Литмир - Электронная Библиотека

12 JIRONES DE MI VIDA

Y ahora estaba preso. Habían venido a buscarlo a las seis de la mañana, cuando trataba de afeitarse. Le temblaban las manos. Se había cortado el mentón con la navaja: una herida profunda, que no dejaba de sangrar. En esas condiciones deplorables lo habían arrestado.

«Tiene media hora para despedirse de su familia», le habían dicho. Y así había subido a un furgón militar: tres días de viaje a ciegas, por un camino liso, eterno, sin curvas. El capitán que lo acompañaba no podía o no se animaba a dar explicaciones.

– No se impaciente -decía-. Ya va a saber qué pasa cuando lleguemos. Es una orden reservada, del ministro de ejército.

No tenía idea de adónde lo llevaban. Al amanecer del segundo día, el furgón se había detenido en un horizonte de cardales. El cielo estaba oscuro y helado. Se oía el vaivén del mar. Los hombres de la escolta, vestidos de civil, comenzaron a cubrir los vidrios y el chasis del furgón con alambres de tejido espeso.

– Voy a quejarme -dijo el Coronel-. No soy un delincuente. Soy un coronel de la nación. Quiten estas rejas.

– No es por usted -contestó el capitán con indiferencia-. Es por las piedras. Estamos por entrar en un camino de piedras grandes como huevos de avestruz. Si no protegemos el furgón, nos pueden hacer pedazos.

Apenas se pusieron en marcha las sintió. Castigaban los metales con un chisporroteo enloquecedor. Cuando avanzaban despacio, se oían las altas cortinas de viento: incesantes, frenéticas.

A la medianoche del tercer día entraron en una hilera de construcciones cuadradas, de cemento, con ventanas de banderola y puertas de hierro. El capitán lo dejó ante una entrada y le entregó la llave.

– Adentro tiene todo lo que necesita dijo-. Mañana temprano van a venir a buscarlo.

Había un catre de campaña, una mesa grande con lápices y anotadores, una lámpara de pie y un ropero de dos lunas. Vio colgados, con alivio, sus uniformes de coronel. Estaban limpios, con nuevas estrellas de oro cosidas en las hombreras. El aire olía a un polvo eterno, tenaz. Trató de salir a la noche pero afuera, en la oscuridad inmensa, el viento no le permitía moverse. Arrojaba sobre sus carnes exhaustas polvo y astillas de sílice, abanicaba su cuerpo como si no hubiera espacio ni claridad ni nada que no fuera la locura del viento soplándose a sí mismo. Creyó distinguir a lo lejos un cerro cónico. Graznaron algunos pájaros, tal vez gaviotas, lo que en la noche era incomprensible. Sintió una sed atroz y también supo que nada podría saciarla. Así regresó a su cuarto (o a ese vacío que ahora llamaba su cuarto), sabiendo que la soledad había empezado y que no tendría fin.

Llamaron a su puerta antes del amanecer. Un coronel retirado, al que no conocía, le anunció que el ministro de ejército lo había confinado en esa orilla del desierto por no cumplir las órdenes superiores.

– ¿Qué órdenes? -preguntó el Coronel.

– Me dijeron que usted sabia.

– No sé nada. ¿Por cuánto tiempo?

– Seis meses. Es un confinamiento, no es un arresto. Cuando salga de acá, este incidente no va a figurar en su legajo.

– Confinamiento, arresto -dijo el Coronel-. Para mí es lo mismo.

Toda la situación le parecía fuera de lugar. Se había incorporado a medias en el catre, apoyándose sobre una almohada magra, de estopa, mientras el otro coronel hablaba sin mirarlo. Una claridad gris se insinuaba en la banderola, pero tardaba eternidades en avanzar: el gris no quería moverse, como si esa indecisión fuese la verdadera naturaleza del día.

