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16 TENGO QUE ESCRIBIR OTRA VEZ»

La historia puede llevamos a cualquier parte,

a condición de que nos salgamos de ella.

CLAUDE LEVISTRAUSS, La pensée sauvage

A fines de junio de 1989, vencido por una ráfaga de depresión, me acosté decidido a no moverme de la cama hasta que la tristeza se retirara sola. Estuve así mucho tiempo. La soledad iba envolviéndome como el tejido de una crisálida. Un viernes, poco antes de medianoche, sonó el teléfono. Por desconcierto o por letargo, atendí.

– ¿Qué quiere? -pregunté.

– Nada -dijo una voz filosa, imperativa-. ¿No era usted el que trataba de saber algo? Ahora por fin estamos todos juntos y podemos hablar.

– No quiero hablar con nadie -dije-. Se equivocó de número.

Casi corté. La voz me detuvo.

– ¿Tomas Eloy?

Hay poca gente que me llama así: sólo amigos cercanos, del exilio; también, a veces, mis hijos.

– Soy yo -dije-. Pero no estoy buscando a nadie.

– Usted quería escribir sobre Evita.

– Eso fue hace mucho tiempo. Lo que quise decir ya está en una novela. Salió hace cuatro años.

– La leímos -insistió la voz-. Se le escaparon muchos errores. Sólo nosotros sabemos lo que pasó.

En el fondo, se oían esquirlas de sonidos: conversaciones indescifrables, bataholas de cristales y de lozas. Parecían los ecos desvelados de un restaurant.

– ¿Quién habla? -dije.

– Lo vamos a esperar hasta la una, en el café Tabac de Libertador y Coronel Díaz. Es por el cadáver, ¿sabe? Nosotros nos hicimos cargo.

– Cuál cadáver?

En esos tiempos, Evita era para mí un personaje histórico, inmortal. Que fuera un cadáver no me entraba en la cabeza. Conocía, por supuesto, los azares de su pérdida y de su devolución al viudo, en Madrid, pero los había apartado de la memoria.

– Qué pregunta. El de Eva Perón.

– ¿Quién habla? -repetí.

– Un coronel -dijo la voz-. Servicio de Inteligencia del Ejército.

Al oír ese nombre, todas las hienas del pasado me hundieron los colmillos. Hacía sólo seis años que los militares se habían retirado del poder en la Argentina, dejando tras sí la estela de una matanza atroz. Tenían la costumbre de llamar por teléfono en medio de la noche para asegurarse de que las víctimas estaban en sus casas y, cinco minutos después, abatiéndose sobre ellas, las despojaban de sus bienes en nombre de Dios y las torturaban por el bien de la patria. Uno podía ser inocente de todo delito, salvo el de pensamiento, y eso bastaba para esperar, cada noche, que los jinetes del apocalipsis llamaran a su puerta.

– No voy a ir -dije-. A usted no lo conozco. No tengo por qué ir.

El tiempo había pasado. Ahora eran posibles esos desaires.

– Como quiera. Llevamos meses discutiendo el asunto. Esta noche, por fin, decidimos contar la historia completa.

– Cuéntemela por teléfono.

– Es muy larga -insistió la voz-. Es una historia de veinte años.

– Entonces llámeme mañana. ¿Se ha dado cuenta de qué hora es?

– Mañana no. Esta noche. Es usted el que no se da cuenta de qué estamos hablando. Eva Perón. Imagínese. El cadáver. Un presidente de la república me dijo: «Ese cadáver somos todos nosotros. Es el país.»

– Debía estar loco.

– Si usted supiera de qué presidente hablo, no diría eso.

– Mañana -repetí. A lo mejor, mañana.

– Entonces, la historia se pierde -dijo.

Presentí que era él, ahora, quien iba a cortar. Me he pasado la vida sublevándome contra los poderes que prohiben o mutilan historias y contra los cómplices que las deforman o dejan que se pierdan. Permitir que una historia como ésa me pasara de largo era un acto de alta traición contra mi conciencia.

– Está bien -dije-. Espéreme. En menos de una hora estoy allá.

Apenas colgué, me arrepentí. Me sentí desnudo, inerme, vulnerable, como la noche antes de mi exilio. Tuve miedo, pero la humillación del miedo me liberó. Pensé que si tenía miedo estaba aceptando que los verdugos eran invencibles. No lo eran, me dije. El sol / callado / la belleza / sin cólera / de los vencidos / los había vencido. Miré la ciudad a través de las persianas. Llovían tenues astillas de escarcha. Me puse el impermeable y salí.

Una de las ventajas del Tabac es que, junto a las ventanas, brotan inexplicables oasis sin sonido. El enloquecedor bochinche que arde junto a la barra y en los pasillos se apaga, respetuoso, en las fronteras de esas mesas privilegiadas, donde se puede hablar sin que oigan los de las mesas vecinas. Quizá por eso nadie las ocupa. Cuando llegué, la franja de silencio desentonaba, indiferente, con el trajín insomne del café. En Buenos Aires, mucha gente despierta sólo a medianoche de sus largas siestas y sale entonces a rastrear la vida. Parte de esa fauna estaba desperezándose en el Tabac.

Nadie me hizo señas cuando entré. Estudié las caras, desorientado. Sentí, de pronto, el roce de un dedo en el hombro. Los tipos que me habían llamado por teléfono estaban a mi espalda. Eran tres: dos debían de tener más de setenta años. El tercero, calvo, de pómulos altos y con un bigote fino, dibujado, era un calco de Juan Duarte, el hermano de Evita que había caído en desgracia con Perón en 1953 y que, por desesperación o por culpa, se había pegado un tiro en la cabeza. Me pareció que el pasado en persona venía a buscarme, arbitrario, implacable.

