Литмир - Электронная Библиотека

En las semanas de vigilias y averiguaciones que siguieron, el cuerpo del Coronel cambió. Le salieron bolsas oscuras bajo los ojos y unas estrellas de várices en los tobillos. Mientras llevaban a la Difunta de un lado a otro, sentía mareos y acideces que no lo dejaban dormir. Cada vez que se veía reflejado en las ventanas de su despacho se preguntaba por qué. Qué me puede estar pasando, decía. El 22 de enero voy a cumplir cuarenta y dos años. Un hombre que se vuelve viejo a mi edad es porque no sabe vivir o porque tiene ganas de morir. Yo no tengo ganas de morir. Esa mujer es la que me quiere ver muerto.

Durante toda la noche del 6 de julio había tratado de ocultar el crimen. Al amanecer se dio cuenta de que no podría. Los vecinos habían oído una discusión entre Elena y Eduardo y después los disparos. Todos hablaban de dos disparos pero el Coronel sólo veía el rastro de uno: la bala que tenía Elena en las honduras de su garganta.

– Nadie supo jamás la verdad de lo que había pasado -me dijo Aldo Cifuentes casi treinta años después-. Moori Koenig se había hecho una idea pero le faltaban partes del rompecabezas. El error fue dejar a la Difunta en la bohardilla de Arancibia. El cuerpo inmóvil había ido seduciendo al Loco día tras día. Sólo pensaba en volver a su casa para poder contemplarlo. Lo había desvestido. Al lado del cajón puso un banquito de madera donde vaya a saber qué hacía. Debía escrutar los detalles del cuerpo: las pestañas, la curva fina de las cejas, las uñas de los pies, que seguían pintadas con un esmalte transparente, el ombligo abultado. Si antes la había sentido moverse, cuando estaba a solas con Ella tal vez la creía viva. O esperaba que resucitara, como lo indican sus lecturas de Sinhué el egipcio.

Los vecinos declararon que entre las nueve y las diez de la noche hubo una discusión a gritos. Un mayor retirado que vivía enfrente de los Arancibia oyó decir al Loco: «¡Te agarré, hija de puta!». Y a Elena, que lloraba: «No me matés, perdonáme».

A las seis de la mañana llegó el juez militar. A las siete, el ministro de ejército ordenó que el doctor Ara examinase el cadáver. El embalsamador no advirtió nada irregular. Una semana antes había estado en el chalet, inyectando soluciones de timol en la arteria femoral. Moori Koenig se indignó con Ara por haber tocado a la Difunta sin su permiso ni conocimiento. «El mayor Arancibia me dijo que era usted quien lo pedía», explicó el embalsamador. «Me dijo que el cuerpo cambiaba de posición cuando lo dejaban solo y que ustedes no sabían por qué. Hice un examen escrupuloso del cadáver. Tiene pequeñas hendiduras, se advierte que lo han zarandeado mucho. Pero, en lo esencial, no ha cambiado desde que me lo quitaron.» Su tono era, como siempre, sobrador, mordiente. Moori Koenig se contuvo para no pegarle una trompada. Salió de la casa del crimen con una depresión atroz. A las diez de la mañana, llamó a Cifuentes por teléfono para invitarlo a beber. Tenía la voz desfigurada por el alcohol y en medio de una frase se alejó del tubo y balbuceó estupideces: «Evena, Elita».

Durante el velatorio de Elena y los rezos de nueve noches por el descanso de su alma, el cuerpo de Eva Perón siguió en la bohardilla, protegido por las crestas de legajos y documentos. había dos muertas en la casa pero nadie podía hablar de ninguna. Los hechos avanzaban a la deriva, como si buscaran un lugar y no tuvieran cabida. El 17 y el 18 de julio, Eduardo Arancibia fue sometido a juicio en los tribunales del ejército. Sus defensores lo alentaron en vano a que suplicara clemencia: no habló, no pidió disculpas, no respondió a las preguntas impacientes del juez. Sólo al atardecer del segundo día se quejó de llamas en la cabeza. Gritó, con irreverencia: «!Me duelen las llamas! Evina, Evena, ¿dónde te has metido?». Fue sacado a la fuerza. No estaba en la sala del juicio cuando lo condenaron a prisión perpetua en la cárcel de Magdalena. Por decoro o por escrúpulos de secreto, el juez decidió que el caso fuera archivado con una carátula falsa: Homicidio por accidente.

En esos días, la Difunta regresó a la errancia que le causaba tanto daño: de uno a otro camión, en calles que nunca eran las mismas. La desplazaban al azar por la ciudad lisa, interminable: la ciudad sin trama ni pliegues. Como el Coronel no se apartaba de su infierno de alcohol, el capitán Milton Galarza tomó las riendas del Servicio: diseñó los desplazamientos de la Difunta, le compró un sayal nuevo, cambió el orden de las guardias. A veces, cuando veía el camión con el cuerpo bajo las ventanas de su oficina, lo saludaba con algún balido del clarinete que desquiciaba a Mozart o a Carl Maria von Weber. Una mañana, le informaron que habían encontrado velas cerca de la ambulancia donde estaba confinado el cuerpo. Podían ser casuales: eran tres velas chatas, encendidas al pie de un monumento en la plaza Rodríguez Peña. Los soldados de guardia, que ya reconocían los signos, no habían oído nada fuera de lo común. Galarza decidió que, de todos modos, había llegado el momento de cambiar «el cofre armero». Mandó comprar una caja de pino basto, sin adornos ni manijas, y a los costados hizo pintar, con letras de embalaje: «Equipos de radio. LV2 La Voz de la Libertad.

