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9 GRANDEZAS DE LA MISERIA

Mientras el camión con su fúnebre huésped permaneció estacionado junto a la vereda del Servicio de Inteligencia, el Coronel no pudo pegar un ojo. Ordenó que se apostaran guardias día y noche y que se limpiaran los rastros de flores y de velas. Buscó en los diarios de la tarde algún relato sobre los estragos del incendio que le había impedido dejar a Evita entre las cisternas del palacio de las aguas: no encontró una sola palabra. Había ardido un depósito de aceites y de grasas, pero tres kilómetros al sur de Obras Sanitarias. ¿Qué sucedía con la realidad? ¿Era posible que ciertos hechos existieran para algunas personas y fueran invisibles para las otras? El Coronel no sabía cómo sosegar su cuerpo. A veces caminaba taciturno por los pasillos del Servicio y se detenía ante los escritorios de los suboficiales, mirándolos con fijeza. O bien se encerraba en la oficina a dibujar cúpulas de ciudades fantasmas. Tenía miedo de perder todo si se dejaba llevar por el sueño. No podía cerrar los ojos. El insomnio era también su incendio.

Al caer la noche del primer día, los relevos de la guardia descubrieron una margarita en el radiador del camión.

Los oficiales salieron a verla y dedujeron que la flor se les había pasado por alto en la inspección matutina. Nadie habría podido enredarla en la rejilla del radiador sin ser advertido. El ir y venir de los transeúntes era incesante; los guardias no apartaban los ojos del vehículo. Y sin embargo, no habían reparado en la margarita de largo tallo, con la corola henchida de polen.

Otra sorpresa sobrevino al amanecer siguiente. Sobre la calle, bajo los estribos del camión, ardían dos velas altas, torneadas. Las apagaba la brisa y la llama renacía sola tras una rápida chispa. El Coronel ordeno que las retiraran en seguida pero, ya entrada la noche, había otra vez flores esparcidas bajo el chasis, junto a un racimo de candelas que exhalaban luces apenas visibles, como deseos. Junto a la caja se arremolinaban unos toscos volantes mimeografiados, con una leyenda explícita: Comando de la Venganza . Y al pie: Devuelvan a Evita. Déjenla en paz .

Es una advertencia; se aproxima el combate, pensó el Coronel. El enemigo podía quitarle el cadáver esa misma noche, en sus narices. Si sucedía, iba a tener que matarse. El mundo se le caería encima. Ya el presidente de la república había preguntado: «¿La enterraron por fin?». Y el Coronel sólo le pudo decir: «Señor, aún no tenemos la respuesta». «No tarden más», había insistido el presidente. «Llévenla al cementerio de Monte Grande». Pero no se podía hacer eso. En Monte Grande era precisamente donde los enemigos irían a buscarla.

Decidió que esa noche iba a custodiar él mismo el ataúd. Se tendería dentro de la caja del camión, sobre una frazada de campaña. Ordenaría al mayor Arancibia, el Loco, que lo acompañara. Apenas unas cuantas horas, se dijo. Sentía miedo. ¿Qué importaba eso, mientras nadie lo supiera? No era miedo a la muerte sino a la suerte: miedo a no saber desde qué orilla de la oscuridad le caería el relámpago de la desgracia.

Distribuyó las guardias de tal modo que ya ningún azar pudiera filtrarse: dejó un hombre en la cabina del camión, al volante; dos vigías en la vereda de enfrente, vestidos de civil; dos más en las esquinas; uno debajo del chasis, acostado entre las ruedas. Ordenó que uno de los oficiales, apostado en las ventanas, observara el área con binoculares y describiera todo movimiento inusual. Las guardias debían relevarse cada tres horas, a partir de las nueve de la noche. Los hechos equivocados tienen un límite, se repetía el Coronel. Nunca suceden por segunda vez.

Era poco más de medianoche cuando el Loco y él se instalaron en el camión. Vestían uniformes de fajina. El vago presentimiento de que combatirían antes del amanecer los dejaba limpios de toda idea que no fuera la hueca, desolada idea de la espera. «Vendrá la muerte y tendrá tus ojos», había leído el Coronel en alguna parte. ¿Los ojos de quién? Lo más penoso de la espera era desconocer al enemigo. Cualquiera podía llegar desde la nada y hacerles frente. Hasta en el fondo de ellos mismos se preparaba, quizás, un adversario secreto. El Loco llevaba las Ballester Molina con las que había fusilado a cientos de perros. Moori Koenig tenía, como siempre, su Colt. Adentro de la caja del camión, en el denso aire viciado, flotaban tenues aromas de flores. No se oían los ruidos de la calle: sólo el jadeo del tiempo, yendo hacia adelante. Se tendieron, callados, en la oscuridad. Al cabo de un rato, oyeron un zumbido hiriente, agudo, que parecía ir cortando el silencio con su filo.

– Son abejas -adivinó el Coronel-. Las atrae el olor de las flores.

– No hay flores -observó Arancibia.

Buscaron las abejas en vano, hasta que regresó el silencio. Cada tanto, se dirigían preguntas inútiles, sólo para oír la voz del otro. Ninguno se animaba a dormir. El sueño les rozaba la conciencia y se retiraba, como una nube cansada. Oyeron el primer relevo de los guardias. A intervalos, el Coronel daba tres golpes en el piso del camión y alguien -el hombre tendido bajo el chasis- respondía con tres golpes iguales.

– ¿Siente? -dijo de pronto el Loco.

El Coronel se enderezó. El silencio estaba en todas partes, desperezándose en el espacio sin fin de la oscuridad.

– No hay nada.

– Siéntala. Se está moviendo.

