5 ME RESIGNÉ A SER VÍCTIMA
Dos láminas adornaban el escritorio del Coronel en el Servicio de Inteligencia. La mayor era la infaltable reproducción del óleo de Blanes que retrata al libertador José de San Martín resignado a los azares de la guerra. El tema de la otra lámina era el orden. Reproducía un boceto a lápiz y témpera en el que se ve a Emmanuel Kant caminando por las calles de Konigsberg mientras los vecinos verifican la puntualidad de sus relojes. El filósofo tiene una muela inflamada y un pañuelo anudado a la cabeza, pero marcha con energía, consciente de que cada uno de sus pasos refuerza la rutina de la ciudad y ahuyenta los infortunios del caos. Asomados a los balcones o a las puertas de las tiendas, los vecinos repiten el ritual cotidiano de imponer a sus relojes la hora marcada por el paseo de Kant. Debajo del dibujo, obra del ilustrador Ferdinand Bellerman, una leyenda en alemán proclama: «Mi patria es el orden».
El Coronel tenía el hábito de la exactitud. Cada mañana anotaba en un cuaderno los trabajos que ya había terminado y los que se proponía emprender. En los de ese día apareció por primera vez un sobresalto: Evita. A solas con el embalsamador en el santuario, el Coronel había visto por fin el cuerpo en el prisma de cristal. Verlo no lo había sorprendido tanto como su dificultad para reponerse de algo tan irregular como la sorpresa.
Tal como proclamaban los apuntes del doctor Ara, Evita era un sol líquido, la llama detenida de un volcán. En estas condiciones va a ser difícil protegerla, pensó. ¿Qué se le mueve adentro? ¿Ríos de gas, de mercurio, de hielo seco? Tal vez el embalsamador tenga razón y el cuerpo se evapore en el traslado. Ha de ser venenoso. ¿Y si el cadáver que he visto no fuera el de ella? Esa sospecha no cesaba de atormentarlo, como un mueble fuera de lugar.
Escribió en el cuaderno: 22 de noviembre. ¿Cuántos son los cuerpos? Tal vez la madre conozca más detalles. Hablar con ella. Grabar una marca indeleble en la mujer: herrarla como a una yegua. Establecer el paradero de las copias. Determinar el lugar secreto donde permanecerá hasta nueva orden. Elaborar el operativo de traslado. Fijar la fecha y la hora: ¿el 23 a medianoche?
Era demasiado trabajo. Debía comenzar cuanto antes. Tomó el teléfono y llamó a doña Juana. Esperó un rato largo mientras la buscaban: a través de la línea oyó el vaivén de sus pasos huecos, la respiración asmática, la voz cascada:
– ¿Qué quieren ahora de mí?
– Soy el coronel Moori Koenig -la voz fluía en mayúsculas-. El presidente de la república me ha encargado que sepulte cristianamente a su hija. No queda en el país ningún familiar más directo que usted. Necesito verla para unas pocas formalidades. ¿Puedo…?
– No me han pedido permiso para nada de lo que han hecho. No veo por qué ahora…
– Voy a llegar a su casa antes de mediodía. ¿Está…?
– Desde hace días estoy pidiendo los pasaportes de mi familia -dijo la madre. Cada una o dos palabras, carraspeaba. -La policía no me los entrega. A ver si usted hace algo. Tráigamelos. Quiero irme de aquí. Se va mi familia entera. El país se ha vuelto invivible.
– ¿Invivible? -repitió el Coronel.
– Venga. Ya es hora de que estas cosas tengan un fin.
Buscó en los diarios apilados en su escritorio alguna noticia sobre el cadáver. Hacía ya meses que no se filtraba una sola línea. ¿Por superstición, por miedo? Todo podía salir a la luz en cualquier momento. Ahora que el cuerpo estaba por pasar de una mano a otra, nadie tenía el control del secreto. Leyó:
EN LOS ESTADOS UNIDOS VENDEN LOTES PARA VIVIR EN LA LUNA. Nueva York (AP). Una sospechosa Corporación de Fomento fundada por el ex presidente del planetario Hayden ha conseguido ya cuatro mil quinientos clientes dispuestos a invertir un dólar cada uno. POR AHORA NO SERA AUMENTADO EL PRECIO DE LOS COMBUSTIBLES. Así lo anunció el ministro de Industria, ingeniero Álvaro Carlos Alsogaray, quien colabora en formular un programa para la recuperación económica del país, devastado por las políticas del dictador depuesto. LAS FUERZAS ARMADAS ESTAN MAS UNIDAS QUE NUNCA. El presidente provisional de la república, general Pedro Eugenio Aramburu, destacó ayer en un discurso radiofónico la inconmovible y solidaria unidad de todos los cuadros ante los imperativos de la Revolución Libertadora…
El Coronel revisó con mayor cuidado las noticias breves. Nada. Qué alivio: nada. Se asomó a las ventanales blindados y oscuros de su despacho y contempló los jacarandas de la avenida Callao, que se obstinaban en florecer. Zumbaban las abejas en lo alto de las copas. La paz de las colmenas desafinaba con el alboroto de los colectivos y de los tranvías. ¿Abejas en Buenos Aires? Era primavera, un abuso de hojas y papeles taponaba las alcantarillas, las abejas no interrumpían el orden simétrico de la vida.
También el jardín de doña Juana amaneció lleno de abejas. La madre había salido a respirar el aire de la mañana y de pronto descubrió en lo alto el zigzagueo del enjambre. Regresó a la casa para contar el prodigio cuando alguien llamó a la puerta con un batir de palmas. ¿A esa hora?
