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14 LA FICCIÓN QUE REPRESENTABA

Ya al sexto día de navegación, la estrechez del camarote lo asfixiaba. Más insoportable, sin embargo, era la compasión de los tripulantes. Todas las madrugadas, el oficial con el que descendía a la bodega lo saludaba con la misma pregunta:

– ¿Se está sintiendo mejor, señor Magistris? ¿Descansa bien?

– Sí -respondía él-. Mi sento bene.

Sufría, pero no quería decirlo. Los ardores de la herida lo despertaban en la noche. Y la visión del ojo izquierdo empeoraba: si se cubría el ojo sano, el mundo pasaba a ser una red de nubes cambiantes, de agitados puntos luminosos, de sombras con estrías amarillas. Sin embargo, no podía mostrar ningún desfallecimiento. Apenas lo viera débil, el enemigo iba a dar el zarpazo. El enemigo podía ocultarse en cualquier parte: a bordo del barco, en las escalas de Santos y Recife, entre los estibadores del puerto de Génova. Oía respiraciones apagadas al otro lado de la puerta y, en el camino a la bodega, sentía el sobresalto de unos pasos que se evaporaban. Alguien acechaba sus movimientos: de eso estaba seguro. No lo habían atacado aún pero lo harían: faltaba mucho para terminar el viaje.

Bajaba a la bodega entre las cuatro y las seis de la mañana: jamás a la misma hora, jamás por los mismos pasillos. El ataúd de María Maggi se apoyaba sobre un pedestal de hierro, junto al casco, en la proa. Lo disimulaban los muebles de un diplomático y los archivos de Arturo Toscanini, que habían sido embarcados en Santos. Se quedaba diez o quince minutos de pie ante el cajón, con la cabeza baja, y luego se marchaba. Cada madrugada persistía un poco más en la vigilancia. Le parecía que el cuerpo de la Difunta lo llamaba con disimulo, en sordina. Si hubiera sido creyente habría podido decir que era una llamada sobrenatural. Apenas se acercaba al ataúd, lo rozaba el relámpago de una respiración helada. Temeroso, abría las cerraduras de combinación y levantaba la tapa: ésas eran las órdenes. Ella nunca estaba igual: el extraño cuerpo tenía una eternidad inquieta, inestable. Como el ataúd era enorme y Ella tendía a flotar, la habían inmovilizado con ladrillos: el polvo bermejo teñía lentamente el pelo, la nariz, los párpados. Y aún así, brillaba. Ya el embalsamador, en el puerto, se lo había advertido con una frase estrábica: «Esa mujer brilla tanto como la luna de su voz derecha». Luna o alga o desgracia, la Mujer era fosforescente en las tinieblas de la bodega.

A veces, para disipar las pesadillas del descenso, el pasajero De Magistris se quedaba conversando con el oficial que lo acompañaba hasta la entrada de la bodega. Ya el primer día, el oficial le preguntó por la muerte de la esposa. Respondió con la versión que habían fraguado en el Servicio de Inteligencia y que él había ensayado interminablemente, ante el ministro de ejército y ante su nuevo jefe, el coronel Tulio Ricardo Corominas. «Viajábamos», decía, «en un Chevrolet nuevo. íbamos hacia el sur. Era el amanecer. Mi mujer se había dormido. A la altura de Las Flores se reventó una goma y el auto se descontroló. Chocamos contra un poste. A Ella se le fracturó el cráneo: murió en el acto. Yo volé a través del parabrisas.»

De Magistris era alto, imponente, algo encorvado. Una larga herida le rayaba la frente, el ojo izquierdo, la mejilla. Parecía que la hendidura del labio inferior fuera una prolongación de la cicatriz, pero no: se trataba de su única marca voluntaria. La había adquirido tocando el clarinete. Aún llevaba enyesado uno de los brazos y tenia roto el puente de la nariz. Ningún sufrimiento, sin embargo, decía, era comparable al de la pérdida de su mujer. Habían nacido en Génova. Sus familias emigraron en el mismo barco a Buenos Aires. Crecieron juntos, en Berazategui. Ambos soñaban con regresar un día a la ciudad que jamás habían visto y de la que sin embargo conocían cada plaza, cada monumento: la capilla de San Juan Bautista, el valle de Bisagno, el campanario de Santa María di Carignano, desde donde se divisaban las fortificaciones, el puerto, el azul del Tirreno. Había decidido enterrarla allí, entre aquellos paisajes.

De Magistris repetía la historia con acento dolido, verosímil. El accidente había ocurrido, por supuesto, pero no era obra del azar sino, tal vez, del Comando de la Venganza. En los hechos verdaderos no había el amor que él invocaba: sólo había odios.

Después del bochornoso arresto de Moori Koenig, el destino de Evita había tenido al gobierno militar sobre ascuas. Si alguien publicaba el relato de las profanaciones, advirtieron los asesores, el país podía arder. Era preciso enterrar cuanto antes ese cuerpo de pólvora.

La orden llegó al escritorio del capitán Galarza una noche de noviembre. Estaba escrita a mano por el presidente, en una esquela con el escudo patrio. «“Ya no toleraré más demoras», decía. «Sírvase enterrar cuanto antes a esa mujer en el cementerio de Monte Grande…»

Aquélla, pensó Galarza, iba a ser la misión de su vida. A las dos de la mañana hizo llevar el ataúd a un camión militar. Lo protegió con un pelotón de seis soldados. Fesquet le había ofrecido acompañarlo, pero él no quiso. Prefería la soledad, el secreto.

