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Quiso volver a la Reeperbahn pero en el delta de calles oscuras no encontraba el camino. Vio un muro alto en el que se abría, escondida, una verja de hierro. Por la entrada se paseaba un gigante que, a pesar de la brisa cálida, llevaba impermeable y sombrero hongo. Llamó en voz baja al Coronel, varias veces:

– Komm her! Komm her! -Tenía una vocecita fina, de contralto, que parecía estar en su garganta por equivocación.

– No puedo se disculpó el Coronel-. Necesito llegar cuanto antes a la Reeperbahn.

– Pase -dijo el gigante-. Por aquí acorta el camino.

Más allá de la verja se abría una calle estrecha, la Herbertstrasse, flanqueada por balcones y ventanas de acuario. Detrás de los vidrios navegaban mujeres con los pechos al aire. Todas se veían muy entretenidas cosiendo festones de encaje en las bombachas minúsculas con que disimulaban sus encantos, y sólo prestaban atención a los caminantes cuando ellos, alejándose, entrecerraban los ojos y les estudiaban las anatomías. En esos casos, las figuras fantasmales volteaban la cabeza con lentitud y extendían las manos en ademán de súplica o de amenaza. Sobre los acuarios se derramaban luces ultravioletas y canciones luteranas en alemán antiguo. Alíes geht und wird verredet , creyó oír el Coronel. Alíes geht. Si algún paseante se acercaba a las ventanas para hablar, las mujeres abrían unas puertitas invisibles en los vidrios y asomaban unos labios o dedos de espectro.

Después de recorrer toda la calle, el Coronel trató de franquear una segunda verja, pero otro gigante le cerró el paso. También llevaba impermeable y sombrero hongo. Salvo porque tenía hundido el puente de la nariz, era idéntico al anterior.

– Du kannst nicht -lo detuvo, con la misma voz de contralto.

– ¿Por qué no puedo pasar? Voy a la Reeperbahn. Me dijeron que éste era el camino más corto.

– No nos gustan los mirones -dijo el gigante-. Acá se viene a gozar, no a mirar.

El Coronel lo examinó de arriba abajo, impávido, y sin pensar en las consecuencias, lo apartó con un gesto desdeñoso. Temió por un momento que el gigante lo golpeara en la nuca, pero no pasó nada: sólo las luces de neón de la avenida, las oleadas de marineros que desembarcaban en las playas de putas y la inexpresable felicidad de que el día siguiente estaba ya a la vuelta de la esquina.

Durmió con tanta placidez que volvió a soñar uno de los sueños perdidos de la adolescencia. Caminaba por una luna de ceniza bajo un cielo en el que brillaban seis o siete lunas enormes, también grises. A veces cruzaba una ciudad de minaretes y puentes venecianos, otras veces corría entre desfiladeros de silice y cavernas de murciélagos y relámpagos, sin saber jamás qué estaba buscando pero deseoso de encontrar cuanto antes eso que desconocía.

Antes de que amaneciera se levantó, compró los diarios y los leyó en un café de la estación de trenes. En la sección de entradas y salidas de barcos anunciaban la llegada del Cap frió, pero los horarios nada tenían que ver entre sí: uno mencionaba las 7:55; otros las 4:20 o las 11:45; ninguno aclaraba si se trataba de la mañana o de la tarde. No era posible que el barco hubiera llegado ya pero, al mismo tiempo, la idea de un desastre fortuito no lo dejaba en paz. Corrió al hotel, pagó la cuenta y condujo la ambulancia hacia el puerto. No tenia tiempo de afeitarse ni de bañarse para Persona. No le quedaba calma en el corazón.

Estacionó en la Hafenstrasse, frente al muelle número cuatro. Era difícil orientarse en aquel horizonte entretejido por grúas y mástiles en constante trasiego. Corrió hacia los altos arcos románicos de la entrada del muelle, en busca de oficinas donde alguien descifrara los malabarismos del horario. Dos oficiales soñolientos conversaban junto a los estantes de herramientas, contemplando la corriente plácida del Elba. Había amanecido rápido y la blanca luz del Elba estaba en todas partes, pero el sol, una vez alcanzada su posición imperial, se mantenía inmóvil en el cielo, sin permitir que avanzara la mañana. El Coronel preguntó si sabían algo del Cap frió. Uno de los hombres contestó, con sequedad:

– Lo esperan a las tres -y le volvió la espalda.

Regresó a la ambulancia. El tiempo seguía clavado en su quicio, indiferente. Las patrullas de la policía le llamaron la atención un par de veces y le pidieron que se fuera. El Coronel exhibió sus credenciales diplomáticas.

– Tengo que estar acá -les dijo-. Espero a un muerto.

– A qué hora -preguntaron.

– A las doce -mintió la primera vez. Y la segunda: -A las doce y cuarto.

Agotó en seguida su ración de ginebra. La sed lo atormentaba pero no pensaba moverse. En algún momento, el cansancio lo adormeció. Los barcos liban y venían entre las hordas de gaviotas, y de vez en cuando la cabeza de las chimeneas asomaba sobre las cúpulas del muelle. En el sopor, entrevió un mástil arrogante y fiero como el verano de Buenos Aires y oyó la queja de una sirena. Un Opel azul con cruces de ambulancia frenó de golpe ante el muelle cuatro. Dos hombres robustos, que también llevaban sombreros hongos, dejaron las puertas abiertas y retiraron de la playa de maniobras un fardo largo, que depositaron con prudencia en el vehículo. Las cosas sucedieron lentamente, como si vacilaran en suceder, y el Coronel las veía pasar sin saber en qué orilla de su ser estaba, si en el de ayer o en el del día siguiente. Vio la una y media de la tarde en el reloj de la Hafentor y al mismo tiempo vio a Fesquet, bajo el arco románico del muelle. El teniente primero Gustavo Adolfo Fesquet miraba a un lado y otro de la calle con una expresión de pérdida o derrota. Las personas y el tiempo estaban fuera de lugar; el Coronel también se sintió ajeno, en un declive de la realidad que tal vez no le correspondía. Corrió hacia el muelle con la memoria llena de imágenes inútiles: huesos, globos terráqueos, vetas de metal.

