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Su vida entera estaba en ese barco. Bonn, en cambio, le parecía una pérdida de tiempo. Había alquilado los dos pisos altos de un edificio señorial, sobreviviente de la guerra. Los vecinos de las plantas bajas eran también funcionarios de la embajada: vivía en un mundo cerrado, sin escapatoria, en el que cada quien conocía de antemano todas las frases que dirían los otros. A veces, el Coronel se aliviaba de sus deberes -que consistían, sobre todo, en traducir de los diarios alemanes las noticias militares para enviarlas a Buenos Aires como si reflejaran sus propias investigaciones-, entrevistándose en secreto con vendedores de armas y confidentes de los países del Este. Bebían juntos y hablaban de viejas batallas perdidas, sin recordar cuando habían sucedido. Hablaban de todo, menos de la verdad.

A falta de otras distracciones, el Coronel asistía, resignado, a las fiestas casi diarias de los diplomáticos. Entretenía a las señoras con historias procaces del «tirano prófugo», al que imaginaba engordando en los calores de Venezuela. Le parecía inverosímil que todavía despertara pasiones: la última de sus mujeres lo había alcanzado en Panamá y aún lo perseguía en Caracas. Era una bailarina de flamenco, treinta y cinco años menor, que tocaba el piano a dúo con Roberto Galán.

El Coronel no toleraba que Evita hubiera amado a ese anciano con locura: El es mi sol, mi cielo, todo lo que yo soy le pertenece, decía su testamento. Todo es de él, empezando por mi propia vida, que le entregué con amor y para siempre, de una manera absoluta. Qué ciega debía ser Ella, se dijo el Coronel, qué ciega o huérfana o desamparada para lamer con tanta sed la única mano que la había acariciado sin rebajarla. Pobrecita, qué tonta y qué grandiosa, se repetía. Quiero que sepan en este momento que lo quise y lo quiero a Perón con toda mi alma. ¿Y eso, de qué servía? Él la había traicionado, la había dejado en manos del embalsamador cuando lo derrotaron; él era el culpable de que su cuerpo anduviera nómade por el mundo, codiciado, insepulto, sin identidad ni nombre. ¿Qué era Persona ahora en el Cap Frío? Un trasto. La Jefa Espiritual de la Nación era un equipo de radio. Si se hundía el barco, nadie pensaría en salvarla. sería el excarnio eterno del ex déspota. Al Coronel lo atormentaban esos pensamientos, pero no los decía. En las fiestas, sólo quería mostrarse despreocupado.

Los domingos, para escapar de los rezongos de sus hijas, se guarecía en la embajada, donde recibía los informes de los agentes que vigilaban el exilio de doña Juana. Enlutada, forzada a una vida de clausura en Santiago de Chile, la madre salía tan sólo para visitar el casino de Viña del Mar, donde los croupiers la reconocían de lejos y le abrían sitio en las mesas de juego. Se había teñido el pelo blanco con ligeros reflejos celestes y pasaba las mañanas interrogando a los adivinos del barrio de Providencia. Dos enigmas no la dejaban dormir tranquila: el paradero de Evita y las veces que se repetiría la segunda docena en el juego de esa noche.

Uno de los adivinos era informante del Coronel. Había conquistado la confianza de doña Juana leyendo, en dos ases de tréboles y una dama de diamantes, que Evita descansaba al fin en terreno sagrado. “Su hija yace bajo una cruz de mármol”, le había dicho, en estado de trance. Pocas horas después de esa profecía, el presidente argentino interrumpió un desconsiderado silencio de casi dos años y contestó las cartas de súplica de la madre: «Distinguida señora, sé que su hija recibió ayer cristiana sepultura. Usted ya nada tiene que temer. Es dueña de regresar a Buenos Aires cuando lo desee. Nadie la va a molestar. En ello empeño mi palabra de honor».

Pero los partes cifrados que el espía chileno enviaba a la embajada de Bonn eran todos insulsos e innecesarios. Copiaban los monólogos de doña Juana sobre la infancia de Evita en Los Toldos, porque la memoria de la madre se había detenido en esa franja de la vida y no había estímulo que la moviera de allí. Hablaban de las higueras y paraísos donde Persona fingía que era trapecista de circo, y de los bastidores de hojas de mora donde criaba gusanos de seda. Para qué tantas historias inútiles, se decía el Coronel. Lo que Ella fue no está en esos pasados. No está en ningún pasado porque Ella iba tejiéndose a sí misma todos los días. Existe sólo en el futuro: ésa es su única fijeza. Y el futuro se acerca en el Cap frió.

Lo primero que el Coronel hacía por las mañanas era seguir en un mapa el derrotero del barco. Le había perdido el rastro en Joao Pessoa y había vuelto a encontrarlo en las Azores. Con una línea roja marcaba los días de carga y de descarga, con una verde los de navegación. Enloquecía a los cónsules con telegramas y pedidos de informes sobre los pasajeros argentinos que iban a bordo y sobre las velocidades con que el Cap frió se desplazaba de un puerto a otro. Casi enfermó de ansiedad cuando la nave se detuvo tres días en Vigo para reparar una abolladura de la hélice y cuando perdió una mañana en El Havre por un malentendido con los permisos de aduana. El 18 de mayo recibió, al fin, este radiograma en clave del teniente Fesquet: «El Cap frió ancla en Hamburgo el martes 21 a las tres de la tarde. Lo espero desde las cinco y media en el muelle número 4 de St. Pauli. Tome precauciones. Me siguen».

