Al despertar de un desmayo que duró más de tres días, Evita tuvo al fin la certeza de que iba a morir. Se le habían disipado ya las atroces punzadas en el vientre y el cuerpo estaba de nuevo limpio, a solas consigo mismo, en una beatitud sin tiempo y sin lugar. Sólo la idea de la muerte no le dejaba de doler. Lo peor de la muerte no era que sucediera. Lo peor de la muerte era la blancura, el vacío, la soledad del otro lado: el cuerpo huyendo como un caballo al galope.
Aunque los médicos no cesaban de repetirle que la anemia retrocedía y que en un mes o menos recobraría la salud, apenas le quedaban fuerzas para abrir los ojos. No podía levantarse de la cama por más que concentrara sus energías en los codos y en los talones, y hasta el ligero esfuerzo de recostarse sobre un lado u otro para aliviar el dolor la dejaba sin aliento.
No parecía la misma persona que había llegado a Buenos Aires en 1935 con una mano atrás y otra adelante, y que actuaba en teatros desahuciados por una paga de café con leche. Era entonces nada o menos que nada: un gorrión de lavadero, un caramelo mordido, tan delgadita que daba lástima. Se fue volviendo hermosa con la pasión, con la memoria y con la muerte. Se tejió a sí misma una crisálida de belleza, fue empollándose reina, quién lo hubiera creído.
«Tenía el pelo negro cuando la conocí», dijo una de las actrices que le dio refugio. «Sus ojos melancólicos miraban como despidiéndose: no se les veía el color. La nariz era un poco tosca, medio pesadona, y los dientes algo salidos. Aunque lisa de pechera, su figura impresionaba bien. No era de esas mujeres por las que se dan vuelta los hombres en la calle: caía simpática pero a nadie le quitaba el sueño. Ahora, cuando me doy cuenta de lo alto que voló, me digo: ¿dónde aprendió a manejar el poder esa pobre cosita frágil, cómo hizo para conseguir tanta desenvoltura y facilidad de palabra, de dónde sacó la fuerza para tocar el corazón más dolorido de la gente? ¿Qué sueño le habrá caído dentro de los sueños, qué balido de cordero le habrá movido la sangre para convertirla tan de la noche a la mañana en lo que fue: una reina?»
«Sería quizá el efecto de la enfermedad», dijo el maquillador de sus dos últimas películas. «Antes, por más base y colores que le pusiéramos, a la legua se notaba que era una ordinaria, no había forma de enseñarle a sentarse con gracia ni a manejar los cubiertos ni a comer con la boca cerrada.
No habrían pasado cuatro años cuando volví a verla, ¿y qué te digo? Una diosa. Las facciones se le habían embellecido tanto que exhalaba un aura de aristocracia y una delicadeza de cuento de hadas. La miré fijo para ver qué milagroso retoque llevaba encima. Pero nada: tenía los mismos dientes de conejo que no le dejaban cerrar los labios, los ojos medio redondos y nada provocativos, y para colmo me pareció que estaba más narigona. El pelo, eso sí, era otro: tirante, teñido de rubio, con un rodete sencillo. La belleza le crecía por dentro sin pedir permiso.»
Nadie se daba cuenta de que la enfermedad la adelgazaba pero también la encogía. Como le permitieron vestirse hasta el final con los piyamas del marido, Evita flotaba cada vez más suelta en la inmensidad de aquellas telas. «¿No me encuentran hecha un jíbaro, un pigmeo?», les decía a los ministros que rodeaban su cama. Ellos le contestaban con alabanzas: «No diga eso, señora. Si es un pigmeo usted, ¿nosotros qué seremos: piojos, microbios?» Y le cambiaban de conversación. Las enfermeras, en cambio, le daban vuelta la realidad: «¿Ve lo bien que ha comido hoy?», repetían, mientras le retiraban los platos intactos. «Se la nota un poco más rellenita, señora». La engañaban como a una criatura, y la ira que le ardía por dentro, sin salida, era lo que más la ahogaba: más que la enfermedad, que el decaimiento, que el temor insensato a despertarse muerta y no saber qué hacer.