– ¿Qué hace acá tan temprano, mi coronel? -lo saludó Fesquet. Estaba más flaco; tenía el pelo teñido de rubio. El Coronel no le contestó. Dijo:

– Usted vino en otro barco, teniente. No vino en el Cap frió.

– El Cap frió está en el atracadero. Mírelo. Entró en el puerto hace una hora. Todo ha salido mal.

– No puede haber salido mal -dijo el Coronel-. ¿Dónde está Ella?

– Se la llevaron -balbuceó Fesquet-. Una desgracia. Qué vamos a hacer ahora.

El Coronel le puso las manos en los hombros, y con una voz de hielo, extrañamente pura, le dijo:

– No puede haberla perdido, Fesquet. Si la perdió, le juro que lo mato.

– Usted no entiende -contestó el teniente-. Yo no tuve nada que ver.

Alguien debía estar preparando todo desde hacia tiempo, le explicó Fesquet, porque los hechos habían sucedido limpios e inesperados. Antes de que bajaran los pasajeros, el capitán había ordenado que descargaran el equipaje. Lo primero que salió de la bodega fueron dos arcones de madera y la caja con los equipos de radio. Nadie sabía quiénes o cómo se habían llevado la caja. Y los oficiales del Cap frió sólo podían ayudarlo después de terminar con las burocracias del desembarco.

– Hay que tener paciencia -dijo Fesquet-, y esperar al capitán.

El Coronel se sumió en un estupor que presagiaba las peores tormentas. Observaba la indolente fila de ancianos que descendía por la planchada del barco, el revoloteo tartamudo de las gaviotas, el herrumbre de la siesta, y a ratos repetía, con una voz cansada, que no fluía hacia fuera sino adentro de su cuerpo:

– La perdió. La perdió. Yo lo mato.

Era una escena estúpida, de ésas que la realidad nunca quiere que sucedan: el Coronel apoyaba su pesado cuerpo sobre los pilares del muelle, y Fesquet lo miraba con una compasión que no debía sentir, inmóvil, con las manos en los bolsillos.

Por fin se les acercó el capitán y les dijo que lo acompañaran a las oficinas. En las escaleras repitió, disgustado:

– Equipos de radio, equipos de radio. Se los lleva la mafia.

Llegaron a un galpón de vidrio y vigas de hierro que olía a pescado seco. El capitán los orientó entre los mostradores donde se acumulaban las listas de carga de los barcos que iban llegando. Era una pesadilla de papeles maltratados por la minuciosa caligrafía de los alemanes. Tardaron un largo rato en dar con las órdenes de aduana del Cap frió y más aún con la del impostor: «Herbert Strasser, por mandato de Karl von Moori Koenig…

– Moori Koenig soy yo -dijo el Coronel-, pero no conozco a ningún Strasser.

El nombre le sonaba, sin embargo. Lo había oído no hacía mucho, en alguna parte.

– Esto es todo lo que se puede saber -dijo el capitán-. Hagan ahora la denuncia en la policía.

El Coronel hundió su cabeza como una tortuga. Tenía que acostumbrar sus pensamientos a la realidad hostil. Dijo:

– Para qué perder el tiempo. Yo sé quién se la llevó. Fesquet lo miró con desconfianza.

– ¿Quién?-preguntó.

– Fue un Opel azul. Tenía cruces blancas pintadas en las puertas, como una ambulancia. Si se piensa con lógica, ahora están en viaje a la frontera.

Hablaba en alemán y en castellano a la vez, con una sintaxis que no era de ninguna lengua. Quién sabe qué entendían el capitán del Cap frió y el teniente Fesquet: al Coronel ya nada le importaba.

– Hay que alcanzarlos dijo Fesquet.

El capitán del barco repetía:

– Herbert Strasser. Quizá no es un nombre. Quizás es un pueblo, en Westfalia. O una calle, en Alemania.

– Una calle en Hamburgo -dijo de pronto el Coronel.

– Was nimmt man hinuber ? -observó el capitán-. ¿Qué llevaría uno a ese lugar, Herbertstrasse? Putas, muñecas. Nadie quiere ahí equipos de radio.

El Coronel se quedó mirándolo. Sintió el frío de la Walther en las costillas. Dijo:

– Sé dónde está la calle. Voy a buscarlos. ¿Usted viene, teniente? Traiga su equipaje.

La ambulancia tardó en arrancar. Sobre el río, el sol amarillo se puso colorado. Era todavía temprano pero ya en todas las esquinas desfilaban las lentas corrientes de las putas: las de ese atardecer eran fuertes y desafiantes y no temían a los castigos de la luz. El Coronel manejó a través de pasajes que en nada se asemejaba a los de la noche: la Reeperbahn, que sólo pocas horas antes se había mostrado tan esquiva, ahora le salía siempre al cruce. Al fin dio con la plaza de Hans Albers. El Opel adversario, azul, estaba estacionado frente al hotel Keller.

– Son ellos -dijo el Coronel.

– Tal vez estén en el hotel -opinó Fesquet.

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