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8 UNA MUJER ALCANZA SU ETERNIDAD

¿Cuales son los elementos que construyeron el mito de Evita?

1°) Ascendió como un meteoro desde el anonimato de pequeños papeles en la radio hasta un trono en el que ninguna mujer se había sentado: el de Benefactora de los Humildes y Jefa Espiritual de la Nación.

Lo consiguió en menos de cuatro años. En septiembre de 1943 la contrataron en Radio Belgrano para interpretar a las grandes mujeres de la historia. Su nuevo salario le permitió mudarse a un departamento modesto de dos ambientes en la calle Posadas. En las primeras audiciones maltrataba el idioma español con tanta saña que el ciclo estuvo a punto de ser suspendido. Hizo decir a Isabel de Inglaterra: «Me muero de la indinación, bilconde Rálf», aludiendo tal vez a sir Walter Raleigh, que no era vizconde. Y en un diálogo improbable de la emperatriz Carlota con Benito Juárez, exclamó: «No le perdono que tenga tan mal conceto de mi amado Masimiliano». Quizá la corrigieron durante el corte comercial, porque en la entrada siguiente dijo, con ponderable esfuerzo: «¡Macksimiliano sufre, sufre, y yo me vuá volver loca!».

Ser cabeza de compañía no tenía entonces ninguna importancia social. Para la gente de bien, que oía poca radio, Evita era sólo una cómica que entretenía a los coroneles y a los capitanes de fragata. Nadie pensaba en Ella como un peligro.

En julio de 1947 ya la historia era otra. Evita apareció en la portada del semanario Time. Volvía de una peregrinación por Europa que los corresponsales bautizaron como «la travesía del arco iris. No tenía ningún cargo oficial, pero en todas partes la recibieron los jefes de Estado, el Papa, las multitudes. En Río de Janeiro, penúltima escala de su viaje, los cancilleres americanos le dieron la bienvenida e interrumpieron su conferencia para brindar por ella. Los que no le habían prestado atención como actriz la odiaban ya como icono del peronismo analfabeto, bárbaro y demagogo.

Tenía entonces veintiocho años. Para los códigos culturales de la época, actuaba como un macho. Despertaba y daba órdenes a los ministros del gabinete a las horas más imprudentes, disolvía huelgas, mandaba despedir a periodistas y actores por venganza o capricho y al día siguiente decidía que les devolvieran el trabajo, albergaba en los hogares de tránsito a miles de cabecitas negras que emigraban de las provincias, inauguraba fábricas, recorría en tren diez o quince pueblos por día improvisando discursos en los que mencionaba por sus nombres a los pobres, puteaba como un carrero, no dormía. Caminaba siempre un paso detrás del marido, pero él parecía la sombra, el revés de la medalla. En una de sus invectivas memorables, Ezequiel Martínez Estrada definió así a la pareja: «Todo lo que le faltaba a Perón o lo que poseía en grado rudimentario para llevar a cabo la conquista del país de arriba abajo, lo consumó Ella o se lo hizo consumar a él.

En ese sentido también era una ambiciosa irresponsable. En realidad, él era la mujer y Ella el hombre.

2°) Murió joven, como los otros grandes mitos argentinos del siglo: a los treinta y tres años.

Gardel tenía cuarenta y cuatro cuando ardió en Medellín el avión donde viajaba con sus músicos; el Che Guevara no había cumplido cuarenta cuando una avanzada del ejército boliviano lo fusiló en La Higuera.

Pero a diferencia de Gardel y del Che, la agonía de Evita fue seguida paso a paso por las multitudes. Su muerte fue una tragedia colectiva. Entre mayo y julio de 1952, hubo a diario centenares de misas y procesiones para implorar a Dios por una salud insalvable. Mucha gente creía estar presenciando los primeros estremecimientos del apocalipsis. Sin la Dama de la Esperanza, no podía haber esperanza; sin la Jefa Espiritual de la Nación, la nación se acababa. Desde que se difundieron los partes médicos sobre la enfermedad hasta que su catafalco fue llevado a la CGT por un cortejo de cuarenta y cinco obreros, Evita y la Argentina pasaron más de cien días muriéndose. En todo el país se alzaron altares de luto, donde los retratos de la difunta sonreían bajo una orla de crespones.

Como sucede con todos los que mueren jóvenes, la mitología de Evita se alimenta tanto de lo que hizo como de lo que pudo hacer. «Si Evita viviera sería montonera», cantaban los guerrilleros de los años setenta. Quién sabe. Evita era infinitamente más fanática y apasionada que Perón, pero no menos conservadora. Hubiera hecho lo que él decidiera. Especular sobre las historias imposibles es una de las diversiones favoritas de los sociólogos, y en el caso de Evita las especulaciones se abren en un abanico de nervaduras, porque el mundo en el que Ella vivió se convirtió rápidamente en otro. “Si Evita hubiera vivido, Perón habría resistido a los intentos revolucionarios que terminaron derrocándolo en 1955”, repiten casi todos los estudios sobre el credo peronista. Esa ucronía se funda en el hecho de que en 1951, después de un golpe militar anémico y fallido, Evita ordenó al comandante en jefe del ejército que comprara cinco mil pistolas automáticas y mil quinientas ametralladoras para que los obreros las empuñaran en caso de otro alzamiento. Quién sabe. Cuando Perón cayó, las armas que debían estar en manos de los sindicatos habían ido a parar a los arsenales de gendarmería y el desconcertado presidente no habló por radio para pedir ayuda. Tampoco las masas se movilizaron espontáneamente en defensa de su líder, como lo habían hecho diez años antes. Perón no quería combatir. Era otro. ¿Era otro porque la vejez se le venía encima o porque la infatigable Evita ya no estaba a su lado? Ni la historia ni nadie pueden contestar a esa pregunta.

