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Hasta su santidad fue convirtiéndose, con el tiempo, en un dogma de fe. Entre mayo de 1952 -dos meses antes de que muriera- y julio de 1954, el Vaticano recibió casi cuarenta mil cartas de laicos atribuyendo a Evita varios milagros y exigiendo que el Papa la canonizara. El prefecto de la Congregación para la Causa de los Santos respondía a todas las solicitudes con las fórmulas usuales: «Cualquier católico sabe que para ser santo hay que estar muerto». Y después, cuando ya la estaban embalsamando: «Los procesos son largos, centenarios. Tened paciencia».

Las cartas fueron tornándose cada vez más perentorias. Se quejaban de que, para ser santa, Maria Goretti había esperado sólo cuarenta y ocho años y Teresa de Lisieux poco más de veinticinco. Más llamativo, decían, era el caso de santa Clara de Asís, a quien el impaciente Inocencio IV quería canonizar en el lecho de muerte. Evita merecía más: únicamente la virgen Maria la superaba in virtudes. Que el Sumo Pontífice tardara en admitir una santidad tan evidente era -leí en los diarios- «una afrenta a la fe del pueblo peronista».

Por esos mismos años, todas las adolescentes pobres de la Argentina querían parecerse a Evita. La mitad de las chicas nacidas en las provincias del noroeste se llamaban Eva o Maria Eva, y las que no se llamaban así copiaban los emblemas de su hermosura. Se teñían el pele de rubio oxigenado y se lo peinaban hacia atrás, tirante y recogido en uno o dos rodetes. Vestían polleras acampanadas, hechas de telas que se podían almidonar, y zapatos con pulseras en los tobillos. Evita era el árbitro de la moda y el modelo nacional de comportamiento. Ese tipo de polleras y de zapatos no volvió a usarse desde fines de los años 50, pero el pelo teñido de rubio sedujo a las clases altas y se convirtió, con el tiempo, en un rasgo distintivo de las mujeres del barrio norte de Buenos Aires.

En los seis primeros meses de 1951, Evita regaló veinticinco mil casas y casi tres millones de paquetes que contenían medicamentos, muebles, ropas, bicicletas y juguetes. Los pobres hacían fila desde antes del amanecer para verla, y algunos lo conseguían sólo al amanecer siguiente. Ella los interrogaba sobre sus problemas familiares, sus enfermedades, sus trabajos y hasta sus amores. En el mismo año de 1951 fue madrina de casamiento de mil seiscientas ocho parejas, la mitad de las cuales ya tenía hijos. Los hijos ilegítimos conmovían a Evita hasta las lágrimas, porque había sufrido su propia ilegitimidad como un martirio.

En los pueblos perdidos de Tucumán, recuerdo, mucha gente creía que era una emisaria de Dios. He oído que también en la pampa y en las aldeas de la costa patagónica los campesinos solían ver su cara dibujada en los cielos. Temían que muriera, porque con su último suspiro podía acabarse el mundo. Era frecuente que las personas simples trataran de llamar la atención de Evita para alcanzar así alguna forma de eternidad. «Estar en el pensamiento de la Señora», dijo una enferma de polio, «es como tocar a Dios con las manos. ¿Qué más necesita una?»

Una chica de diecisiete años que se hacía llamar «la hermosa Evelina» y de la que nadie supo jamás el nombre verdadero, escribió a Evita dos mil cartas en 1951, a razón de cinco a seis por día. Todas las cartas tenían el mismo texto, por lo que el único trabajo de la hermosa Evelina consistía en copiarlo y echar los sobres a los buzones de Mar del Plata, la ciudad donde vivía, además de conseguir el dinero para las estampillas. En aquellos tiempos, Evita era víctima de frecuentes efusiones epistolares, pero no estaba acostumbrada a cartas que fueran también pequeñas obras de arte:

Mi gerida Evita, no boi a pedirte nada como asen todos por aqi, pues lo unico qe pretendo es que leas esta carta y te acordes de mi nombre, yo se qe si vos te fijas en mi nombre aunqe sea un momentito lla nada malo me podra pazar y yo sere felis sin enfermedades ni pobresas. Tengo 17 anio y duermo en las colchone que la otra nabidad dejastes de regalo en mi casa. Te qiere mucho, la ennosa Evelina.

Cuando corrió la voz de que Evita podía ser candidata a la vicepresidencia de la república y de que los generales se opondrían, indignados ante la perspectiva de que una mujer les diera órdenes, la hermosa Evelina envió una última carta a la que añadió tres palabras: Qe viban lamujeres . Acto seguido se exhibió en la vidriera de una mueblería, acostada en un arcón, con la intención de guardar ayuno hasta que los generales depusieran su actitud. Acudió tanta gente a verla que los vidrios se rompieron y el dueño de la mueblería suspendió al instante las exhibiciones. La hermosa Evelina ayunó una noche en la intemperie de las veredas, hasta que el intendente socialista de la ciudad accedió a prestarle una de las carpas de la playa Bristol, que no se usaban ya porque la temporada estaba terminando. A la entrada de la carpa, Evelina colgó un letrero con su divisa, Qe viban lamujeres , y empezó la segunda etapa del ayuno.

