palermo sólo se habló de aquella fatalidad, quizá porque también los suegros del Chino habían muerto poco después, asfixiados por los gases de un brasero. Sabía que Yolanda, la hija, pasaba sus días en la soledad más absoluta, armando teatros de cartón detrás del escenario y conversando en un inglés inventado con las figuras que se veían al trasluz de la pantalla.

– Me crucé con el padre y con la hija dos o tres veces en la puerta del cine -dijo Emilio-. El encierro y la falta de sol los habían desteñido. Al poco tiempo desaparecieron. Nadie los vio más. Debió de suceder poco después de la caída de Perón.

– Se fueron por culpa del cadáver -dije yo, que conocía la historia.

– Qué cadáver -dijo Emilio, creyendo que se me habían confundido los tiempos-. Lidia murió en el 48. Se marcharon siete u ocho años después.

– Nadie los vio más -dije con desánimo.

– Yo volví a ver al Chino -me corrigió él-. Un domingo, en San Telmo, me paré a comprar cigarrillos en un kiosco. El viejo que me atendió hizo sonar dentro de mí una melodía perdida. «¿Chino?», le pregunté. «Qué hacés, Emilio», me saludó, sin sorpresa. A sus espaldas vi una foto coloreada de Lidia. «Veo que no te volviste a casar, le dije. «Yo para qué», me contestó. «La que se me casó es la nena, ¿te acordás? Vive conmigo, aquí a la vuelta. Tuvo suerte. Le tocó un hombre fuerte, trabajador: alguien mejor que yo.» Seguimos hablando un rato con recelo, como si nos dieran miedo las palabras. No creo que nos dijéramos nada. Todo lo que teníamos para darnos era tiempo vacío.

– ¿Cuánto hace de eso? -le pregunté.

Quién sabe, ya varios años. Pasé por el kiosco varias veces más, pero siempre lo encontré cerrado. Ahora hay allí una empresa de teléfonos y faxes.

– ¿En San Telmo? -dije-. Yo vivo ahí.

– Ya lo sé -dijo Emilio-. El kiosco quedaba enfrente de tu casa.

Esa misma tarde emprendí la búsqueda del Chino, y creo que nunca me costó tanto dar con alguien al que tuve tan cerca. El kiosco había pasado de una mano a otra, al compás de las inflaciones y de los infortunios nacionales: a la gente se le desvanecía el pasado más rápido de lo que tardaba en llegar el presente. Seguí una cadena de pistas falsas. De un almacén en Mataderos derivé a otro en Pompeya y de allí a un asilo de ancianos en Lanús. Por fin, alguien recordó a un hombre de ojos oblicuos en una casa de vecindad de la calle Carlos Calvo, a la vuelta del kiosco donde había comenzado todo.

Más de una vez he contado a mis amigos lo que pasó desde entonces, y he tropezado siempre con los mismos signos de incredulidad: no porque la historia sea inverosímil -no lo es-, sino porque parece irreal.

No Sabía si el Chino estaba vivo o muerto, como dije. Lo habían visto en el segundo piso de un edificio decrépito, cuyas galerías rectangulares daban a un patio de baldosas. Allí entré una mañana de primavera. De los barandales colgaban toallas, sábanas y otras intimidades de unas veinte familias.

Cuando llamé a su puerta -a la que quizás era su puerta- serían las once. A través de las ventanas oscurecidas por cortinas de cretona adiviné unos sillones de plástico. Me atendió una mujer de caderas anchas como miriñaques, ojos vacunos y el pelo cobrizo, martirizado por un yelmo de bigudíes. oí en el fondo un tango de Manzi desafinado por Virginia Luque y el repiqueteo de unos martillazos. Le dije quién era yo y le pregunté por José Nemesio Astorga.

– Era mi papi -me dijo-. Que en paz descanse. Se le reventó la úlcera el verano pasado. Ni le cuento la Navidad que tuvimos.

La tranquilicé explicándole que sólo necesitaba confirmar una historia y que no la haría perder mucho tiempo. Ella vaciló y me franqueó el paso. Adentro olía a cebollas recién cortadas y a escombros de cigarrillos. Tomé asiento en uno de los sillones de plástico y soporté sin quejas el salvajismo del sol que se filtraba por las banderolas.

– Usted debe ser Yolanda -le dije.

– Yolanda Astorga de Ramallo -asintió-. Mi marido está en la otra pieza, arreglando un aparador -señaló hacia la oscuridad, en el fondo-. Acá, si no está él, no entra nadie.