Una semana atrás, ¿ya una semana?, se le había apagado la respiración por un instante (como les pasaba a todos los enfermos de anemia, o al menos eso le dijeron). Al volver en sí, se encontró dentro de una cueva líquida, transparente, con máscaras que le cubrían los ojos y algodones en los oídos. Después de uno o dos intentos, consiguió quitarse los tubos y las sondas. Para su extrañeza, advirtió que en ese cuarto donde las cosas se movían rara vez de lugar había un cortejo de monjas arrodilladas delante del tocador y lámparas de luz turbia sobre los roperos. Dos enormes balas de oxígeno se alzaban amenazantes junto a la cama. Los frascos de cremas y perfumes habían desaparecido de las repisas. Se oían rezos en las escaleras batiendo las alas como murciélagos.
– ¿A qué se debe este barullo? -dijo, incorporándose en la cama.
Todos quedaron inmovilizados por la sorpresa. Un médico calvo al que apenas recordaba se le acercó y le dijo al oído:
– Acabamos de hacerle una pequeña operación, señora. Le hemos quitado el nervio que le producía tanto dolor de cabeza. Ya no va a sufrir más.
– Si sabían que era eso, no entiendo por qué han tardado tanto -y alzó la voz, con el tono imperioso que ya creía perdido-: A ver, ayúdenme. Tengo ganas de ir al baño.
Bajó descalza de la cama y, apoyándose en una enfermera, fue a sentarse en la taza. Desde ahí, oyó a su hermano Juan corriendo por los pasillos y repitiendo con excitación: «¡Eva se salva! ¡Dios es grande, Eva se salva!». En ese mismo instante volvió a quedarse dormida. Quedó tan extenuada que se despertaba sólo a ratos para beber sorbos de té. Perdió la noción del tiempo, de las horas y hasta de las compañías que se turnaban para cuidarla. Una vez preguntó: «¿Qué día es hoy?» y le dijeron: «Martes 22», pero al cabo de un rato, cuando repitió la pregunta, le respondieron: «Sábado 19», por lo que prefirió olvidar algo que tenía tan poca importancia para todo el mundo.
En uno de los desvelos hizo llamar a su marido y le pidió que se quedara un rato con ella. Lo notó más gordo y con unas grandes bolsas carnosas bajo los ojos. Tenía una expresión desconcertada y parecía deseoso de irse. Era natural: hacía casi un año que no estaban a solas. Evita le tomó las manos y lo sintió estremecerse.
– ¿No te atienden bien, Juan? -le dijo-. Las preocupaciones te han engordado. Dejá de trabajar tanto y vení por las tardes a visitarme.
– Cómo hago, Chinita? -se disculpó el marido-. Me paso el día contestando las cartas que te mandan a vos. Son más de tres mil cartas, y en todas te piden algo: una beca para los hijos, ajuares de novia, juegos de dormitorio, trabajos de sereno, qué sé yo. Tenés que levantarte rápido antes de que yo también me enferme.
– No te hagás el gracioso. Sabes que mañana o pasado me voy a morir. Si te pido que vengas es porque necesito encargarte algunas cosas.
– Pedíme lo que quieras.
– No abandones a los pobres, a mis grasitas. Todos estos que andan por aquí lamiéndote los zapatos te van a dar vuelta la cara un día. Pero los pobres no, Juan. Son los únicos que saben ser fieles. -El marido le acarició el pelo.
Ella le apartó las manos: -Hay una sola cosa que no te voy a perdonar.
– Que me case de nuevo -trató de bromear él.
– Casáte las veces que quieras. Para mí, mejor. Así vas a darte cuenta de lo que has perdido. Lo que no quiero es que la gente me olvide, Juan. No dejés que me olviden.
– Quedáte tranquila. Ya está todo arreglado. No te van a olvidar.
– Claro. Ya está todo arreglado -repitió Evita.
A la mañana siguiente despertó con tanto ánimo y liviandad que se reconcilió con su cuerpo. Después de todo lo que la había hecho sufrir, ahora ni siquiera lo sentía. No tenía cuerpo sino respiraciones, deseos, placeres inocentes, imágenes de lugares adonde ir. Aún le quedaban remansos de debilidad en el pecho y en las manos, nada del otro mundo, nada que le impidiera levantarse. Tenia que hacerlo cuanto antes, para tomar a todos por sorpresa. Si los médicos trataban de impedírselo, Ella estaría vestida ya para salir y con un par de gritos los pondría en su lugar. Vamos, se dijo, vamos ahora. No bien trató de tomar impulso, uno de los terribles taladros que le horadaban la nuca le devolvió de lleno la conciencia de la enfermedad. Fue un suplicio muy breve, pero tan intenso como para advertirle que el cuerpo no había cambiado. ¿Eso qué importa?, se dijo. Voy a morir, ¿no es cierto? Ya que voy a morir, todo está permitido.