Seis escribanos se turnaban para verificar la observancia estricta de las reglas. A la ayunadora sólo se le permitía beber un vaso de agua por la mañana y otro a la caída de la tarde, pero al cumplir la primera semana Evelina sólo aceptaba el último. La noticia salió en los diarios y se dijo que Evita pasaría por Mar del Plata para echar un vistazo. No pudo ir, porque sufría de dolores en el bajo vientre y los médicos la obligaban a guardar reposo. La candidatura a la vicepresidencia seguía estancada y la hermosa Evelina, a la que ya nadie llamaba hermosa, parecía condenada a un ayuno perpetuo.

La curiosidad de los primeros días fue disipándose. Cuando cayeron las lluvias del otoño desaparecieron las visitas a la playa y empezaron a desertar los notarios. La única que se compadecía de la hermosa Evelina era una prima de su misma edad, que se presentaba puntualmente todas las noches a llevar el vaso de agua y se retiraba de la carpa llorando.

La historia tuvo un infortunado final. En vísperas de la Semana Santa se desató un temporal feroz que retuvo a la gente en sus casas y arrancó los árboles de cuajo. Cuando amainó, en la playa Bristol no quedaba una sola carpa ni el más leve rastro de la hermosa Evelina. Al dar la noticia, el diario La Razón dejó caer este sarcasmo: “El episodio de la Bristol demuestra claramente que Mar del Plata no tiene un clima propicio para los ayunadores”.

El sacrificio de la hermosa Evelina no fue vano. Pronto aparecieron miles de imitadores que intentaron abrirse paso en la imaginación de Evita, aunque con riesgos menos mortales. Dos obreros de una fábrica de hojalatas artísticas, que también defendían la candidatura a la vicepresidencia, batieron el récord mundial de trabajo continuo tallando adornos para fachadas durante noventa y ocho horas, pero no alcanzaron casi a saborear la proeza porque siete capataces de otra fábrica los superaron al cumplir ciento nueve horas de ensamblar y pulir cilindros. El diario Democracia publicó en primera página una foto de los siete, vencidos por el sueño al pie de una gran colmena de caños.

La vida de Evita se hundía mientras tanto en el infortunio. Debió renunciar a la candidatura ante un millón de personas que lloraban y desfilaban de rodillas bajo su palco; al mes la internaron con una anemia fulminante, que era otro síntoma de su cáncer de matriz. Casi en seguida pasó por dos terribles operaciones en las que fue vaciada y raspada hasta que la creyeron libre de células malignas. Adelgazó más de veinte kilos y se le grabó en la cara una expresión de tristeza que nadie le había conocido, ni aun en los tiempos de hambre y humillación.

No por eso le tuvieron lástima sus enemigos, que también eran millares. Los argentinos que se creían depositarios de la civilización veían en Evita una resurrección obscena de la barbarie. Los indios, los negros candomberos, los crotos, los malevos, los cafishios de Arlt, los gauchos cimarrones, las putas tísicas contrabandeadas en los barcos polacos, las milonguitas de provincias: ya todos habían sido exterminados o confinados a sus sótanos de tiniebla. Cuando los filósofos europeos llegaban de visita, descubrían un país tan etéreo y espiritual que lo creían evaporado. La súbita entrada en escena de Eva Duarte arruinaba el pastel de la Argentina culta. Esa mina barata, esa copera bastarda, esa mierdica -como se la llamaba en los remates de hacienda- era el último pedo de la barbarie. Mientras pasaba, había que taparse la nariz.

De pronto, los adalides de la civilización se enteraron con alivio de que las navajas del cáncer taladraban la matriz de «esa mujer». En la revista Sur , resignado cobijo de la inteligencia argentina, la poetisa Silvina Ocampo avizoraba en pareados enfáticos el fin de la pesadilla:

Que no renazca el sol, que no brille la luna
si tiranos como éstos siembran nueva infortuna,
engañando a la patria. Es tiempo ya que muera
esa raza maldita, esa estirpe rastrera.

Sobre los muros que desembocan en la estación Retiro, no demasiado lejos de la residencia presidencial donde Evita agonizaba, alguien pintó una divisa de mal agüero: Viva el cáncer, y la firmó La hermosa Evelina . Cuando la radio dio la noticia de que la gravedad de Evita era extrema, los políticos de la oposición destaparon botellas de champagne. El ensayista Ezequiel Martínez Estrada, cubierto de pies a cabeza por una costra negra que los médicos identificaron como neurodermitis melánica, se curó milagrosamente y empezó a escribir un libro de invectivas en el que se refería a Evita de esta manera: Ella es una sublimación de lo torpe, ruin, abyecto, infame, vengativo, ofídico, y el pueblo la ve como una encarnación de los dioses infernales».

En aquellos mismos días, ante la certeza de que Evita subiría al cielo en cualquier momento, miles de personas hicieron los más exagerados sacrificios para que, cuando a Ella le tocara rendir cuentas a Dios, mencionara sus nombres en la conversación. Cada dos o tres horas, alguno de los creyentes alcanzaba un nuevo récord mundial de trabajo ininterrumpido, ya fuera armando cerraduras o cocinando fideos. El maestro de billar Leopoldo Carreras hizo mil quinientas carambolas al hilo en el atrio de la basílica de Luján. Un profesional llamado Juan Carlos Papa bailó tangos durante ciento veintisiete horas con otras tantas parejas. Aún no se publicaba el Libro Guinness de los Récords Mundiales, y por desgracia todas esas marcas han pasado al olvido.

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