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Las iglesias rebosaban de promesantes que ofrendaban canjear sus vidas por la de Evita o bien suplicaban a las cortes celestiales que la recibieran con honores de reina. Se batían marcas de vuelo en planeador, caminatas con bolsas de maíz al hombro, repartos de pan, marchas a caballo, saltos en paracaídas, carreras sobre carbones encendidos y sobre púas afiladas, expediciones en sulky y en bicicleta. El taxista Pedro Caldas viajó trescientos kilómetros entre Buenos Aires y Rosario corriendo hacia atrás sobre un barril de aceite; la costurera Irma Ceballos bordó un padrenuestro de ocho milímetros por ocho con sedas de treinta y tres colores distintos y cuando lo terminó se lo mandó al papa Pío XII amenazándolo con retirarle su obediencia de católica si el Sagrado Corazón de Jesús no devolvía cuanto antes la salud de «nuestra querida santa».

Pero la más famosa de todas las empresas fue la del talabartero Raimundo Masa con su esposa Dominga y sus tres hijos, el menor de los cuales era niño de pecho. Masa acababa de entregar un par de monturas en San Nicolás cuando oyó a unos arrieros hablar sobre la gravedad de Evita. Ese mismo día decidió ir en procesión con toda la familia hasta el Cristo Redentor que estaba en las montañas de los Andes, mil kilómetros al oeste, prometiendo regresar también a pie si la enferma se recuperaba. A razón de veinte kilómetros por día, el viaje de ida iba a durar dos meses, calculó. En las alforjas acumuló unos pocos tarros de leche en polvo, carne seca, galletas, agua filtrada y una muda de ropa. Escribió una carta a Evita explicándole su misión y anunciándole que la visitaría al regresar. Le rogó que no se olvidara de su nombre y que, si podía, lo mencionara en algún discurso, aunque fuera en clave: «Diga usted nomás que saludos para Raimundo y yo me daré por enterado».

En la interminable llanura se detenía con toda la familia a rezar el rosario, sin alzar los ojos de la huella y con una expresión de duelo inconsolable. Dominga cargaba al niño de pecho en una canasta sujeta al cuello; los otros dos iban atados con piolas a la cintura de Raimundo, para que no se perdieran. Cada vez que pasaban por una población salían a recibirlos el cura párroco, el farmacéutico y las damas del club social con trajes dominicales recién sacados de sus nidos de naftalina. Les ofrecían tazas de chocolate y duchas calientes que Raimundo rechazaba con firmeza para no perder tiempo, sin atender al desconsuelo de sus hijos mayores, que ya no aguantaban más la dieta de carne seca.

A los cuarenta días entraron en el desierto sin esperanza que hay entre las ciudades de San Luis y La Dormida, donde cien años atrás Juan Facundo Quiroga había escapado de las garras de un tigre trepándose a la copa del único algarrobo que crecía en esas desolaciones. El paisaje seguía siendo inclemente, caía un sol tenaz y, por inexperiencia, Raimundo había permitido que los hijos agotaran el agua. Se desvió del camino principal y entró en los atajos falsos trazados a principios de siglo para confundir a los desertores del ejército. Los chicos mayores se desvanecieron y el padre tuvo que abandonar las alforjas con provisiones para cargarlos al hombro. Al tercer día se descorazonó y sintió miedo de morir. Sentado a la entrada de una caverna de polvo, rezó para que tantas mortificaciones no fueran vanas y Dios concediera a Evita la salud que había perdido.

A Dominga, que sufría en silencio, le molestó que en esa hora de fatalidad el marido se mostrara desconsiderado con la suerte de su familia.

– Nosotros somos nosotros y nada más -le hizo notar Raimundo-. En cambio si Evita muere, los abandonados van a ser miles. Gente como nosotros hay por todas partes, pero santas como Evita hay una sola.

– Ya que Ella es tan santa, podrías pedirle que nos saque de este apuro dijo Dominga.

– No puedo, porque los santos no hacen milagros cuando están vivos. Hay que esperar a que se mueran y gocen de la gloria del Señor.

La luz del día se extinguió como un fósforo. Al cabo de una hora sopló con furia el viento. Entre los vahos de polvo se oyó graznar a unos patos salvajes. Cuando amainó la tormenta, el horizonte se llenó de luces. Raimundo pensó que eran las osamentas fosforescentes de terneros devorados por los tigres, y temió que a ellos también les estuvieran siguiendo el rastro.

– Mejor nos quedamos quietos -dijo-, y esperamos a que amanezca.

Pero Dominga, esta vez, confiaba en la salvación.

– Ésas son lámparas a querosén -lo corrigió-. Si se oyen patos por acá, el agua y las casas no han de estar lejos.

Avanzaron a rastras bajo la luna indecisa. Pronto divisaron una hilera de algarrobos, corrales, y un rancho de barro y tejas. En todas las ventanas había luces. Raimundo golpeó las manos con ansiedad. Nadie respondía, aunque del interior brotaban voces monótonas y la música en sordina de una radio. Bajo el alero encontraron una batea con agua fresca y una jofaina. En las mesas había panes recién horneados. Los hijos se precipitaron a comer, pero Dominga los contuvo.

