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15 UNA COLECCIÓN DE TARJETAS POSTALES

Manejó toda esa mañana por la desolación sin rumbo de las autopistas, desviándose en Mainz para comprar una botella de ginebra y en Heidelberg para reponer la nafta. Soy un argentino, se decía. Soy un espacio sin llenar, un lugar sin tiempo que no sabe adónde va.

Se lo había repetido muchas veces: Ella me guía. Ahora lo sentía en los nudos de sus huesos: Ella era su camino, su verdad y su vida.

Cuando Tenía seis años, los padres lo habían llevado a Eichstátt, en Baviera, para conocer a los abuelos. Recordaba la cara estriada de los viejos, siempre en silencio; las tumbas de los príncipes obispos bajo la losa de las iglesias; la calma del río Altmühl al atardecer. Antes de regresar a Buenos Aires, la abuela le mostró la cabaña junto al río donde Ella había nacido. La tierra era húmeda, blanda, y nubes de insectos sedientos volaban a ras de la tierra. Oyó los aullidos de animales que no conocía y un llanto largo, profundo, que parecía de mujer. «Son los gatos», le dijo la abuela. «Es la época del celo». Siempre había recordado aquel momento como si sólo entonces hubiera comenzado su vida y antes no hubiera realidad ni horizonte sino una puerta cerrada que daba a ninguna parte.

Como tenía que ir en alguna dirección, decidió ir a Eichstátt. Cerca de Dombühl lo detuvo una patrulla.

– ¿Lleva un enfermo grave? -le preguntaron-. ¿A qué hospital va?

– No voy a ningún hospital. Llevo a una compatriota muerta. Tengo que entregarla en Nürenberg.

– Abra la ambulancia -le dijeron-. No puede andar así, en la autopista, con un muerto. Necesita un permiso.

– Tengo credenciales. Soy diplomático.

– No importa. Abra la puerta.

Bajó, resignado. Al fin de cuentas, la única mentira de su historia era la ciudad de Nürenberg, pero si los policías lo obligaban podía desviarse de su destino. La ventaja de la libertad era que podía convertir las mentiras en verdades y contar verdades en las que todo parecía mentira.

Uno de los agentes entró en la ambulancia mientras el otro se quedó vigilando al Coronel. El cielo se llenó de nubes y al rato cayó una llovizna imperceptible.

– Esto no es una muerta -dijo el policía dentro del Opel-. Es una muñeca de cera.

Por un momento, el Coronel sintió la tentación de ser arrogante y de explicarles quién era Ella, pero no quería ya perder más tiempo. El relámpago de un calambre volvió a clavársele en la cintura.

– ¿Dónde la consiguió? -dijo el hombre, al bajar del vehículo-. Está muy bien hecha.

– En Hamburgo. En Bonn. No me acuerdo.

– Que la disfrute -lo despidió el otro policía, sarcástico-. Y si lo vuelven a parar, no diga que lleva una muerta.

A la altura de Ansbach salió de la autopista y tomó la ruta número trece, rumbo al sur. En el horizonte se abría una red de pequeños lagos y ríos azules cuyas aguas se enrevesaban bajo la llovizna. Cerca de Merkendorf compró un ataúd. Más adelante consiguió una pala y una azada. Sentía las amenazas de la noche, de la soledad, de la intemperie, pero antes de seguir adelante necesitaba hablar con Ella, saber si la infelicidad de saberse abandonada la llenaría de lágrimas y le borraría el cuerpo. Paró el Opel junto a un campo de cebada. La acostó con dulzura en el ataúd y comenzó a hablarle. Cada tanto, levantaba la botella de ginebra, la miraba con asombro en la luz cada vez más esquiva, y bebía un trago. «Mariposa mía», dijo. Nunca antes en su vida había usado esa palabra. «Voy a tener que dejarte». Su pecho quedó vacío, como si todo lo que él todavía era y todo lo que había sido hubiera drenado por la herida de esa terrible certeza: «Voy a tener que dejarte. Me voy. Si no me voy, van a buscarme. Los del Servicio, los del Comando de la Venganza: todos andan detrás de mí. Si me encuentran, también van a encontrarte a vos. No te voy a dejar sola. Voy a enterrarte en el jardín de mi abuela. Ella y el viejo te van a cuidar. Los dos son buenos muertos. Cuando yo era chico, me dijeron: Volvé si te hacemos falta, Karle. Y ahora me hacen falta. Orna, Opapa. Persona va a quedarse con ustedes. Es educada, tranquila. Se las arregla sola. Fíjense cómo engañó a los de la patrulla. Te transformaste, Mariposa. Escondiste las alas y te volviste crisálida. Te borraste el perfume de la muerte. No permitiste que te vieran la cicatriz estrellada. Ahora no te pierdas. Apenas pueda, vuelvo a buscarte. No sufras más. Ya es tiempo de que descanses. Has caminado mucho en estos meses. Nómada. En cuánta tierra y agua y espacios lisos te has repartido».

Al entrar en Eichstatt sintió la inesperada felicidad de estar regresando a un hogar que, sin embargo, apenas conocía. Las calles empinadas y solitarias, los palacios conventuales: todo le parecía familiar. Quién sabe cuántas veces había estado allí en sueños y sólo ahora se daba cuenta. La cabaña de los abuelos quedaba en algún lugar de la ribera del Altmühl, hacia el este, hacia Plunz. Atravesó dos o tres puentes equivocados antes de encontrarla. Sólo había ruinas: los troncos de la fachada y la osamenta de un fogón. La tierra, tal vez, pertenecía a otros dueños.

