Sí, claro, es un retrato del derrumbe, pero imperfecto. Copi no tuvo la calle que había tenido Evita, y en ese texto se nota. El lenguaje tiende a la onomatopeya y a la histeria, remeda la desesperación y la insolencia con que Ella fue elaborando un estilo y un tono que no han vuelto a repetirse en la cultura argentina. Pero Copi escribía con buenos modales. No se puede quitar de encima la familia con poder ni la infancia rica (el abuelo de Copi fue, recuérdese, el Gran Gatsby del periodismo argentino), sus mierdas huelen a la place Vendémme y no a los albañales de Los Toldos : está lejos de la brutalidad analfa con que hablaba Evita.
La quería, por supuesto. A la comedia -¿o drama?-Eva Perón se le derrama la compasión por los pespuntes del vestido; ningún espectador puede dudar de que para Copi la obra fue un paciente y no encubierto trabajo de identificación: Evita cest moi . Eso no impidió que una recua de fanáticos peronistas quemaran el teatro L’Epée de Bois a la semana del estreno. La escenografía, los camarines, el vestuario, todo se incineró. Las llamas se veían desde la rue Claude Bernard , a doscientos metros. A los fanáticos les disgustó que Evita mostrara el culo. En la obra, Ella ofrece su amor como puede o como sabe. Entrega el cuerpo para que lo devoren. «Soy la Cristo del peronismo erótico », le hizo decir Copi. «Cójanme como quieran ».
Qué falta de respeto, qué atropello a la razón, protestaban los volantes arrojados por los incendiarios del teatro L’Epee de Bois al día siguiente del atentado.
Casi veinte años después, cuando Néstor Perlongher publicó los tres cuentos de Evita Vive (en cada hotel organizado), otros fanáticos invocaron el mismo tango de Discépolo al demandarlo por «atentado al pudor y profanación»: Qué falta de respeto, qué despliegue de maldad insolente.
Perlongher quiere desesperadamente ser Evita, la busca entre los pliegues del sexo y de la muerte y, cuando la encuentra, lo que ve en Ella es el cuerpo de un alma, o lo que llamaría Leibniz «el cuerpo de una mónada… Perlongher la entiende mejor que nadie. Habla el mismo lenguaje de la toldería, de la humillación y del abismo. No se atreve a tocar su vida y, por eso, toca su muerte: manosea el cadáver, lo enjoya, lo maquilla, le depila el bozo, le deshace el rodete. Contemplándola desde abajo, la endiosa. Y como toda Diosa es libre, la desenfrena. En el «El cadáver de la nación, y en los otros dos o tres poemas con que Perlongher la merodea, Ella no habla: las que hablan son las alhajas del cuerpo muerto. Los cuentos de Evita vive , en cambio, son una epifanía en el sentido que daba Joyce a la palabra: una «súbita manifestación espiritual», el alma de un cuerpo ávido que resucita.
Así empieza el segundo de los tres cuentos:
Estábamos en la casa donde nos juntábamos para quemar, y el tipo que traía la droga ese día se apareció con una mujer de unos treinta y ocho años, rubia, con aires de estar muy reventada, mucho revoque encima y un rodete…
Los que pusieron pleito a Perlongher por su «escritura sacrílega» no entendieron que su intención era la inversa: vestir a Evita con una escritura sagrada. Lean el relato de la resurrección en el Evangelio según Juan: la intención paródica de Evita vive salta entonces a la luz. En el cuento, nadie la reconoce al principio, nadie quiere creer que Ella sea Ella. Lo mismo le pasa a Jesús en Juan, XX 14, cuando se le aparece a María Magdalena por primera vez. Al policía que quiere llevarla presa, Evita le ofrece pruebas, señales, tal como hace Jesús con Tomás el Mellizo. Evita chupa una verruga, el Cristo pide que le metan mano: «Acerca tus dedos, mételos en mi costado» (Juan, XX 27).
Cuando escribió la última versión de Evita vive , Perlongher estaba sumido en una onda mística, se había enterado pocas semanas antes de que tenía sida, soñaba con la resurrección. Escribir a Evita con el lenguaje que Evita pudo haber tenido en los años ochenta era su estrategia para salvarse y perdurar en “el cadáver de la nación ”. No repetía Evita c’est moi , como había hecho Copi. Se preguntaba más bien: ¿Y si Dios fuera una mujer? ¿Si yo fuera la Diosa y al tercer día mi cuerpo regresara?
La literatura ha visto a Evita de un modo precisamente opuesto a como Ella quería verse. Del sexo jamás habló en público y quizá tampoco en privado. Tal vez se habría librado del sexo si hubiera podido. Hizo algo mejor: lo aprendió y lo olvidó cuando le convino, como si fuera un personaje más de los radioteatros. Los que conocieron su intimidad pensaban que era la mujer menos sexual de la tierra. «No te calentabas con Ella ni en una isla desierta», dijo el galán de una de sus películas. Perón, entonces, ¿cómo hizo para calentarse? Imposible saber: Perón era un sol oscuro, un paisaje vacío, el páramo de los no sentimientos. Ella lo habría llenado con sus deseos. No sexo sino deseos. Eva nada tenía que ver con la hetaira desenfrenada de la que habla el enfático Martínez Estrada ni con la “puta de arrabal” a la que calumnió Borges.