– Soy el coronel Tulio Ricardo Corominas -habló uno de ellos. Estaba erguido, tieso, tal vez incómodo. Ni siquiera me tendió la mano y yo tampoco se la tendí. -Va a ser mejor que nos sentemos.

Me interné en la franja acústica. Con alivio, advertí que mi depresión estaba retirándose sola. Volví a ver la realidad como un vasto presente donde todo, por fin, era posible. El más alto de los tres militares se instaló a mi lado y dijo, con voz ronca y atropellada:

– Yo no estuve en el grupo que se llevó el cadáver. Soy Jorge Rojas Silveyra, el que lo devolvió.

Lo reconocí. En 1971, el gobierno militar le había dado plenos poderes para negociar con Perón en Madrid. Regresó a Buenos Aires con las manos vacías, pero le entregó a Perón dos regalos envenenados: el cuerpo de Evita, con el que no sabía qué hacer, y cincuenta mil dólares de salarios presidenciales atrasados, que a Perón le quemaron las manos.

El calvo juntó los tacos con marcialidad.

– A mí llámeme Maggi, como las sopas -dijo-. En uno de mis documentos fui, alguna vez, Carlo Maggi.

– Vine porque había una historia -les recordé-. Cuéntenmela y me voy.

– Leímos la novela suya sobre Perón -aclaró Corominas-. No es verdad que el cuerpo de esa persona estuvo en Bonn.

– Qué persona? -pregunté con malicia. Quería saber cómo la nombraba.

– Ella -contestó-. La Eva. -Se llevó las manos a la papada soberbia, colgante, y de inmediato se corrigió: -Eva Perón.

– Como usted dijo, es una novela -expliqué-. En las novelas, lo que es verdad es también mentira. Los autores construyen a la noche los mismos mitos que han destruido por la mañana.

– Ésas son palabras -insistió Corominas-. A mí no me convencen. Lo único que vale son los hechos y una novela es, después de todo, un hecho. Pero el cadáver de esa persona nunca estuvo en Bonn. Moori Koenig no lo enterró. Ni siquiera pudo saber dónde estaba.

– A lo mejor tenía una copia y creía que era el cuerpo verdadero -arriesgué. Habían aparecido artículos que aludían a copias desparramadas por el mundo.

– No hubo copias -dijo Corominas-. Hubo un solo cuerpo. Lo enterró el capitán Galarza en Milán, y desde entonces estuvo ahí, hasta que yo lo recuperé.

Durante dos horas, narró con la prolijidad de un anatomista las desventuras nómades de la Difunta: el fracaso del Coronel en el palacio de las aguas, la noche del vendaval en el cine Rialto, el crimen de Arancibia en el altillo de Saavedra y lo que él llamaba «sacrilegios» de Moori Koenig, que sólo conocía, dijo, «por rumores y delaciones anónimas». También habló de las tenaces, ubicuas ofrendas de flores y de velas. Después, me mostró un fajo de documentos.

– Vea -dijo-. Acá está el acta que firmó Perón cuando recibió el cuerpo. Fíjese en la factura que me dio la aduana cuando embarcamos a la Difunta para Italia. Éste es el título de propiedad de la tumba. Échele una ojeada.

Me tendió un papel amarillo, trasegado, inservible.

– El título de propiedad está vencido -dije, señalándole la fecha.

– No importa. Es la prueba de que la tumba fue mía. -Guardó el papel y repitió: -Fue mía.

Pedí otro café. Sentí que los músculos se me habían cristalizado o alisado por el peso de aquellos recuerdos ajenos. Todos fumaban mucho pero yo respiraba otro aire: el de la calle inmóvil y sin luz, o el del río, allí cerca.

– ¿Usted cree que fue suya, Corominas? -dije-. Siempre, de un modo u otro, fue de todos.

– Ya no es de nadie -dijo-. Ahora está por fin donde debió estar siempre.

Recordé el sitio: el fondo de una cripta en el cementerio de la Recoleta, bajo tres planchas de acero de diez centímetros, detrás de rejas de acero, puertas blindadas, leones de mármol.

– No siempre va a estar ahí -dije-. Tiene la eternidad para decidir qué quiere. Tal vez se ha convertido en una ninfa que está tejiendo su capullo. Tal vez volverá un día y será millones.

Volví a mi casa y, hasta que amaneció, seguí pensando qué hacer. No quería repetir la historia que me habían contado. Yo no era uno de ellos.

Así estuve tres años: esperando, rumiando. La veía en mis sueños: Santa Evita, con un halo de luz tras el rodete y una espada en las manos. Empecé a ver sus películas, a oír las grabaciones de sus discursos, a preguntar en todas partes quién había sido y cómo y por qué. «Era una santa y punto», me dijo un día la actriz que le había dado refugio cuando llegó a Buenos Aires. «Si lo sabré yo, que la conocí desde el principio. No sólo era una santa argentina. También era perfecta.»

Acumulé ríos de fichas y relatos que podrían llenar todos los espacios inexplicados de lo que, después, iba a ser mi novela. Pero ahí los dejé, saliéndose de la historia, porque yo amo los espacios inexplicados.

Hubo un momento en que me dije: Si no la escribo, voy a asfixiarme. Si no trato de conocerla escribiéndola, jamás voy a conocerme yo. En la soledad de Highland Park, me senté y anoté estas palabras: «Al despertar de un desmayo que duró más de tres días, Evita tuvo al fin la certeza de que iba a morir». Era una tarde impasible de otoño, el buen tiempo cantaba desafinando, la vida no se detenía a mirarme.

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