El paisaje no era el mismo de su memoria: vio a lo lejos las sombras torpes de unas vacas y el cuello de un molino. La noche caía rápida, voraz. Hundió la azada junto al fogón y, enseguida, comenzó a cavar. La furia de los golpes apagaba las quejas de sus vértebras pero sabía que, cuando terminara, el dolor de la espalda sería atroz. Tal vez ni siquiera podría moverse. Tal vez ya no podría regresar. Oía, a pocos pasos, el murmullo de la corriente negra y espesa del río. La lluvia no dejaba de caer. Como la tierra era blanda y hospitalaria, tardó menos de una hora en abrir una zanja de metro y medio, que apuntaló con tablas viejas y piedras. Vas a estar bien acá, Persona, repetía. Vas a oír los ronquidos de la cosechas y los balidos de la primavera. No te voy a dejar esperando, navegando. Salgo y vuelvo.

A eso de la medianoche la besó en la frente, depositó bajo sus pies descalzos el fajo de cuadernos escolares y el manuscrito de Mi Mensaje y remachó la tapa del ataúd con una hilera de clavos para protegerla de las alimañas subterráneas y de la curiosidad de los gatos.

Al principio, cuando la dejó en la tumba y empezó a cubrirla con los escombros del fogón -leños podridos, ladrillos, neumáticos y hasta una dentadura postiza que tal vez había sido del abuelo-, sintió ganas de llorar y de pedir perdón por última vez. Pero enseguida se abrió dentro de él un oasis de alivio. Ya que no podía seguir defendiéndola, Evita iba a estar mejor así. Ahora sólo él conocía el escondite, sólo él sabría rescatarla, y ese conocimiento podía ser su escudo. Si en Buenos Aires querían verla de nuevo, tendrían que pedírselo de rodillas.

Al amanecer llegó a Koblenz, al sur de Bonn. Alquiló un cuarto de motel, se bañó y se cambió de ropa. Las mordeduras de la espalda comenzaban a disipársele milagrosamente y el sol que se asomaba por la ventana tenía un color desconocido, inocente, de otro mundo. Cuando amaneciera de nuevo y el sol fuera otro, estaría en Buenos Aires. Quién sabe con qué ciudad se encontraría. Quién sabe si la ciudad estaba aún donde la había dejado. Quizá se había marchado de su llanura húmeda y ahora crecía junto a un fogón, a orillas del río Altmühl.

Fue Aldo Cifuentes quien me contó esos últimos movimientos de la historia. Una mañana de domingo, en su casa, desparramamos sobre el escritorio las fichas y papeles de Moori Koenig y estudiamos sus idas y vueltas en un atlas Hammond de 1958 que Cifuentes había conseguido en la feria de San Telmo. Cuando dibujamos el itinerario con un lápiz rojo, me asombró comprobar que el Coronel había manejado más de veinte horas por las rutas de Alemania sin rendirse a los tormentos del lumbago.

– Ya no le importaba nada -dijo Cifuentes-. Había dejado de ser lo que era. Se había convertido en un místico. Cuando nos encontrábamos, en los últimos años, me repetía: «Persona es una luz a la que nadie puede llegar. Mientras menos lo entiendo, más lo creo». La frase no era de él. Es de santa Teresa.

– Murió sin saber, entonces, que no había enterrado a Evita sino a una de las copias.

– No. Le dijeron todo. Fueron crueles con él. Cuando llegó a Buenos Aires, estaban esperándolo Corominas, Fesquet y un emisario del ministro de ejército. Se lo llevaron a una de las oficinas del aeropuerto, y ahí le avisaron que había caído en una trampa. Al principio, Moori Koenig perdió la compostura. Casi se desmaya. Después, decidió no creerles. Esa convicción le dio ánimo para seguir viviendo.

– ¿Qué hacía Fesquet ahí? -pregunté.

– Nada. Era sólo un testigo. había sido la víctima del Coronel: terminó por ser su némesis. Apenas escapó de la Herbertstrasse, tomó el primer avión para Buenos Aires. Ya estaba acá cuando el ministro de ejército le envió el telegrama a Moori ordenándole que regresara.

– No entiendo por qué dieron tantas vueltas. Por qué no desplazaron al Coronel de una vez y acabaron con todo. Para qué le mandaron la muñeca.

– Necesitaban desenmascararlo. Moori había tejido una red de complicidades dentro del ejército. Conocía muchas vergüenzas y amenazaba siempre con sacarlas a luz. En el aeropuerto, Corominas le dijo que habían descubierto la cicatriz detrás de la oreja de la Difunta y que Ara había tatuado esa misma marca en una de las copias. En ese momento, Moori no podía saber si le estaban mintiendo. Estaba exhausto, desconcertado, enfermo de humillación y de odio. Quería vengarse, pero no sabía cómo. Necesitaba primero conocer la verdad.

– Tal vez se equivocaron -dije. Tal vez el cuerpo que el Coronel enterró en la cabaña era el de Evita, y ya no hay más historia. De qué te reís, che. Sería una confusión muy argentina.

– Corominas no podía cometer un error tan grave. Le hubiera costado la carrera. Imagináte el escándalo: el cadáver de Evita abandonado por el ejército en una vidriera de putas, al otro lado del Atlántico. La carcajada de Moori Koenig seguiría oyéndose hasta el juicio final. No, no fue así. Corominas montó una comedia de enredos pero no la que vos pensás. Quién sabe por qué lo hizo. Quién sabe qué cuentas secretas saldó en ese momento con el Coronel. Nunca, ninguno de los dos, dijo una sola palabra contra el otro.

– Soy como santa Teresa: te creo pero no entiendo. ¿Qué pasó con los demás: con la valquiria y los gigantes de sombreros hongos?

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