La canonización de Eva Perón por el Papa y la
de Jean Genet por Sartre (otro Papa) son los
acontecimientos místicos de este verano.
JEAN COCTEAU, Journal: Le Passé défini
Después de aquel encuentro, pasé varias semanas en los archivos de los diarios. Si el maleficio invocado por la viuda del Coronel era verdadero, tarde o temprano iba a encontrar algún hecho que lo confirmara. Una época me fue derivando a otra, y así remonté afluentes que nadie había advertido. El propio Rodolfo Walsh deslizó algunas pistas en «Esa mujer », al mencionar los infortunios de dos oficiales de Inteligencia: «Oí decir», insinúa Walsh, «que el mayor X mató a su esposa y el capitán N quedó con la cara desfigurada por un accidente». Pero el coronel del cuento se burla de esas fatalidades atribuyéndolas a la confusión y al azar. «La tumba de Tutankamón», recita, «lord Carnavon. Basura.»
A medida que me iba hundiendo en las parvas de papeles, descubría más y más indicios de que los cadáveres no soportan ser nómades. El de Evita, que aceptaba con resignación cualquier crueldad, parecía sublevarse cuando lo movían de un lado a otro. En noviembre de 1974, su cuerpo fue retirado de la tumba en Madrid y trasladado a Buenos Aires. Mientras lo llevaban en un furgón al aeropuerto de Barajas, dos guardias civiles se pusieron a discutir por una deuda de juego. Al entrar en la avenida del General Sanjurjo, frente a los Depósitos de Aguas, ambos se atacaron a balazos y el vehículo, fuera de control, embistió las vallas del Real Automóvil Club. La cabina se incendió y los guardias murieron. Pese a la magnitud de los destrozos, el ataúd de Evita no sufrió el menor daño, ni siquiera un raspón.
Algo parecido sucedió en octubre de 1976, cuando el cadáver fue trasladado desde la residencia presidencial de Olivos al cementerio de la Recoleta. Evita iba en una ambulancia azul del hospital militar de Buenos Aires, entre dos soldados con fusiles que llevaban -Dios sabrá por qué- las bayonetas caladas. El chofer, un sargento llamado Justo Fernández, atravesó de cabo a rabo la avenida del Libertador silbando “La felicidad / ja ja ja ja”. Poco antes de cruzar la calle Tagle, sucumbió a un infarto tan súbito que su acompañante, creyendo que “Fernández se ahogaba con los silbidos”, aplicó el freno de mano y detuvo la ambulancia cuando estaba a punto de incrustarse en el zócalo de otro Automóvil Club, el de Buenos Aires. Evita estaba intacta, pero los soldados de la custodia se habían atravesado la yugular con las bayonetas en el relámpago del frenazo y yacían enredados sobre un lago de sangre.
Las almas tienen su propia fuerza de gravedad: les disgustan las velocidades, el aire libre, el ansia. Cuando alguien rompe los cristales de su lentitud, se desorientan, y desarrollan una voluntad de maleficio que no pueden controlar. Las almas tienen hábitos, apegos, antipatías, momentos de hambre y de hartura, deseos de irse a dormir, de estar solas. No quieren que se las saque de su rutina porque la eternidad es eso: rutinas, frases que se encadenan interminablemente, anclas que las amarran a cosas conocidas. Pero así como detestan ser desplazadas de un lugar a otro, las almas también aspiran a que alguien las escriba. Quieren ser narradas, tatuadas en las rocas de la eternidad. Un alma que no ha sido escrita es como si jamás hubiera existido. Contra la fugacidad, la letra. Contra la muerte, el relato.
Desde que intenté narrar a Evita advertí que, si me acercaba a Ella, me alejaba de mí. Sabía lo que deseaba contar y cuál iba a ser la estructura de mi narración. Pero apenas daba vuelta a la página, Evita se me perdía de vista, y yo me quedaba asiendo el aire. O si la tenía conmigo, en mí, mis pensamientos se retiraban y me dejaban vacío. A veces no sabía si Ella estaba viva o muerta, si su belleza navegaba hacia adelante o hacia atrás. Mi primer impulso fue contar a Evita siguiendo el hilo de la frase con que Clifton Webb abre los enigmas de Laura, el film de Otto Preminger:»Nunca olvidaré el fin de semana en que murió Laura». Yo tampoco había olvidado el brumoso fin de semana en que murió Evita. Ésa no era la única coincidencia. Laura había resucitado a su modo: no muriendo; y Evita lo hizo también: multiplicándose.
En una larga y descartada versión de esta misma novela conté la historia de los hombres que habían condenado a Evita a una errancia sin término. Escribí algunas escenas aterradoras, de las que no sabía salir. Vi al embalsamador escudriñando con desesperación los rincones de su propio pasado en busca de un momento que coincidiera con el pasado de Evita. Lo describí vestido con un traje oscuro, alfiler de brillantes y manos enguantadas, ejercitándose junto al académico Leonardo de la Peña en las técnicas de conservación de los cadáveres. Referí las telarañas de conspiraciones que urdieron el Coronel y sus discípulos de la escuela de espionaje, sobre mesas de arena coloreadas como tableros de ajedrez. Nada de eso tenía sentido y casi nada sobrevivió en las versiones que siguieron. Ciertas frases, en las que trabajé durante semanas, se evaporaron bajo el sol de la primera lectura, rajadas por la impiedad de un relato que no las necesitaba.
