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Podría grabarles un mensaje por radio y decirles adiós a su manera, encomendándoles al marido como siempre hacia, pero aún le quedaba la mañana entera para enderezar la voz, ordenar que instalaran los micrófonos y tener un pañuelo a mano por si los sentimientos se le desbocaban como la última vez. La mañana entera, pero también la tarde, y el día siguiente, y el horizonte de todos los días que le faltaban para morir. Otra ráfaga de debilidad la devolvió a la cama, el cuerpo apagó la luz y la felicidad de su ligereza la llenó de sueño, pasó de un sueño al otro y a otro más, durmió como si nunca hubiera dormido.

¿Serían tal vez las nueve, las nueve y cuarto de la noche? El coronel Carlos Eugenio de Moori Koenig dictaba en la Escuela de Inteligencia del ejército su segunda clase sobre la naturaleza del secreto y el uso del rumor. «El rumor., estaba diciendo, es la precaución que toman los hechos antes de convertirse en verdad…» Había citado los trabajos de William Stanton sobre la estructura de las logias chinas y las lecciones del filósofo bohemio Fritz Mauthner sobre la insuficiencia del lenguaje para abarcar la complejidad del mundo real. Pero su atención estaba puesta ahora sobre el rumor. «Todo rumor es inocente por principio, así como toda verdad es culpable, porque no se deja contaminar, no se puede llevar de boca en boca». Revisó sus notas en busca de una cita de Edmund Burke, pero en ese momento lo interrumpió uno de los oficiales de la guardia para informarle que la esposa del presidente de la república acababa de morir. El Coronel recogió sus carpetas y, mientras salía del aula, dijo en alemán: «Gracias a Dios que todo ha terminado».

En los últimos dos años, el Coronel había espiado a Evita por orden de un general de Inteligencia que invocaba, a su vez, órdenes de Perón. Su extravagante deber consistía en elevar partes diarios sobre las hemorragias vaginales que atormentaban a la Primera Dama, de las que el presidente debía estar mejor enterado que nadie. Pero así eran las cosas en aquella época: todos desconfiaban de todos. Una asidua pesadilla de las clases medias era la horda de bárbaros que descendería de la oscuridad para quitarles casas, empleos y ahorros, tal como Julio Cortázar lo imaginó en su cuento «Casa tomada». Evita, en cambio, veía la realidad al revés: la afligían los oligarcas y vendepatria que pretendían aplastar con su bota al pueblo descamisado (ella hablaba así: en sus discursos tocaba todas las alturas del énfasis) y pedía ayuda a las masas para «sacar a los traidores de sus guaridas asquerosas». Como exorcismo contra las estampidas de los pobres, en los salones de la clase alta se leían las sentencias civilizadas de Una hoja en la Tormenta , de Lin Yutang, las lecciones sobre placer y moralidad de Georges Santayana y los epigramas de los personajes de Aldous Huxley. Evita no leía, por supuesto. Cuando necesitaba salir de algún apuro, citaba a Plutarco o a Carlyle, por recomendación de su marido. Prefería confiar en la sabiduría infusa. Estaba muy ocupada. Recibía entre quince y veinte delegaciones gremiales por la mañana, visitaba un par de hospitales y alguna fábrica por la tarde, inauguraba tramos de caminos, puentes y casas de ayuda maternal, viajaba dos o tres veces por mes a las provincias, pronunciaba cada día entre cinco y seis discursos, arengas breves, estribillos de combate: pregonaba su amor por Perón hasta seis veces en una misma frase, llevando los tonos cada vez más lejos y regresándolos luego al punto de partida como en una fuga de Bach: «Mis ideales fijos son Perón y mi pueblo»; «Alzo mi bandera por la causa de Perón»; «Nunca terminaré de agradecer a Perón por lo que soy y por lo que tengo»; «Mi vida no es mía sino de Perón y de mi pueblo, que son mis ideales fijos». Era abrumador y extenuante.

El Coronel no desdeñaba ningún trabajo de espionaje, y para vigilar a Evita sirvió algún tiempo en la corte de sus edecanes. El poder es sólo un tejido de datos, se repetía, y vaya a saber cuál de todos los que recojo me servirá un día para fines más altos.

Escribía partes tan minuciosos como impropios de su rango:

«La Señora pierde mucha sangre pero no quiere que llamen a los médicos // Se encierra en el baño de su despacho y se cambia discretamente los algodones /// Pierde sangre a chorros. Imposible discernir cuándo se trata de la enfermedad y cuándo de la menstruación. Se queja, pero nunca en público. Las asistentas la oyen quejarse dentro del baño y le ofrecen ayuda, pero Ella no quiere /// Cálculo de las pérdidas, agosto 19, 1951: cinco centímetros cúbicos y tres cuartos. /// Cálculo de las pérdidas, septiembre 23, 1951: nueve centímetros cúbicos y siete décimas.»

Tantas precisiones eran indicio de que el Coronel interrogaba a las enfermeras, husmeaba en los tachos de basura, desmadejaba las vendas inservibles. Tal como él mismo solía decir, estaba haciendo honor a su apellido de origen, que era Moori Koenig: rey de la ciénaga .

