– No. Están en la Herbertstrasse. Lo han dejado acá porque en esa calle no se puede parar. Parece el patio de una casa. a la entrada, hay un levantador de pesas. ¿Quiere un arma? A lo mejor tenemos que pelear.
– ¿Cree que se la llevó el Comando de la Venganza? -Seguro que son ellos. Los tipos que desembarcaron en Rotterdam. Hay que correr.
Fesquet se detuvo en medio de la plaza y miró al Coronel con sus grandes ojos tristes.
– ¿Por qué me odia? -le dijo de repente.
– No lo odio. Usted es un débil, teniente. Los débiles no pueden estar en el ejército.
– Soy fuerte. Se la traje. Ningún otro se la hubiera traído.
– No es tan fuerte. Se la quitaron -dijo el Coronel-. ¿Ahora qué quiere?
– Las cartas, las fotos, las pruebas de lo que me acusan.
– No hay pruebas. Lo único que hay es la denuncia de un dragoneante, en Tucumán, hace mucho. Está en su legajo, teniente, pero sólo yo hice las preguntas que había que hacer. ¿Viene o no viene?
– Déme el arma -dijo Fesquet.
El Coronel iba preparado para enfrentar al gigante que guardaba la entrada de la Herbertstrasse, pero no había nadie. La verja estaba abierta y unos pocos hombres desalentados se paseaban entre las vidrieras, donde la vida no había despertado del todo. Algunos acuarios aún tenían las cortinas corridas y la mayoría de los clientes observaba a un dúo de andróginas, vestidas de leopardo, que chasqueaban el aire con látigos de púas y cuero crudo. El Coronel estaba ansioso y contempló la escena con desprecio. Fesquet repetía, abrumado:
– No se puede creer. Parece otro mundo.
Cuando se acercaban a la salida apuraron el paso. El Coronel husmeaba en los zaguanes y acercaba la cara a los enormes teatros de vidrio como si quisiera atravesar la espesura de la materia. Delante de las vidrieras últimas ya no había curiosos. En una, las mujeres tejían batas y escarpines de recién nacido, con los pechos al aire. En la de enfrente, una valquiria con cuello de toro danzaba sin entusiasmo, mientras otra mujer rubia, vestida con una larga túnica blanca, se dejaba llevar por el tiempo. Ambas tenían los ojos cerrados y, bajo la luz ultravioleta, parecían espectros.
El Coronel se detuvo en seco.
– ¡Es Ella! -dijo, con voz ahogada.
No era fácil reconocerla en aquel acuario corrompido, ajeno. La habían tendido en un diván en forma de barca egipcia, con patas de cocodrilo: estaba de canto, en una posición impropia de los muertos, con la cara vuelta a los escaños de la calle y los dedos entrelazados sobre la cintura. El Coronel golpeó con fuerza la vidriera. Adentro, la valquiria se desplazó con exagerada lentitud y entornó la imperceptible puertita que se abría en los vidrios.
– ¿Dónde están los que trajeron a esa mujer? -preguntó en alemán, metiendo una mano en la abertura para impedir que la cerraran.
– Es una muñeca -contestó la valquiria-. Yo no sé nada. Los que las venden no han llegado todavía.
– Quiero ésa -dijo el Coronel.
– A ésa no la venden. La tienen de muestra. Atrás hay muchas parecidas. Hay chinas, africanas, diosas griegas. Yo soy mejor. Sé cosas que ellas no saben.
El Coronel le apuntó con la Walther.
– Abra la puerta -dijo-. Quiero ver a esa mujer de cerca.
– Se la voy a abrir -dijo la valquiria-. Pero si lo agarran, lo va a pasar muy mal.
Se oyó el zumbido de un cerrojo y el Coronel descubrió un zaguán estrecho, tapizado de terciopelo negro. El salón del acuario estaba a la derecha.
– Venga, Fesquet! -llamó el Coronel-. ¡Ayúdeme a llevarla!
Pero Fesquet no estaba en la Herbertstrasse ni se dejaba ver por ninguna parte.
Con la pistola en alto, el Coronel saltó del zaguán al acuario y cayó de lleno en el extravío de la luz ultravioleta. La valquiria, desconcertada, retrocedió a un rincón. También el Coronel se sentía perdido, ahora que Persona estaba por fin al alcance de sus manos. Todo lo que había sucedido en Hamburgo le parecía irreal, como si él fuera otro. Sin descuidar los flancos ni la espalda, a la espera de que lo atacasen en cualquier momento, examinó las señales del cuerpo: la falange cortada del dedo medio, en la mano derecha, y el Lóbulo mutilado de la oreja izquierda. Después, levantó la otra oreja y buscó, ansioso, la cicatriz estrellada. Era Ella. La marca estaba ahí.
Levantó el cuerpo y lo cargó al hombro, tal como había hecho el hombre del Volkswagen, la noche anterior. Se dirigió a la salida de la Herbertstrasse pero uno de los gigantes, con el sombrero hongo y el impermeable que él ya conocía, le cerró el paso y le gritó, con su extraña voz de contralto: Komm her! Du kannst nicht! , «¡Venga acá! ¡No puede pasar!» Todo sucedía dos veces: la realidad que no había sucedido nunca se copiaba sin embargo a sí misma, la vida que viviría mañana estaba desviviéndose por segunda vez. Retrocedió entonces hacia la plaza de Hans Albers, donde tal vez Fesquet estaría esperándolo, pero no vio a Fesquet ni al otro gigante: sólo el primero le pisaba los talones. El Coronel se volvió y lo encaró, con Ella al hombro (su peso era de tul, de aire: la reconocía por la liviandad), amenazándolo con la Walther. Vio al perseguidor ocultarse, veloz, en un zaguán, y no quiso ver más. Disparó al aire. El seco estruendo inmovilizó el tiempo y el sol desapareció. El Coronel depositó a Persona con ternura en el Opel blanco, se puso en marcha, se dio cuenta de que Fesquet no vendría y que tal vez se había apartado de su camino para siempre.