– No hay nada -repitió el Coronel.

– Las que enterramos eran las copias -dijo el Loco-. Ésta es Ella, la Yegua. Me di cuenta enseguida, por el olor.

– Todos huelen: el cadáver, las copias. A todos los han tratado con químicos.

– No. Este cuerpo respira. Tal vez el embalsamador le metió algo en las vísceras, para que se oxigene. A lo mejor tiene un micrófono.

– No es posible. Los médicos del gobierno vieron las radiografías. La difunta está intacta, como una persona viva. Pero no está viva. No puede respirar.

– Entonces, ¿es ella?

– Qué sé yo -dijo el Coronel-. Enterramos los cuerpos al azar.

– Oiga, otra vez. Ahí está. Oiga su aliento -insistió el Loco.

Si se aguzaba el oído, fluían ruidos como de sueño: coros de monjes en la lejanía, crepitaciones de hojas secas, el aleteo de un pájaro remando contra el viento.

– Es el aire, abajo -dijo el Coronel.

Con el mango de la bayoneta dio tres golpes en el piso, variando el ritmo: dos redobles rápidos, de tambor. Y luego de esperar unos segundos, otro golpe largo, desafiante. El hombre que estaba tendido bajo el chasis le respondió con cadencias iguales. Era la contraseña.

Una vez más se quedaron inmóviles, oliendo los residuos agrios del tiempo que pasaba. La oscuridad se iba devorando a sí misma y ahondándose en su caverna de topo. Sudaban, por la tensión de la batalla inminente. ¿Habría una batalla? La voz del Loco saltó como una chispa:

– Me parece que la Yegua no está, mi coronel. Creo que se ha ido.

– Déjese de macanas, Arancibia.

– Hace rato que no la oigo.

– Nunca la oyó. Eran alucinaciones. Cálmese.

La ansiedad del Loco iba de un Lado a otro del camión. Se la sentía tropezar con los bancos y las lonas.

– ¿Por qué no vemos si todavía sigue ahí, mi coronel? -propuso-. Esa mujer es rara. Puede hacer cualquier cosa. Siempre fue rara.

Pensó que tal vez Arancibia tuviera razón, pero no podía reconocerlo. Claro que es rara, se dijo. En una sola noche, yaciendo, sin mover un dedo, había sacado de su quicio quién sabe cuántas vidas. Ya ni siquiera él seguía siendo el mismo, como había dicho el capitán de navío. No podía equivocarse otra vez. Debía descartar todos los errores. Se aclaró la garganta. La voz con la que habló tampoco era la suya.

– No perdemos nada con revisar -dijo. Enfiló el haz de la linterna hacia el ataúd. -Quite la tapa lentamente, Arancibia.

Oyó el jadeo ávido del Loco. Vio sus manos alzando la madera con un deseo que iba en busca de algo más, algo que ya no estaba al alcance de nadie. No podía recordar a qué se parecía la escena, pero debía ser algo que ya había presenciado y quizá vivido muchas veces, algo tan primario y elemental como la sed o los sueños. Bajo la línea de luz, el perfil de Evita se recortó, súbito, en el vacío.

– Es igual a la luna -dijo el Loco-. Parece dibujada con una tijera.

– Mantenga la calma -ordenó el Coronel-. Esté alerta.

Se agachó hasta que su mirada coincidió con la línea del horizonte de la Difunta. Y entonces, fingiendo desdén, levantó el lóbulo sano de la oreja y examinó la herida estrellada con que la había marcado. Allí seguía, indeleble. Sólo él podía verla.

– Cúbrala otra vez, Arancibia. La intemperie no le hace bien.

El Loco arriesgó un silbo rápido, fino, de pájaro. No podía contenerlo.

– Fíjese, es Ella nomás -dijo-. Ya se le acabó todo. La jefa espiritual, la abanderada de los humildes. Ahora está más sola que un perro.

Volvieron a esperar en el desierto de la negrura. A ratos, oían la calma de sus respiraciones. Más tarde los entretuvo el ir y venir de las rondas, afuera. Cerca del amanecer llovió. El Coronel sucumbió al sueño o a la sensación de no estar ya en ninguna parte. Lo despabilaron unos trotes rápidos en la vereda y las voces de mando del capitán Galarza:

– ¡No toquen nada! El coronel tiene que ver esta calamidad.

Alguien golpeó a la puerta del camión. Moori Koenig se alisó el pelo y se abotonó la chaqueta. La vigilia había terminado.

El resplandor del día lo encandiló. Por la estrecha hendija que acababan de abrir vislumbró a Galarza, con las manos en la cintura. Algo estaba diciéndole, pero no entendió qué. Sólo siguió la línea de su índice que señalaba un rincón, bajo el chasis. Allí encontró lo que había temido durante toda la noche. Vio una ristra de velas encendidas, inmunes a la brisa y a los vapores de la lluvia. Vio las ráfagas de margaritas, alhelíes y madreselvas que acompañaban a la Difunta como si fueran los ángeles de su muerte, sólo que ahora eran muchas: dos redondas parvas de flores. Y entre las ruedas, con la cabeza sangrando, aún vivo, vio al sargento Gandini, a quien le había tocado el último turno de las guardias. Lo habían golpeado salvajemente. Tenía en la boca un manojo de papeles. El Coronel no necesitó leerlos para saber lo que decían.

Subió, frenético, a su despacho. Bebió un largo trago de aguardiente. Miró por la ventana la ciudad infinita: los techos planos, iguales, de los que sobresalen, a intervalos, los cuellos de ave de las cúpulas. Entonces, recordó que aún le quedaba el teléfono. Hizo un par de llamadas y mandó buscar al Loco.

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