– Se acabó -dijo él-. Te jodiste.
– Que se acabe -dijo ella-. Es lo mejor.
El Coronel apenas podía moverse, con la cintura estrangulada por la desolación y la impotencia. Se encerró en su estudio, bebió con avidez el fondo de una botella de ginebra y tragó varias aspirinas. Luego, desoyendo las protestas de sus vértebras, recogió de los armarios el fajo de cuadernos escolares que el mayordomo Renzi había confiado a doña Juana y los originales de Mi Mensaje , que Evita había escrito poco antes de morir. Los metió en un bolso, con una muda de ropa interior y una camisa limpia. Así salió de nuevo a la luz de la mañana. Abrió la puerta de la ambulancia. Le pareció asombroso que Ella siguiera ahí y que fuera suya.
– Nos vamos -le dijo.
El Opel cruzó uno de los puentes sobre el Rhin y enfiló hacia el sur o hacia ninguna parte.