– Hace bien dije, por conformarla-. En estos tiempos hay que desconfiar. Tal vez se acuerde usted de algo que pasó en el Rialto, entre noviembre y diciembre de 1955. Debía de ser muy chica…

– Muy chica -interrumpió, cubriéndose una boca en la que sobrevivían pocos dientes, cortos y marrones-. Siempre he representado más edad de la que tengo.

– Entre noviembre y diciembre -repetí- llevaron al Rialto un cajón grande, como de metro y medio, de madera lustrada. Lo dejaron atrás de la pantalla. ¿Su padre le habló de eso?

Suspiró con imposible coquetería. Luego encendió un cigarrillo y aspiró dos bocanadas profundas. Estaba tomándose su tiempo y yo no podía sino esperar.

– Claro que sí, yo vi el cajón. Lo trajeron una tarde, antes de la función de matinée. Ese día daban Camino a Bali, La ventana indiscreta y Abbott y Costello en la legión extranjera . Tengo una memoria de fuego para los programas del Rialto. Los hombres se acuerdan de los equipos de fútbol, a mí no se me borran las listas de películas.

Yolanda se salía de cauce con facilidad.

– ¿Cuántos días estuvo ahí el cajón? -le dije.

– Dos semanas, tres, menos de lo que yo hubiera querido. Una mañana, cuando me levanté de la cama, lo vi. Pensé que era una mesa nueva y que después iban a traer los caballetes. La estrené. Hice mis dibujos. La madera era muy blanda. Sin darme cuenta, la rayé con las marcas de los lápices. Tuve miedo de que papi se enojara y me encerré en la pieza. Papi nunca notó las marcas, que en paz descanse.

– ¿Su padre le dijo lo que había adentro?

– Claro que me lo dijo. La Pupé. Desde el principio supe lo que era. Tentamos mucha confianza con papi, nos contábamos todo. Cuando terminó la función de esa noche vino a ver si yo estaba dormida. Como sintió que no, se me sentó al lado de la cama y me dijo: Yoli, vos no te acerqués a ese cajón…¿Qué tiene, papi?, le pregunté. Una muñeca grande, me dijo. El dueño del cine la compró en Europa y se la quiere regalar a la nieta para Navidad. Es una muñeca muy cara, Yoli. Si alguien se entera de que la tenemos acá guardada la van a querer robar. Yo lo encendí en el acto, pero no me pude sacar de encima la curiosidad. Le daba vueltas y vueltas a la caja mientras veía las películas al revés.

– Me contaron eso. Que usted jugaba al otro lado de la pantalla, que armaba teatros con las muñecas.

– ¿Se lo contaron? No sabe la locura que yo tenía con las muñecas. Como la pantalla era de lona, transparente, me acostumbré a ver las películas por el otro lado. Cuando las veía del lado real, nada me parecía lo mismo. Vivía contándole las películas a mis muñecas. Les habré contado más de diez veces el incendio de la mansión de Rebeca la mujer inolvidable.

– Así que nunca vio a la muñeca grande -la interrumpí, devolviendo la conversación a su corriente original.

– ¿Cómo que no la vi? -En el cuarto de al lado cesaron los martillazos y se oyeron los suspiros de un cepillo de carpintero. -¿No le dije que me moría de curiosidad por saber cómo era? Una tarde, apenas empezó la matinée, descubrí que la tapa se abría sola, tal vez porque ya estaba suelta o porque la empujé sin darme cuenta. Entonces vi por primera vez a mi Pupé, toda vestida de blanco, descalza, con los dedos de los pies bien dibujados, de lo más suave, como si la hubieran hecho con piel de verdad. Ya no se fabrican muñecas como ésa. Ahora todas vienen en serie, de plástico, para usar y tirar.

– Esa era única -murmuré.

– Dígamelo a mi. Aquel día dieron por primera vez Violetas imperiales , que iba a ser una de mis películas favoritas, pero yo ni la miré. Estaba hipnotizada por la Pupé. No le podía quitar los ojos de encima. No sé cuántas horas habrán pasado hasta que me animé a tocarla. Qué impresión me dio. Era de lo más suave. Las yemas de los dedos me quedaron impregnadas de olor a lavanda.

– ¿Le contaba las películas, como a las otras?.

– Se las conté mucho después. Ese día la vi tan dormida que le dije: Dormí todo lo que quieras, Pupecita. Nunca te voy a despertar. Entonces le puse las manos en la frente y le canté. Después le acomodé con cuidado sus encajes y muselinas y dejé todo tal como estaba.

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