3°) Fue el Robin Hood de los años cuarenta.

No es verdad que Evita se resignó a ser víctima, como insinúa su libro La razón de mi vida. No toleraba que hubiera víctimas, porque le recordaban que Ella había sido una. Trataba de redimir a todas las que veía.

Cuando conoció a Perón, en 1944, mantenía a una tribu de albinos mudos escapados de los cotolengos. Les pagaba la cama y la comida, pero su trabajo en la radio no le permitía ocuparse de ellos. Cierta vez, orgullosa, quiso presentárselos a Perón. Fue una catástrofe. Los encontraron desnudos de la cintura para abajo, nadando en un mar de mierda. Horrorizado, el novio los despacho a un asilo de Tandil en una chata del ejército. Los choferes se descuidaron y los perdieron para siempre en la escabrosidad de unos maizales.

Nada acongojaba tanto a Evita como ver desfilar a los expósitos en vísperas de la Navidad y de las fiestas patrias. Rapados a cero para no atraer los piojos, vestidos con capas azules y delantales grises, los huérfanos se apostaban en las esquinas de la calle Florida con alcancías tubulares, de metal, recaudando limosnas para las monjas de clausura y para las colonias de niños débiles. Desde sus automóviles, las damas de la Sociedad de Beneficencia vigilaban el comportamiento de sus protegidos y recibían el saludo zalamero de los transeúntes. Los ajuares que lucían las beneméritas eran cosidos por las jovencitas sin hogar recluidas en El Buen Pastor, que se educaban allí en el arte del corte y la confección usando tijeras encadenadas a las mesas, para impedir los robos. Más de una vez, Evita juró que acabaría con esas ceremonias anuales de humillación.

Se le presentó la oportunidad en julio de 1946, un mes después de que su marido juró como jefe del Estado. En su condición de primera dama, le correspondía ser presidenta honoraria de la Sociedad de Beneficencia, pero las beneméritas se resistían a mezclarse con una mujer de pasado tan dudoso, que era hija ilegítima y había vivido con varios hombres antes de casarse.

El deber, por supuesto, prevaleció sobre los principios. Las beneméritas decidieron mantener la tradición y ofrecer el cargo a la Bataclana -como la llamaban en sus cotorreos-, pero imponiéndole tantas condiciones que no podría aceptarlo.

La visitaron un sábado, en la residencia presidencial. Evita les dio cita a las nueve de la mañana, pero a las once aún no se había levantado. La noche antes, los agentes de Control de Estado le hicieron llegar copia de la carta que una de las directoras de la institución había mandado a la escritora Delfina Bunge de Gálvez.

Esperamos que vengas a la residencia con nosotras, Delfina querida ”, decía la carta. «Sabemos que tenés el paladar muy delicado y que la visita te hará mal al estómago. Pero si cuando estés delante de la h de p (perdonános, pero con una poetisa sólo se deben emplear las palabras justas) te sentís descompuesta, pensá en que estás ofrendándole al Señor un sacrificio que te valdrá infinitas indulgencias plenarias .

Evita bajó las escaleras con una elegancia que las dejó pasmadas. Vestía un tailleur en cuadrillé blanco y negro con adornos de terciopelo. Aunque aún se manejaba con un vocabulario inseguro, su lengua ya era rápida, sarcástica, temible.

– ¿Qué las trae, señoras? -dijo, sentándose en el taburete de un piano.

Una de las damas, ataviada de negro, con un sombrero del que se alzaban unas alas de pájaro, contestó, desdeñosa:

– El cansancio. Llevamos más de tres horas esperando. Evita sonrió con candor:

– ¿Sólo tres horas? Tienen suerte. Hay dos embajadores, arriba, que ya llevan cinco. No perdamos tiempo. Si están cansadas, querrán irse rápido.

– Nos trae una obligación sagrada -dijo otra de las damas, que se envolvía el cuello con una estola de zorro-. Por respeto a una tradición que tiene casi un siglo, le ofrecemos que presida la Sociedad de Beneficencia…

– … aunque es usted demasiado joven -insinuó la del sombrero de pájaro-. Y tal vez, por haber sido artista, no esté familiarizada con nuestras obras. Somos ochenta y siete damas.

Evita se puso de pie.

– Se darán cuenta que no puedo aceptar -dijo, cortante-. Eso no es para mí. No sé jugar al bridge, no me gusta el té con masitas. Las haría quedar mal. Busquen a una que sea como ustedes.

La dama de la estola le tendió, con alivio, una mano enguantada.

Si es así, nos vamos.

– Se olvidan de la tradición -dijo Evita, ignorando el saludo-. ¿Cómo se van a quedar sin presidenta honoraria?

– Quiere sugerirnos algo? -preguntó, sobradora, la del zorro.

– Nombren a mi madre. Tiene ya cincuenta años. Ella no es una hache ni una pe, como dice esta carta -contestó, desplegando la copia sobre la mesa-, pero es mejor hablada que ustedes.

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