En su despacho, a solas, el Coronel se entregaba cada vez más a la tristeza, al sentimiento de pérdida. Desde que recibía en su casa cartas anónimas y llamadas de amenaza, no se acercaba a Evita. No podía. «Si te vemos con Ella te arrancamos los huevos», decían las voces. Nunca eran las mismas. «¿Por qué no la dejás en paz?», repetían las cartas. «Te seguimos día y noche. Sabemos que donde estés vos va a estar Ella». Le daban órdenes: «Te damos plazo hasta el 17 de octubre para entregar el cuerpo a la CGT»; «Te prohibimos que la llevés al SIE». No soportaba obedecer y sin embargo obedecía. La extrañaba. Si la tuviera cerca de mí, pensaba, no sentiría tanta sed. Nada lo saciaba.

Había cambiado tres veces su número de teléfono pero el enemigo siempre lo encontraba. Una madrugada llamó una voz de mujer y, atontado, le pasó el tubo a su esposa. Ella lo soltó, gritando.

– ¿Qué te ha dicho? -preguntó él-. ¿Qué quieren los hijos de puta?

– Dice que hoy, a las doce, nos van a reventar la casa. Que nos han envenenado la leche de las chicas. Que me van a cortar los pezones.

– No le hagás caso.

– Quiere que devuelvas a esa mujer.

– ¿Qué mujer? Yo no sé nada de ninguna mujer.

– La madre, dijo. Santa Evita, dijo. Madre mía.

A las doce estalló un cartucho de dinamita en el palier. Saltaron las ventanas, los jarrones, la vajilla. Las esquirlas de vidrio hirieron en el pómulo a la hija mayor. Tuvieron que llevarla al hospital: doce puntos de sutura. Podían haberla desfigurado sin remedio. Persona le había hecho más daño que nadie, y sin embargo la extrañaba. No dejaba de pensar en ella. De sólo recordarla sentía ahogos, espasmos en el pecho.

A mediados de agosto cayó una tormenta que adelantaba la primavera y el Coronel decidió que su larga sumisión a la fatalidad ya no tenía sentido. Se afeitó, se dio un baño de inmersión que duró más de dos horas y se puso el último uniforme sin estrenar que le quedaba. Luego salió a la lluvia. La Difunta seguía estacionada en la calle Paraguay, frente a la capilla del Carmen: dos soldados vigilaban la calle; otros dos protegían el ataúd, dentro de la ambulancia. El Coronel les ordenó subir al vehículo y manejó hasta la esquina de Callao y Viamonte. Dejó a Persona allí, delante de sus ojos, al pie de su despacho.

Ahora, se dijo, no habría enemigo que pudiera enfrentarlo. A Cifuentes, que lo visitó aquella tarde, le confió que había cercado la ambulancia con una valla de quince hombres: seis cubrían otros tantos ángulos desde las ventanas de los edificios, uno esperaba oculto bajo el chasis con el arma de reglamento desenfundada, los demás se apostaban en la vereda, adentro del vehículo, adelante y atrás.

Creí que se había vuelto loco -me dijo Cifuentes-. Pero no estaba loco. Estaba desesperado. Me dijo que iba a domar a la Yegua antes de que Ella acabara con él.

Así esperó. Vestido de uniforme, sentado junto a la ventana, con la mirada fija en la ambulancia y sin probar una gota de alcohol: esperó toda la noche del 15 de agosto y el apacible día que siguió, sin que nada pasara. Esperó, extrañándola y a la vez odiándola, seguro de que por fin la vencería.

Al anochecer del jueves 16 las nubes ya se habían disipado y sobre la ciudad se posó un aire tieso, glacial, que crujía cuando lo atravesaban. Poco antes de las siete desfiló por la avenida Callao la procesión de San Roque. El Coronel estaba de pie ante la ventana cuando las patrullas de policía desviaron el tránsito hacia el este y oyó la música sacra de los trombones. La efigie del santo y de su perro se elevaban apenas sobre el oleaje de hábitos negros y violetas. Los promesantes llevaban cirios, guirnaldas de flores y grandes vísceras de plata. «Qué ganas de perder el tiempo», dijo el Coronel. Y deseó que lloviera.

Era uno de esos momentos en que la tarde está indecisa, según me dijo Cifuentes: la luz oscila entre el gris, el púrpura y el naranja como una vaca boba. Moori Koenig volvía a su escritorio para repasar las fichas de Margot Arancibia cuando un estrépito de bocinas lo detuvo en seco. Afuera, Galarza gritaba órdenes roncas de las que el Coronel no entendía una sola palabra. Los soldados corrían, ciegos, por la calle. Un mal presagio se le clavó en la garganta, contó Cifuentes. Moori Koenig había sentido siempre los presagios en los socavones de su cuerpo como si fueran agujas o quemaduras. Se precipitó a la calle. Llegó a la esquina de Callao a tiempo para ver, en la súbita noche, treinta y tres velas chatas que brillaban en hilera, al pie de las fachadas. De lejos parecían espuma o la estela de un barco. Dentro de un zaguán encontró una corona fúnebre de alverjillas, pensamientos y nomeolvides, atravesada por una cinta con letras doradas. Resignado, leyó el casi previsible mensaje: Santa Evita, Madre nuestra. Comando de la Venganza.

Media hora después, el capitán Galarza había completado el breve interrogatorio a los presbíteros que encabezaban la procesión y a las devotas de hábitos marrones que los seguían. La hipnosis de las oraciones y los vaivenes del incienso habían cegado a todos. No recordaban nada fuera de lo común: ninguna ofrenda funeraria ni cirios que no fueran los que se vendían en las parroquias. En la avenida Córdoba, unos pocos promesantes de hábitos violetas se habían rezagado para auxiliar a una monja extenuada, dijeron, pero en las procesiones abundaban esos percances. Nadie recordaba las facciones de nadie.

52
{"b":"87651","o":1}