El Coronel estaba fuera de sí. Dos veces entró en la ambulancia y encaró a Persona con un vozarrón entrecortado por la furia: «Me la vas a pagar, me la vas a pagar». Fesquet le oyó repetir maldiciones en alemán, pero retuvo sólo una pregunta que parecía una súplica: «Bist du noch da ?». Y luego: «Keinergeht weiter » («¿Todavía estás ahí? ». Y luego: «No vas a ir mas lejos… »)
Caminaba de un lado a otro con las manos a la espalda, apretándose las muñecas con una firmeza helada, desentendiéndose del frío que era también implacable. Por fin se detuvo. Llamó a Galarza.
Suban a esa mujer a mi despacho -ordenó.
El capitán lo miró con extrañeza. Tenía el labio de abajo partido en dos: tal vez el frío , pensó Moori Koenig, sorprendido de que en los momentos de tensión lo alcanzara esa clase de pensamientos; tal vez el clarinete .
– ¿Y el secreto, mi coronel? -preguntó Galarza-. Vamos a violar el reglamento.
– Qué carajo de secreto -contestó Moori Koenig-. Ya todo el mundo sabe. Súbala.
– En el comando en jefe se van a molestar -le advirtió Galarza.
– No me importa nada. Piense en todo el mal que Ella nos ha hecho. Piense en la pobre mujer de Arancibia.
– Más daño nos puede hacer si la dejamos entrar.
– Súbala, capitán. Yo sé lo que hago. Súbala ahora.
La caja era liviana, o parecía más liviana que las tablas de pino de que estaba hecha: cabía de pie en la jaula del ascensor y así subió cuatro pisos, hasta el despacho del Coronel. La dejaron debajo de un combinado Gründig cuyo color era también de miel clara.
Los tres objetos que coincidían en esa orilla de la habitación no sabían qué hacer el uno con el otro, como alguien que quiere dar una palmada y no encuentra su otra mano: arriba el boceto a lápiz y témpera de Kant en Konigsberg, debajo el combinado Grúndig que nadie había estrenado, y al pie la caja de LV2 La Voz de la Libertad, donde yacía Ella con su voz inaudible pero rotunda, fatal, más libre que ninguna voz viva. El Coronel se quedó un rato largo contemplando esa frontera clara del cuarto mientras el aguardiente descendía por su garganta en rápidas cascadas. Quedaba bien, sí, a primera vista nada desentonaba, sólo a ratos se escapaba un hilo del olor químico que él tan bien conocía. Quién iba a darse cuenta. Sentía sed de mirarla, sed de tocarla. Cerró la puerta con llave y desplazó el cajón hacia un lugar del cuarto que siempre haba estado vacío. Abrió la tapa y la vio: algo desarreglada y encogida por el viaje en ascensor, pero aún más temible que cuatro meses atrás, cuando la había dejado en la bohardilla del Loco. Aunque estaba helada, Persona se las arreglaba para sonreír de costado, como si estuviera por decir algo a la vez tierno y espantoso.
– Sos una mierda -le dijo el Coronel-. Por qué te fuiste tanto tiempo.
Sentía amargura: un sollozo inoportuno le trepaba por la garganta y no sabía cómo detenerlo.
– ¿Te vas a quedar, Evita? -le preguntó-. ¿Vas a obedecerme?
El brillo azul de las profundidades de Persona parpadeó, o él creyó que parpadeaba.
– ¿Por qué no me querés? -le dijo-. Qué te hice. Me paso la vida cuidándote.
Ella no contestó. Parecía radiante, triunfal. Al Coronel se le cayó una lágrima y al mismo tiempo lo alcanzó una ráfaga de odio.
– Vas a aprender, yegua -le dijo-, aunque sea a la fuerza.
Salió al pasillo.
– ¡Galarza, Fesquet!-llamó.
Los oficiales llegaron corriendo, con el presentimiento de un desastre. Galarza se paró en seco junto a la puerta y no dejó avanzar a Fesquet.
– Mírenla -dijo el Coronel-. Yegua de mierda. No se deja domar.
Cifuentes me contó años después que nada le había impresionado tanto a Galarza como el áspero olor a orina de borracho. «Sintió unas ganas terribles de vomitar», me dijo, «pero no se animó. Le parecía que estaba dentro de un sueño».
El Coronel se quedó mirándolos sin entender. Alzó el mentón cuadrado y ordenó:
– Méenla.
Como los oficiales seguían inmóviles, repitió la orden, sílaba por sílaba:
– Vamos, qué esperan. Pónganse en fila. Méenla.