– Puede pasear por donde se le dé la gana -dijo el otro coronel-. Puede traer a su esposa y a sus hijas. Puede escribirles cartas. El comedor está cerca, en la construcción de al lado. Sirven el desayuno de seis a ocho, el almuerzo de doce a dos, la cena de ocho a diez. El clima es sano, de mar. Va a ser como una vacación, un descanso.

– Quiénes son los vecinos -preguntó el Coronel.

– Por ahora no hay. Está usted solo. Yo llevo acá diez meses y no he visto a nadie, fuera de mi asistente y el jefe de la guarnición. Pero en cualquier momento puede aparecer alguien más.

De pronto calló y se quedó un rato acariciando las solapas del capote. Era un viejo coronel de cara redonda, inescrutable. Parecía un campesino. Quién sabe cuánto tiempo había estado fuera del servicio, hasta que la caída de Perón lo había devuelto al ejército. Quién sabe si era, después de todo, un coronel.

– Si yo fuera usted -dijo-, haría venir a mi mujer. Uno se puede volver loco acá. Oiga ese viento. Nunca se calma. Es así las veinticuatro horas.

– No sé cómo llamar a mi mujer -dijo el Coronel, abrumado-. Ni siquiera sé dónde estamos.

– Creí que se había dado cuenta. Frente al golfo San Jorge, al sur. De qué le sirve saber. Con este viento, no se puede ir muy lejos.

– Habrá un lugar donde se pueda comprar algo de ginebra -insinuó el Coronel-. Voy a necesitar unos porrones.

– No le aconsejo. El alcohol es carísimo. En el comedor se lo venden, pero cada botella cuesta un ojo de la cara.

– Tengo mi sueldo.

– Sólo un tercio -aclaró el de la cara redonda-. El ejército le paga lo demás a su familia. Ese tercio apenas le alcanza para la comida, que también es cara. Acá no se produce nada. Hay que traer las provisiones desde muy lejos.

– No voy a comer, entonces.

– No diga eso. El aire de mar abre el apetito.

Al mediodía salió y caminó contra el viento. El comedor estaba a menos de cincuenta metros, debajo de un gran letrero con la palabra Cantina, pero cada paso le costaba un esfuerzo enorme, como si los pies tuvieran anclas. Un hombre bajo, musculoso, con nariz de boxeador, le sirvió una sopa de harina verde.

– Tráigame ginebra -le ordenó el Coronel.

– Sólo vendemos alcohol los viernes y sábados por la noche -dijo el hombre. Era jueves. -Antes de pedir nada, es mejor que mire los precios.

Estudió el menú. Lo único que no costaba sumas desatinadas era la sopa de arvejas y la carne de cordero.

– ¿Y la sal? -preguntó-. ¿Cuánto cuesta la sal?

– La sal y el agua son gratis -dijo el hombre-. Puede servirse toda la que quiera.

– Entonces déme sal -dijo el Coronel-. No necesito otra cosa.

Afuera el aire era siempre turbio. El viento soplaba con tanta fuerza que parecía estar hecho de la hermandad de muchos vientos que jamás se apagaban. Era húmedo y saludable, con franjas del aire de mar y violentas agujas de arena que quizá venían del desierto. En el horizonte se dibujaba la silueta desairada del cerro cónico que el Coronel había entrevisto la noche anterior. Ahora parecía a punto de disolverse y desaparecer.

Cuando volvió a su cuarto encontró el catre tendido con sábanas limpias. Habían ordenado en la repisa del baño sus enseres de afeitar. La ropa estaba distribuida con prolijidad en las perchas y en los cajones del ropero. Le indignó que alguien se hubiera tomado la confianza de abrir la valija y disponer de sus cosas sin permiso. Frenético, empezó a escribir una carta de queja al ministro de ejército, pero la dejó por la mitad. La desolación y el abandono que lo rodeaban le parecían irremediables, y supuso que lo mejor sería esperar a que pasaran los seis meses de confinamiento. Ahora sólo le preocupaba la Difunta. Había tratado de amansarla y no se lo habían permitido. Tarde o temprano, cuando Ella se les fuera de las manos, los del gobierno tendrían que llamarlo. Era, después de todo, el único que la sabía manejar. También el embalsamador había logrado cierta destreza, pero a él no lo iban a tomar en cuenta: era extranjero, civil y quizá se entendía en secreto con Perón.