En las definiciones de Evita sobre la mujer, que ocupan toda la tercera parte de La razón de mi vida , la palabra sexo no aparece ni una sola vez. Ella no habla del placer ni del deseo; los refuta. Escribe (o dicta, o acepta que le hagan decir):
“Yo soy lo que una mujer en cualquiera de los infinitos hogares de mi pueblo. Me gustan las mismas cosas: joyas, pieles, vestidos y zapatos… Pero, como ella, prefiero que todos, en la casa, estén mejor que yo. Como ella, como todas ellas, quisiera ser libre para pasear y divertirme… Pero me atan, como a ellas, los deberes de la casa que nadie tiene obligación de cumplir en mi lugar. .”
Evita quería borrar el sexo de su imagen histórica y en parte lo ha conseguido. Las biografías que se escribieron después de 1955 guardan un respetuoso silencio sobre ese punto. Sólo las locas de la literatura la inflaman, la desnudan, la menean, como si Ella fuera un poema de Oliverio Girondo. Se la apropian, la palpan, se le entregan. Al fin de cuentas, ¿no es eso lo que Evita pidió al pueblo que hiciera con su memoria?
Cada quien construye el mito del cuerpo como quiere, lee el cuerpo de Evita con las declinaciones de su mirada. Ella puede ser todo. En la Argentina es todavía la Cenicienta de las telenovelas, la nostalgia de haber sido lo que nunca fuimos, la mujer del látigo, la madre celestial. Afuera es el poder, la muerta joven, la hiena compasiva que desde los balcones del más allá declama: “No llores por mí, Argentina”.
La ópera, el musical (¿cómo se llama eso?) de Tim Rice y Andrew Lloyd Webber ha simplificado y resumido el mito. La Evita a la que en 1947 la revista Time declaraba indescifrable, ahora se ha convenido en un articulo cantábile de Selecciones del Readers Digest. En el suburbio donde escribo este relato, que alusivamente se llama Condado del Sexo Medio (¿o del Sexo a Medias? ¿o del Sexo Mediocre?), Evita es una figura tan familiar como la estatua de la Libertad, a la cual, para colmo, se le parece.
A veces, para despejarme de la computadora, salgo a manejar sin rumbo por las rutas desiertas de New Jersey. Voy de Highland Park a Flemington o de Millstone a Woods Tavern con la radio prendida. Cuando menos lo espero, canta Evita. La oigo salir de la garganta raspada de la rapada Sinead O’Connor. La muerta y la cantante tienen la misma voz ronca y triste, a punto de quebrarse en un sollozo. Cantan, las dos, «Dont cry for me Argentina», con erres arrastradas y rumiantes, pronuncian Aryentina como si la ye fuese una ene de mi provincia natal. ¿Yo busco a Evita o Evita me busca a mí? Hay tanto silencio aquí, en esta ahogada respiración del canto!
Voy acercándome a Trenton o alejándome hacia Oak Grove, el tizne del aire no se mueve, el cielo dibuja siempre las mismas cicatrices, y en un centro comercial desierto, entre los carteles fulgurantes de Macys, Kentucky Fried Chicken, Pet Doktor, The Gap, Athletes Foot, entre un afiche de Clint Eastwood y otro de Goldie Hawn, la imagen de Evita se yergue como la de una reina, sola contra los poderes del cielo y de la tierra, ajena al suburbio, a la lluvia, ajena a todo llanto, No llores por mí, con la erizada aureola de la estatua de la Libertad en la cresta de su belleza.
En este Condado del Sexo Medio, en New Jersey, Evita es una figura familiar, pero la historia que se conoce de Ella es la de la ópera, la de Tim Rice. Nadie, tal vez, sabe quién fue de veras; la mayoría supone que Argentina es un suburbio de Guatemala City. Pero en mi casa, Evita flota: su viento está; todos los días deja su nombre en el fuego. Escribo en el regazo de sus fotos: la veo con el pelo al viento una mañana de abril; o disfrazada de marinero, posando para una tapa de la revista Sintonía; o sudando bajo un abrigo de visón, al lado del dictador Francisco Franco, en el férreo verano madrileño; o extendiendo las manos hacia los descamisados; o cayendo entre los brazos de Perón, ojerosa, en los huesos. Escribo en su regazo, oyendo los patéticos discursos de los meses finales, o fugándome de estas páginas para ver otra vez en copias de video las películas que aquí no ha visto nadie: La pródiga , La cabalgata del circo , El más infeliz del pueblo , en las que Evita Duarte se mueve con torpeza y recita con dicción atroz, actriz de última, la bella: ¿No es acaso lo bello sino el comienzo de lo terrible?
Así voy avanzando, día tras día, por el frágil filo entre lo mítico y lo verdadero, deslizándome entre las luces de lo que no fue y las oscuridades de lo que pudo haber sido. Me pierdo en esos pliegues, y Ella siempre me encuentra. Ella no cesa de existir, de existirme: hace de su existencia una exageración.
A pocos kilómetros de mi casa, en New Brunswick, una soprano negra cuyo nombre es Janice Brown, reestrenó hace algún tiempo las arias del musical Evita. Dos noches por semana canta «Don’t cry for me, Argentina». Lleva una peluca rubia y una falda larga en forma de campana. El teatro decrépito, con sillas de terciopelo raído, está siempre lleno. Casi todos los espectadores son negros, comen enormes raciones de pochoclo durante la hora y cuarto que dura el espectáculo, pero cuando Evita agoniza, dejan de masticar y también lloran, como Argentina. Evita nunca se hubiera imaginado reencarnada en Janice Brown ni en la voz rapada de Sinead O’Connor. No se hubiera pensando a sí misma en los carteles remotos de un país donde Ella es un personaje de ópera. Le habría halagado, sin embargo, ver su nombre escrito con lentejuelas en las marquesinas de un teatro de New Brunswick, aunque sea en uno que desde 1990 está a punto de ser demolido y transformado en plaza de estacionamiento.