Al instante la cubrió otro baño de alivio. Hasta entonces no había caído en la cuenta de que el mejor remedio para librarse de un estorbo era aceptar que existía. Esa súbita revelación la llenó de gozo. No se opondría nunca más a nada: ni a las sondas ni a los alimentos endovenosos ni a las radiaciones que le carbonizaban la espalda ni a los dolores ni a la tristeza de morir.
Alguna vez le habían dicho que no era el cuerpo lo que se enfermaba sino el ser entero. Si el ser lograba recuperarse (y nada costaba tanto, porque para curarlo era preciso verlo), lo demás era cuestión de tiempo y fuerza de voluntad. Pero su ser estaba sano. Nunca, tal vez, había estado mejor.
Le dolía desplazarse en la cama de un lado a otro pero, apenas apartaba las sábanas, salir era fácil. Hizo la prueba y enseguida estuvo de pie. En los sillones de alrededor dormían las enfermeras, su madre y uno de los médicos. ¡Cómo le hubiera gustado que la vieran! Pero no los despertó, por miedo a que la obligaran entre todos a acostarse otra vez. Caminó en puntas de pie hacia las ventanas que daban al jardín y a las que nunca tenía ocasión de asomarse. Vio la hiedra desplumada del muro, la cresta de los jacarandas y las magnolias en la pendiente del jardín, el vasto balcón vacío, las cenizas del pasto; vio la vereda, el arco suave de la avenida que ahora se llamaba del Libertador, las hebras de humedad en la penumbra, como si acabaran de salir de un cine. Y de pronto le llegó el hervor de las voces. ¿O no eran voces? Algo había en el aire que se alzaba y caía como si la luz esquivara obstáculos o la oscuridad fuera un pliegue sin fin, un tobogán hacia ninguna parte. Hubo un momento en que le pareció oír las sílabas de su nombre, pero separadas entre sí por silencios furtivos: Eee vii taa . La claridad iba alzándose en el este, desde las honduras del río, mientras la lluvia se desvestía de sus vahos grises y resucitaba con una luz de diamante. La vereda estaba sembrada de paraguas, mantillas, ponchos, destellos de velas, crucifijos de procesión y banderas argentinas. ¿Qué día es hoy?, se dijo, o tal vez se dijo. ¿Para qué las banderas? Hoy es sábado, leyó en el almanaque de la pared. Sábado de ninguna parte. Es veintiséis del sábado de julio de mil novecientos cincuenta y dos. No es día del himno ni de Manuel Belgrano ni de la virgen de Luján ni de ninguna santísima fiesta peronista. Pero ahí están los grasitas yendo de un lado a otro, como almas en pena. La que reza de rodillas es doña Elisa Tejedor, con el mismo pañuelo de luto en la cabeza que tenía cuando me pidió el carro lechero y los dos caballos que le robaron al marido la mañana de Navidad; el que se está arrimando a las vallas de la policía, con el sombrero ladeado, es Vicente Tagliatti, al que le conseguí trabajo de medio oficial pintor; aquellos que prenden velas son los hijos de doña Dionisia Rebollini, que me pidió una casa en Lugano y se murió antes de que pudiera entregársela en Mataderos. ¿Don Luis Lejía, por qué llora? ¿Por qué se abrazan todos, por qué levantan los brazos al cielo, injurian a la lluvia, se desesperan? ¿Dicen lo que oigo: Eee vii taa, no te vayás a ir ? Yo no me pienso ir, queridos descamisados, mis grasitas, vayansé a descansar, tengan paciencia. Si pudieran verme se quedarían tranquilos. Pero no puedo dejar que me vean así, con esta traza, esta flacura. Se han acostumbrado a que me les aparezca más imponente, con vestidos de gala, y cómo voy a desencantarlos tan desollada como estoy, con la alegría tan consumida y el espíritu tan a la miseria.