Manejó despacio, con extrema precaución, sorteando los badenes y las jibas súbitas del adoquinado. Atravesó los frigoríficos, las playas de maniobras del ferrocarril del sur, los arrabales desiertos de Banfield y Remedios de Escalada. Calculó que a fin de año, su destino sería otro: ascendería a mayor, lo trasladarían a un regimiento lejano. Nunca viviría nada comparable a lo que estaba viviendo ahora y, sin embargo, no podría contarlo. La historia iba de su mano, pero su mano no iba a dejar ninguna huella.

Cerca de la estación de Lomas, un camión cisterna salió de las penumbras y se le arrojó encima. Sólo sintió el golpe limpio, que arrancó el paragolpes trasero y clavó la trompa de su vehículo en un poste. Atinó a desenfundar el revólver y a incorporarse. Si le quitaban a la Difunta sería su fin y quizás el fin de la Argentina. La sangre lo cegaba. El miedo a que el dolor acabara con él lo orientó hasta la puerta trasera del camión. La abrió, por desesperación o por instinto, y perdió el sentido.

Despertó en el hospital. Dos de los soldados, le dijeron, habían muerto. Otros dos tenían heridas peores que las suyas. Persona, para variar, estaba ilesa: sin una llaga, impasible entre los velos almidonados de la mortaja.

Volvió a encontrarla en el despacho del jefe del Servicio, adonde la habían llevado, ya sin sigilos, la noche del accidente. Yacía en el mismo cajón de pino basto con letras de embalaje -"Equipos de radio. LV2 La Voz de la Libertad»-, debajo del combinado Grúndig. En el despacho, ahora, no entraba la luz del día. Para disuadir cualquier ataque, Corominas había ordenado sellar con planchas de acero las ventanas que daban a la calle. El escritorio estaba flanqueado por dos grandes banderas. En vez del boceto a lápiz de Kant paseándose por Konisberg, una miríada de próceres de la independencia construía un largo friso en las paredes. Para esquivar las tentaciones de la imaginación, el nuevo jefe nunca se quedaba a solas con el cadáver: uno de sus hijos estudiaba o dibujaba mapas de batallas en la mesa de reuniones. Si algún oficial llegaba en busca de órdenes, el adolescente se retiraba al cuarto contiguo. Metódico, prolijo, Corominas perfumaba el despacho con lavanda de Atkinsons para anular el tenaz perfume del cuerpo escondido, y conjuraba la claridad azul que parecía fluir del ataúd con un reflector de quinientos vatios, que vaciaba sobre el Grúndig una imperiosa luz amarilla.

Entre diciembre y febrero, Galarza había afrontado varias cirugías consecutivas. Aún no se había librado de los yesos y vendas cuando Corominas lo citó un domingo en el Servicio. El otoño se anunciaba con una marea de hojas rojizas y lluvias violentas. La ciudad estaba melancólica y estaba hermosa. La melancolía era su hermosura. Nadie caminaba por Callao ni por Viamonte, siempre tan llenas de gente. Con extrañeza, oyó en esa orilla mediterránea de Buenos Aires la sirena de un barco.

En el relámpago del accidente, Galarza había perdido a la vez la carrera, la salud y la confianza en sí mismo. Los vidrios del parabrisas lo habían desfigurado. Un corte profundo en los músculos flexores le impedía mover la mano izquierda. Su esposa, a la que había compadecido y despreciado, ahora lo compadecía a él. Ninguno de los destinos con los que había soñado se cumplieron: no había ascendido a mayor, estaba obligado a retirarse del ejército, los fantasmas de los tobas y mocobíes a los que había matado en Clorinda le atormentaban las noches. Había odiado a Perón aun antes de que fuera Perón; había conspirado para matarlo un vergonzoso día de 1946. Ahora, ya no pensaba en él-. Sólo odiaba a Persona, que había tejido la red de su desgracia.

Le sorprendió que la reunión incluyera a Fesquet. No lo veía desde las vísperas del accidente. El teniente había adelgazado mucho, usaba anteojos de aros metálicos, se dejaba crecer unos bigotes anchos. Corominas, de pie, se apoyaba sobre un bastón. Una coraza de yeso le tensaba la casaca.

Desplegó un mapa. Tres ciudades europeas estaban marcadas con puntos rojos. En otra, Génova, había un círculo azul. El coronel -este coronel- tenía los ojos encapotados y la mirada filosa.

– Vamos a enterrar para siempre a la Difunta -dijo-. Le ha llegado la hora.

– Ya lo hicimos -dijo Galarza-. Quisimos hacerlo más de una vez. No se deja.

– ¿Cómo que no se deja? Está muerta -dijo Corominas-. Es una muerta como cualquier otra. La Orden de San Pablo le ha preparado una sepultura lejos de acá.

– De todos modos, quedan las copias del cadáver -apuntó Fesquet-. Tres copias. Son idénticas.

– Quedan dos copias -corrigió Corominas-. La marina exhumó la del cementerio de Flores y la sacó del país.

– Era la mía -dijo Galarza-. Fue la que yo enterré.

– A estas alturas ha de estar en Lisboa -siguió el jefe, y señaló uno de los puntos del mapa-. La segunda va a salir para Rotterdam a fin de mes. Como la primera, tiene una identidad falsa pero creíble. Los documentos están en orden. En cada puerto hay familiares esperándolas. Esta vez no hay errores, no hay supersticiones.

– Falta saber qué hará el Comando de la Venganza -dijo Galarza.

– Dos tipos de ese Comando se presentaron en Lisboa -informó Corominas-. Querían el ataúd, sin saber que la muerta era una copia. Ellos también tenían documentos en regla. La policía portuguesa los descubrió. Escaparon. Ya nunca más nos van a molestar. Están siguiendo la pista falsa.

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