Tardé en sobreponerme a esos fracasos. Evita , repetía, Evita , esperando que el nombre contuviera alguna revelación: que Ella fuera, después de todo, su propio nombre. Pero los nombres nada comunican: sólo son un son ido, un agua del lenguaje.
Recordé el tiempo en que anduve tras las sobras de su sombra, yo también en busca de su cuerpo perdido (tal como se cuenta en algunos capítulos de La novela de Perón ), y los veranos que pasé acumulando documentos para una biografía que pensaba escribir y que debía llamarse, como era previsible, La perdida . Llevado por esa sed hablé con la madre, el mayordomo de la casa presidencial, el peluquero, su director de cine, la manicura, las modistas, dos actrices de su compañía de teatro, el músico bufo que le consiguió trabajo en Buenos Aires. Hablé con las figuras marginales y no con los ministros ni aduladores de su corte porque no eran como ella: no podían verle el filo ni los bordes por los que Evita siempre había caminado. La narraban con frases demasiado bordadas. Lo que a mí me seducía, en cambio, eran sus márgenes, su oscuridad, lo que había en Evita de indecible. Pensé, siguiendo a Walter Benjamin, que cuando un ser histórico ha sido redimido se puede citar todo su pasado: tanto las apoteosis como lo secreto. Será tal vez por eso que en la novela de Perón sólo acerté a narrar lo más privado de Perón, no sus hazañas públicas: cuando trataba de abarcarlo por entero, el texto se me quebraba entre los dedos. No fue así con Evita. Eva es también un ave: lo que se lee al derecho tiene el mismo sentido cuando se lee al revés. ¿Qué más quería yo? Ya no necesitaba sino avanzar. Pero cuando intenté hacerlo, mis madejas de voces y de apuntes quedaron en la nada, pudriéndose en los cajones amarillos que iba llevando de un exilio a otro.
Fue un fracaso aún más hondo el que dio origen a este libro. A mediados de 1989 yacía yo en una cama penitencial de Buenos Aires, purgando la calamidad de una novela que me nació muerta, cuando sonó el teléfono y alguien me habló de Evita. Nunca había oído antes aquella voz y no deseaba seguir oyéndola. Sin el letargo de la depresión quizás habría cortado. Pero la voz, insistente, me hizo levantar de la cama y me internó en una aventura sin la que no existiría. No ha llegado el momento aún de contar esa historia, pero cuando la cuente se entenderá por qué.
Pasaron algunas noches y soñé con Ella. Era una enorme mariposa suspendida en la eternidad de un cielo sin viento. Un ala negra se henchía hacia adelante, sobre un desierto de catedrales y cementerios; la otra ala era amarilla y volaba hacia atrás, dejando caer escamas en las que fulguraban los paisajes de su vida en un orden inverso al de la historia, como en los versos de Eliot:
En mi principio está mi fin.
Y no lo llamen inmovilidad:
allí pasado y porvenir se unen.
Ni movimiento desde ni hacia,
ni ascenso ni descenso.
Salvo por ese punto, el punto inmóvil.
Si esta novela se parece a las alas de una mariposa -la historia de la muerte fluyendo hacia adelante, la historia de la vida avanzando hacia atrás, oscuridad visible, oxímoron de semejanzas- también habrá de parecerse a mí, a los restos de mito que fui cazando por el camino, a la yo que era Ella, a los amores y odios del nosotros, a lo que fue mi patria y a lo que quiso ser pero no pudo. Mito es también el nombre de un pájaro que nadie puede ver, e historia significa búsqueda, indagación: el texto es una búsqueda de lo invisible, o la quietud de lo que vuela.
Tardé años en llegar a estos pliegues del medio donde ahora estoy. Para que nadie confundiera Santa Evita con La novela de Perón escribí entre las dos un relato familiar sobre un cantante de voz absoluta en guerra contra su madre y una tribu de gatos. De esa guerra pasé a otras. Reaprendí la escritura, mi oficio, con fiebre adolescente. ¿Santa Evita iba a ser una novela? No lo sabía y tampoco me importaba. Se me escurrían las tramas, las fijezas de los puntos de vista, las leyes del espacio y de los tiempos. Los personajes conversaban con su voz propia a veces y otras con voz ajena, sólo para explicarme que lo histórico no es siempre histórico, que la verdad nunca es como parece.
Tardé meses y meses en amansar el caos. Algunos personajes se resistieron. Entraban en escena durante pocas páginas y luego se retiraban del libro para siempre: sucedía en el texto lo mismo que en la vida. Pero cuando se iban, Evita no era ya la misma: le había llovido el polen de los deseos y recuerdos ajenos. Transfigurada en mito, Evita era millones.
Las cifras caudalosas, los millones, siempre fueron el aura de su nombre. En La razón de mi vida se lee esta frase misteriosa: «Pienso que muchos hombres reunidos, en vez de ser millares y millares de almas separadas, son más bien una sola alma». Los mitólogos pescaron la idea al vuelo y transformaron los millares en millones. «Volveré y seré millones», promete la frase más celebrada de Evita. Pero Ella nunca dijo esa frase, como lo advierte cualquiera que repare por un instante en su perfume póstumo: «Volveré» ¿desde dónde?, «y seré millones» ¿de qué? Pese a que la impostura fue denunciada muchas veces, la frase sigue al pie de los afiches que conmemoran todos sus aniversarios. Nunca existió, pero es verdadera.