Una oscura sospecha se le fue insinuando lentamente hasta que lo inundó por completo: sus secretos habían sido violados. Quien fuera el que había vaciado su valija sabía ya que allí estaban el manuscrito de Mi Mensaje y el fajo de cuadernos escolares que Renzi, el mayordomo, había confiado a la madre de Persona: los que Ella, Persona, escribiera entre 1939 y 1940 y que llevaban, en las páginas impares, títulos como Uñas, Cavellos, Piernas, Maquiyaje, Nariz, Ensayos y Gastos de ospital. También, sin duda, el intruso había encontrado las fichas donde el Coronel anotaba los vaivenes del Servicio. En la media hora escasa que le habían concedido para despedirse de la familia, se había ocupado menos de besar a las hijas y de amontonar su ropa que de reunir esos papeles sin los cuales él se tornaba vulnerable, acabado, un no ser. Lo que ahora poseía era nada y a la vez era todo: secretos que no se podían compartir, hebras sueltas de historias que por sí solas no significaban gran cosa pero que juntas, tejidas por alguien que supiera hacerlo, bastaban para incendiar el país.

Si le habían tocado un solo papel, mataría al primer ser humano que encontrase. No le importaba quién había entrado en su cuarto: todos debían ser cómplices. Le habían dejado la Smith amp; Wesson con seis balas, tal vez con la esperanza de que se suicidara. No pensaba hacerlo: usaría el arma para matar al que se le pusiera delante. Haría estragos antes de perderse en el viento o en la inmensidad de afuera. Enfermo de cólera, revisó la valija. Era extraño. Parecía que nadie había tocado los paquetes. Todos seguían atados por los nudos alemanes en forma de ocho que sólo él sabía hacer y deshacer.

Desplegó las fichas del Servicio sobre el catre y les echó una ojeada: era difícil que, aun leyéndolas, alguien pudiera descifrar lo que decían. Las había escrito con una clave simple, casi primitiva, pero si no se conocía la frase que permitía el acceso, el sentido se evaporaba. Había dejado en su caja de seguridad del Banco Francés una copia de la clave, con instrucciones de que si moría o desaparecía se la entregaran a su amigo Aldo Cifuentes. Fue el propio Cifuentes quien me mostró la frase, escrita con la letra filosa e inclinada del Coronel:

He aprendido que no es injusto el daño que me está sucediendo

Ab cdebfghgi jkb li bm hfnkmpi bq gcri jkb sb bmpc mktbghbfgi

Y luego: g=u, b=z, f=x, k=w, y=y, v=v. Los números: 0=1, 2=9, 3=8, 4=6, 5=5. La escritura se invierte. El texto es el espejo.

«Durante algún tiempo pensé que Moori había compuesto la clave del criptograma en uno de los días desesperados que debió pasar a orillas del golfo San Jorge», me dijo Cifuentes. "Pensé que la frase era un retrato penitente de sí mismo. Me equivoqué: la había copiado de un libro de Evita. Puede encontrarla en la edición de Mi Mensaje que anda por los kioscos”. Moori hizo un cambio insignificante en esa frase, supongo que para introducir un par de letras. Evita dice: "La enfermedad y el dolor me han acercado a Dios. He aprendido que no es injusto todo esto que me está sucediendo y que me hace sufrir ". Moori, en cambio, habla de el daño que me está sucediendo. A lo mejor pensaba también en él, como creí al principio. A lo mejor la idea de la maldición ya lo estaba rondando».

54
{"b":"87651","o":1}