En vez de la zozobra que esperaba lo invadió una paz profunda. Persona ya está a mi alcance, se dijo. Nunca, por nada, vamos a separarnos. Ni siquiera se detenía a pensar qué haría con Ella, en qué vida nómade o de estepa se enredarían los dos. Sólo quería poseerla, volverla a ver.

Alquiló por tres meses una ambulancia Opel con bandas metálicas en el piso de la cabina y un asiento plegable en el que podría sentarse a contemplar el ataúd todo lo que quisiera.

Entre su casa y el edificio de la embajada había una tierra de nadie donde los diplomáticos y los oficiales de la policía estacionaban a veces sus automóviles. El Coronel ordenó demarcar con rayas de pintura blanca el espacio situado bajo la ventana de su dormitorio y clavó una leyenda de advertencia: Krankenwagen. Parken verboten. «Ambulancia. Prohibido estacionar». Una noche, ya tarde, la esposa le preguntó cómo harían para afrontar tantos gastos.

– Nadie se da estos lujos -le dijo-: una ambulancia. Para qué la queremos. Somos personas sanas.

– No es asunto tuyo -contestó el Coronel-. Andá a dormir.

– Qué pasa, Carlos -insistió ella- ¿Por qué no me decís lo que te pasa?

– Nada que te interese. Son secretos míos: del trabajo.

Salió hacia Hamburgo el lunes 20 por la mañana. Ansiaba llegar temprano a su destino, estudiar las salidas de la ciudad, la topografía del puerto, las costumbres del tránsito. Se inscribió como Karl Geliebter en un hotel modesto de la Max Brauer Allee, frente a la estación de Altona. Firmó en el libro de registros con una caligrafía que se curvaba amorosamente hacia la derecha y los conserjes repitieron con sorpresa su apellido: Geliebter, el Amante. Era primavera y hasta en los túneles ciegos del subterráneo se respiraban los alborotos del polen y las glorias de los laureles y de los castaños. La ciudad olía a mar y el mar olía a Persona: a su vida salobre, química, dominante.

«Tome precauciones. Me siguen», le había escrito Fesquet.

Nunca el Coronel se había preparado tanto como esta vez para enfrentar al adversario. Conocía ya de memoria sus estrategias de engaño. Llevaba una pistola Walther en el cinturón y, en el bolsillo, dos cargadores de repuesto. Si Fesquet viajaba inerme, le entregaría una Beretta.

Al caer la noche, se extravió en un laberinto de callecitas que se llamaban Sendero de las Vírgenes, Mar de Placeres, Monte de Venus. De las oquedades de las casas brotaban marineros, turistas de pantalones cortos y viejos que alzaban la nariz hacia las ventanas, rayadas por lanzas de neón. Desembocó sin darse cuenta en la enorme Reeperbahn, por la que se paseaban mujeres y perros. Las mujeres dejaban caer cigarrillos y se agachaban a recogerlos, con los sentimientos al aire. Putas, se repetía el Coronel. A ver si salgo de este hervor. Pero ellas se le cruzaban en el camino y lo llamaban: Schdtzchen, Schdtzchen!

Al fin encontró la plaza de Hans Albers y, apoyado en un banco de piedra, recobró el aliento. La penumbra era fresca y en algún zaguán estaban cocinando un guiso.

Alrededor de la plaza se desteñían los letreros de hoteles antiguos, con ventanas que destilaban luces rojas. Junto a la puerta del hotel Keller, tres mujeres apoyaban en el zócalo sus pies indiferentes. Las tres esgrimían boquillas desnudas y miraban con desdén hacia la nada. No se movían, pero el Coronel sintió que sus grandes ojos fijos acechaban las idas y vueltas de las víctimas. Parecían salidas de una misma placenta, derrotadas tal vez por una misma vida. De lejos, tenían un aire a Ella: se la recordaban. A lo mejor podía hablarles, saber qué desventuras las habían llevado allí.

A la izquierda del Keller, una vidriera se inundó de luces amarillas. Exhibía guantes de púas, látigos, consoladores a pilas y máquinas de placeres artificiales. Un Volkswagen pasó ante el Keller y frenó con brusquedad. El Coronel se ocultó detrás de un árbol y observó la escena.

El que manejaba el Volkswagen era un hombre joven, con el pelo cortado en redondo, como un paraguas abierto. Sacó un brazo y señaló a la más alta de las mujeres. Ella ni siquiera se dignó mirarlo. Seguía sumida en su silencio, con un pie en alto, sobre el zócalo, mostrando las rodillas ahusadas. Dos personajes corpulentos, que debían ser rufianes, se acercaron al auto. Comenzó un diálogo de pocas palabras, que iban y venían como bofetadas. Ninguna de las mujeres se interesó en la puja: estaban allí ajenas al rocío de la noche y a las pasiones que despertaban. Al fin, el hombre de peinado redondo entregó a los rufianes un fajo desmedido de billetes y bajó del auto. Examinó brevemente a la mujer que había comprado, le estiró la pollera y enderezó como un padre la pierna doblada. Luego la tomó en sus brazos y, sin esfuerzo, la acostó en el asiento trasero. Todo había sido tan rápido, tan cargado de una violencia invisible, que el Coronel sintió miedo de echar a perder la noche y se alejó a paso rápido.

Era ya hora de volver al hotel, se dijo. Pediría en la habitación una cena liviana y repasaría los movimientos del día siguiente. Si todo resultaba bien, podría llegar a Bonn antes de la medianoche. Esperaría el amanecer del miércoles en la ambulancia. Nunca más se alejaría de Evita.

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