El más extenso de sus partes data de septiembre 22. Esa tarde, un oficial de la embajada norteamericana le canjeó informaciones médicas confidenciales por un inventario completo de las hemorragias, lo que permitió al Coronel elaborar un documento de lenguaje más riguroso. Escribió:

«Al descubrirse una lesión ulcerada en el cuello uterino de la señora de Perón, se practicó una biopsia y se diagnosticó carcinoma endofílico, por lo cual como primera medida se va a destruir la zona afectada con radium intracavitario y se va a proceder en breve a una intervención quirúrgica. O sea, en términos legos, que hay a la vista un cáncer de matriz. Por la extensión del daño se vislumbra que al operarla tendrán que hacerle un vaciamiento ginecológico. Los especialistas que la están atendiendo le dan seis meses de vida, a lo sumo siete. Han hecho llamar de urgencia a un capo del Memorial Cancer Hospital de Nueva York para que confirme lo que ya no hace falta confirmar.»

Desde que Evita fue puesta bajo la custodia de los médicos, al Coronel no le quedó gran cosa por hacer. Pidió que lo relevaran de su misión en el cuerpo de edecanes y que le permitieran transmitir a una élite de oficiales jóvenes lo mucho que sabía sobre contraespionaje, infiltración, criptogramas y teorías del rumor. Llevó una vida de académico satisfecho mientras los títulos honoríficos se acumulaban sobre la agonizante Evita: Abanderada de los Humildes, Dama de la Esperanza, Collar de la Orden del Libertador General San Martín, Jefa Espiritual y Vicepresidente Honorario de la Nación, Mártir del Trabajo, Patrona de la provincia de La Pampa, de la ciudad de La Plata y de los pueblos de Quilmes, San Rafael y Madre de Dios.

En los tres años que siguieron, a la historia argentina le pasó de todo, pero el Coronel se mantuvo aparte, enfrascado en sus clases e investigaciones. Evita murió y su cuerpo fue velado durante doce días bajo la cúpula de jirafa de la Secretaría de Trabajo, donde se había desangrado atendiendo las súplicas de las multitudes. Medio millón de personas besó el ataúd. Algunos tuvieron que ser arrancados a la fuerza porque trataban de suicidarse a los pies del cadáver con navajas y cápsulas de veneno. Alrededor del edificio funerario se colgaron dieciocho mil coronas de flores: había otras tantas en las capillas ardientes alzadas en las capitales de provincia y en las ciudades cabeceras de distrito, donde la difunta estaba representada por fotografías de tres metros de altura.

El Coronel asistió al velorio con los veintidós edecanes que la habían servido, llevando el obligatorio crespón de luto. Permaneció diez minutos de pie, rezó una plegaria y se retiró con la cabeza baja. La mañana del entierro se quedó en cama y siguió los movimientos del cortejo fúnebre por las descripciones de la radio. El ataúd fue colocado sobre una cureña de guerra y tirado por una tropilla de treinta y cinco representantes sindicales en mangas de camisa. Diecisiete mil soldados se apostaron en las calles para rendir honores. Desde los balcones fueron arrojados un millón y medio de rosas amarillas, alhelíes de los Andes, claveles blancos, orquídeas del Amazonas, alverjillas del lago Nahuel Huapí y crisantemos enviados por el emperador del Japón en aviones de guerra.

«Números», -dijo el Coronel. «Ya esa mujer no tiene más ancla con la realidad que los números».

Pasaron los meses y la realidad, sin embargo, siguió ocupándose de ella. Para satisfacer la súplica de que no la olvidaran, Perón ordenó embalsamar el cuerpo. El trabajo fue encomendado a Pedro Ara, un anatomista español, célebre por haber conservado las manos de Manuel de Falla como si aún estuvieran tocando «El amor brujo».

En el segundo piso de la Confederación General del Trabajo, se construyó un laboratorio aislado por las más rigurosas precauciones de seguridad.

Aunque nadie podía ver el cadáver, la gente lo imaginaba yaciendo allí, en el sigilo de una capilla, y acudía los domingos a rezar el rosario y a llevarle flores. Poco a poco, Evita fue convirtiéndose en un relato que, antes de terminar, encendía otro. Dejó de ser lo que dijo y lo que hizo para ser lo que dicen que dijo y lo que dicen que hizo.

Mientras su recuerdo se volvía cuerpo, y la gente desplegaba en ese cuerpo los pliegues de sus propios recuerdos, el cuerpo de Perón -cada vez más gordo, más desconcertado- se vaciaba de historia. Entre los rumores que compilaba el Coronel para ilustración de sus discípulos llegó el de un golpe militar que estallaría entre junio y septiembre de 1955. El de junio fracasó; en septiembre, Perón se desmoronó solo.

Fugitivo, asilado en una cañonera paraguaya que estaba siendo reparada en los astilleros de Buenos Aires, Perón escribió durante cuatro noches de vigilia, mientras esperaba que lo asesinaran, la historia de su romance con Eva Duarte. Es el único texto de su vida que construye el pasado como un tejido de sentimientos y no como un instrumento político, aunque su efecto (sin duda voluntario) es asestar el martirio de Evita, como una maza de guerra, contra la cara de sus adversarios.

Lo que más impresiona de esas páginas es que, aun tratándose de una declaración de amor, la palabra amor no aparece nunca. Perón escribe: «Pensábamos al unísono, con el mismo cerebro, sentíamos con una misma alma. Era natural por ello que en tal comunión de ideas y de sentimientos naciera aquel afecto que nos llevó al matrimonio». ¿Aquel afecto? No es la clase de expresión que uno imagina en boca de Evita. Lo menos que Ella solía decir a sus descamisados era: «Yo quiero al general Perón con toda mi alma y por él quemaría mi vida una y mil veces ».

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