A través de la mirilla reconoció la calva del mayordomo que había servido a Evita con devoción hasta la víspera de su muerte. Atilio Renzi. Llevaba dos carpetas en la mano y pretendía dejárselas.
– ¿Qué me ha traído, Renzi? ¿Qué voy a hacer con esto?
– Son escritos de su hija. Los rescaté a duras penas de la residencia.
– Quédeselos usted, Renzi. Yo me estoy yendo ya de Buenos Aires. Guárdemelos hasta que vuelva.
– Se los traje arriesgando la vida, doña Juana -insistió el hombre-. No quiero sentir ahora que no vale nada lo que hice.
Cuando el propio Renzi me contó la historia, catorce años después, ya casi nadie se acordaba de él. Debí examinar varios archivos antes de rescatar algunas huellas de su vida anterior. Por lo que vislumbré, era una vida caudalosa. Atilio Renzi. En una borrosa fotografía del diario Democracia se lo ve pidiendo silencio a las mujeres que rezan por la salud de la Señora a la entrada de la residencia presidencial, bajo la lluvia. Un hombre bajo, envarado, húmedo: el mayordomo fiel que siguió a Evita como una sombra y se eclipsó con ella. leí que había sido sargento de infantería hasta que Perón lo incorporó a su servicio personal, primero como chofer y después como intendente de palacio. Pero muy pronto Renzi se convirtió a la religión de Evita y sirvió a Perón sólo con su cortesía. Cada vez que Ella atendía a los humildes, el mayordomo también sentía lástima de si mismo y se le escapaban algunas lágrimas. A la Señora le daba vergüenza verlo en ese estado y le decía, en voz baja: «Vayasé al baño, Renzi. No me gusta que esté dando espectáculos». En el baño, él pensaba: «No debo Llorar, no debo llorar. Ella se mantiene fuerte y yo, en cambio, qué papelón estoy haciendo». Pero ese pensamiento lo hacía llorar más.
Renzi llegó a la casa de doña Juana, a eso de las ocho.
Le sudaba la calva, el sombrero le temblaba en las manos, no sabía cómo esconder las hilachas de los puños de la camisa. Doña Juana le abrió paso entre las valijas esparcidas en el vestíbulo, pero Renzi le hizo notar que no valía la pena.
– Tengo que irme en seguida -dijo, aunque no era verdad.
En la única ocasión que hablé con él, me contó que le había flaqueado el ánimo. «¡Deseaba tanto irme, Dios mío», me dijo, «entregar los papeles y salir de ahí».
Llevaba ya tres años como intendente de la residencia presidencial cuando le llegó el rumor de que Evita estaba languideciendo de cáncer. Verla extenuada y en los huesos despertó en Renzi una devoción más poderosa que el pudor: le limpiaba los orines, frotaba con aceite sus pies hinchados, enjugaba sus lágrimas y sus mocos. Para disuadirla de que el cáncer la había adelgazado hasta extremos de espanto, retiró todos los espejos de cuerpo entero e inmovilizó la tensión de las básculas en cuarenta y seis kilos perpetuos. Ya en los extremos de la agonía, cuando procesiones de mujeres avanzaban desde las orillas de Buenos Aires hasta la Plaza de la República, clamando por un milagro que le salvara la vida, Renzi descompuso los aparatos de radio para que Evita no oyera el largo y terrible llanto de las multitudes.
Al morir la Señora, Perón empezó a desaparecer de la residencia durante semanas enteras, y el mayordomo, sin nada de qué ocuparse, vagaba en silencio por los pasillos vacíos, con un plumero en la mano, a la caza de imposibles motas de polvo. En la memoria de Renzi (una memoria cobarde, como él me dijo, de la que se habían desvanecido los momentos felices), el palacio presidencial se iba rindiendo todos los días a la decrepitud: brotaban manchas de moho en los tapizados damasquinos de los sillones, se desprendían las borlas doradas de las cortinas y durante la noche se oía el frenético avance de las termitas en los balaustres de las escaleras. Perón odiaba la casa y la casa lo odiaba a él. No hubo tregua en ese odio hasta que lo derrocaron y él decidió fugarse.
La mañana de la huida, Renzi lo acompañó hasta el automóvil llevándole las valijas, y cuando el general se volvió para darle un abrazo, el mayordomo simuló que no lo veía y regresó a la casa con las manos en la cintura. Pagó los últimos salarios de los sirvientes y les ordenó que se marcharan, se pagó a sí mismo, y decidió esperar la noche en el cuarto de la Señora, que se mantenía cerrado desde la víspera de su entierro. Todavía estaban allí, intactos, los corpiños y Las bombachas de Dior que Evita había mandado comprar en las horas de agonía y los vestidos de fiesta que el modisto Jamandreu cosió, creyendo engañarla, tres días antes del fin. Renzi acarició aquellas estelas del cuerpo que tanto había venerado, aspiró los restos de rouge, de polvo Coty para la nariz, de Chanel número cinco, extendió sobre la cama las combinaciones de seda y los piyamas de satén que se conservaban en las cómodas bajo capas de celofán, se echó al cuello la estola de armiño que el Politburó de la Unión Soviética envió de regalo a la Señora en los primeros meses de 1952, con una esquela del propio Stalin, y se echó a llorar sobre las almohadas donde Ella había llorado y puteado contra la puta muerte que la parió.
Al oscurecer tuvo un arranque de curiosidad. Abrió el secreter donde Evita guardaba sus cartas y fotografías, y las examinó con la intención de llevarse alguna. Encontró un mensaje con instrucciones para la manicura, que había sido escrito antes de la enfermedad, y algunos retratos de sus últimas salidas al aire libre, de los que Ella misma había recortado las piernas, tal vez porque en su estado extremo de flacura se le veían más rectas de lo que eran.