Llegó a Bonn, tal como había pensado, poco antes de medianoche. En la autopista, se detuvo dos veces a contemplarla: era su conquista, su victoria, pero quién sabe si no estaba rescatándola ya demasiado tarde, pobrecita, mi santa, querida mía, te han descuidado tanto que te han despellejado casi toda la luz, has perdido el perfume, qué haría sin vos, mi bienaventurada, mi argentina.
Esa noche no se movió de su lado. En la cabina, revisó el equipaje que había dejado Fesquet: encontró sólo dos camisas sucias y unas pocas revistas de cultura física. Antes del amanecer, subió en silencio a su casa, se afeitó y se bañó, sin perder de vista la ambulancia. El observatorio era perfecto: salvo en la sala, el garaje se veía desde todas las ventanas. Dos patrullas de la policía estaban estacionadas cerca de la Weberstrasse; el Volkswagen del sereno de la embajada se humedecía, solitario, a orillas de la Bonngasse.
No sabía si trabajar o no esa mañana en su despacho inhóspito.
Por un lado no quería separarse de Ella; por otro, temía que una ausencia tan larga desencadenara en la embajada preguntas que no podía contestar. Se miró al espejo. Tenía mala cara. Un dolor sordo, tenaz, le oprimía los músculos lumbares y lo forzaba a caminar doblado: el cuerpo se vengaba de las horas de suplicio que había pasado al volante. Se preparó un café espeso mientras el sol salía sobre el áspero Rhin.
No hizo falta ver a su esposa para imaginar que lo esperaban malas noticias. Oyó sus pies descalzos, el ceceo de su camisón, la voz descascarada y rabiosa:
– Desaparecés como un fantasma y ni siquiera te enterás de lo que pasa con tu familia -le dijo.
– Qué puede pasar -contestó el Coronel-. Si hubiera pasado algo grave, no estarías levantándote tan tarde.
– Llamó el embajador. Tenés que volver a Buenos Aires cuanto antes.
Algo se desmoronó dentro de su cabeza: el amor, la cólera, la fe en sí mismo. Todo lo que tenía que ver con los sentimientos cayó y se hizo pedazos. Sólo él oyó el estruendo.
– Para qué -dijo.
– Yo qué sé. Te preparé la valija. Tenés que irte mañana, en el avión de la noche.
– No puedo -dijo él-. No voy a aceptar esas órdenes.
– Si vos no te vas mañana, la semana que viene tendremos que irnos todos.
– Mierda -dijo-. La vida es una mierda. Lo que te da por un lado te lo quita por otro.
Llamó por teléfono a la embajada y avisó que estaba enfermo. «Tuve que viajar al norte», explicó. «Pasé muchas horas sentado. Volví paralítico. No puedo moverme.» El embajador, con voz impaciente, le replicó: «Mañana tiene que salir para Buenos Aires aunque sea en camilla, Moori. El ministro quiere verlo cuanto antes». «¿Qué pasa?», preguntó el Coronel. «No sé. Algo terrible», respondió la voz. «Sólo me han dicho que se trata de algo terrible».
Es Persona, pensó el Coronel cuando colgó. Han descubierto que Fesquet se llevó el original y les dejó una copia. Van a ponerme al frente de la investigación, se dijo. Eso es seguro. Pero esta vez no puedo darles lo que esperan.
Tendría que partir, cruzar el mar. Cuando se fuera, ¿qué sería de Ella, quién la cuidaría? Ni siquiera había tenido tiempo de acicalarla y de comprarle un ataúd. Eso, en el fondo, era lo de menos. Lo difícil sería ocultarla mientras estuviera ausente. La imaginó solitaria en los depósitos de la embajada, en los sótanos de su casa, en la ambulancia que podría dejar sellada hasta el regreso. Nada lo convencía. En la desolación de esos lugares ciegos, la tristeza iría apagándola como una vela. De pronto recordó una puerta trampa en el techo de la cocina. Su mujer almacenaba allí baúles, valijas, ropa de invierno. Ese era el sitio, se dijo. Había allí un cielo que golpeaba con los nudillos el tejado; el sol caía de refilón, se oía la dulce, solidaria lluvia de los humanos. La única desgracia era que ella, la esposa, tendría que saberlo.
– Tenés que saber algo -le dijo.
Estaban en la cocina, con el rectángulo de la puerta trampa sobre sus cabezas. La mujer mojaba una media luna en el café.
– Traje un paquete de Hamburgo. Voy a guardarlo arriba, entre las valijas.
– Si son explosivos, ni se te ocurra -dijo ella. Ya había sucedido otra vez.
– No es eso. No te preocupés. Pero no vas a poder subir ahí hasta que yo vuelva.
– Las chicas andan por ese lugar a cada rato. Qué les digo. Cómo hago.
– Les decís que no suban y basta. Tienen que obedecer.
– ¿Vas a guardar un arma?
– No. Una mujer. Está muerta, embalsamada. Es la mujer por la que nos amenazaban. ¿Te acordás? La Señora.
– ¿Esa yegua? Estás loco. Si la traés, yo me voy y me llevo a las chicas. Y si me voy, no voy a irme callada. Todos me van a oír.
Nunca la había visto así: feroz, indomable.
– No me podes hacer eso. Son sólo unos pocos días. Cuando vuelva de Buenos Aires, no la vas a ver más.
– Esa mujer, acá en mi casa, sobre mi cabeza. Jamás.