– Alabado sea Dios -saludó.

– Sea por siempre alabado -les respondieron desde adentro-. Sírvanse lo que les haga falta y esperen en la galería.

Al caer la tarde Raimundo había sentido frío, un frío indeleble del que jamás iba a olvidarse, pero de pronto el aire estaba cálido y ensordecido por las cigarras del verano. Los chicos se durmieron. Al cabo de un rato, también Dominga se tendió en un banco de madera. Oyeron cascos de caballos, bufidos y el tremolar de las gallinas.

Cuando se despertaron, estaban otra vez a la intemperie. Las torres de una aldea se divisaban a lo lejos. A sus pies encontraron las alforjas que días atrás habían dejado en el desierto.

– Yo no me quería dormir -dijo Dominga.

– Yo tampoco -respondió Raimundo-. Pero ahora ya no tiene remedio.

Caminaron por un campo desconocido y fértil, entre sembrados de frutillas, alamedas y acequias. Les sorprendió que, al entrar en la población, nadie saliera a recibirlos. Las campanas de la iglesia tañían a duelo y por los altoparlantes colgados de los postes de luz oyeron una voz sepulcral que repetía sin apagarse: «Anoche, a las veinte y veinticinco la señora Eva Perón entró en la inmortalidad. Que Dios tenga piedad de su alma y del pueblo argentino. Anoche, a las veinte y veinticinco».

Raimundo se detuvo en seco.

– Fue en ese momento que encontramos el pan y el agua -dijo-. A las veinte y veinticinco. Ahora quién sabe si podremos volver.

Encontré un ascético relato sobre la partida de la familia Masa en el diario Democracia, pero los pormenores de la travesía completa, narrados con lo que entonces se llamaba «lenguaje poético», están en el último número de octubre de Mundo Peronista. Pasé algún tiempo rastreando a los hijos de Raimundo Masa y estuve a punto de encontrar al mayor, llamado también Raimundo. Había trabajado unas pocas semanas en la gomería Norma, situada en el camino de Ramallo a Conesa, y luego -supe- había emigrado al sur. Pero el sur en la Argentina es todo: el vasto mundo de Raimundo, como explica un poema de Drummond de Andrade. La tarde en que conversé con los muchachos de la gomería Norma cayó un veloz crepúsculo sobre los campos. Los gallos se confundieron de naturaleza y soltaron un canto que nunca se apagaba. Me dijeron que Raimundo les había referido la misma historia de las revistas, pero que a fuerza de atormentarlo para que les diera más detalles, él acabó por no saber si se trataba de un milagro, de un sueño o sólo de un deseo.

En aquella época de los grandes récords, la gente estaba llena de deseos, y Evita se hacía cargo de que todos se cumplieran. Evita era una enorme red que salía a cazar deseos como si la realidad fuera un campo de mariposas.

No volví a tener noticias de los Masa hasta que me recluí en una aldea de New Jersey y continué la escritura de este libro. Un mediodía de enero, después de completar una página, salí a buscar mi correspondencia. Entre la parva de folletos de propaganda desentonaba un sobre cuadrado, enviado desde Dolavon, Chubut, donde nadie que yo conociera tenía mi dirección. El remitente sólo se daba a conocer por sus iniciales, RM, y me enviaba una lista de veinte récords peronistas. Copio algunos, para dar una idea del insólito documento:

22 de febrero, 1951 / Héctor Yfray / Récord mundial de permanencia en bicicleta: 118 horas y 29 minutos / «Con el deseo de llegar hasta Evita para expresarle mi admiración».

25 de marzo, 1951 / «La hermosa Evelina» /Para batir el récord de ayuno establecido por Link Furk (22 días a dieta de agua). La competidora desapareció en un temporal / «Con la idea de que Evita sea vicepresidenta y para combatir el agio y la especulación».

22 de agosto, 1951 / Carlos de Oro / Récord de vueltas alrededor del obelisco de Buenos Aires: empezó a las 23:30; se detuvo el 30 de agosto, por un paro cardíaco / «Con el propósito de seguir caminando hasta que Evita acepte integrar la fórmula presidencial».

6 de abril, 1952 / Blanca Lidia y Luis Angel Carriza / Raid de rodillas dando vueltas a la Plaza de Mayo. Empezaron la prueba a las 5.45 y se detuvieron a las 10:30 porque la señora Carriza tenía la rótula al descubierto / «Para pedir por la salud de Eva Perón».

No sabía a quién agradecer el regalo y sentí cierta angustia durante el resto de la semana, mientras avanzaba en la escritura. Ese domingo, uno de mis hermanos llamó por teléfono para decirme que nuestra madre había muerto días atrás en el otro extremo del continente. «Ya la enterramos», dijo. «No tendría sentido que vengas». Protesté porque no me habían avisado antes.»Perdimos tu número de teléfono», me respondió. «Nadie podía encontrarlo. Hicimos una larga búsqueda. Todos lo habían perdido. Fue como si estuvieras dentro del cerco de un maleficio.»

Colgué temblando, porque llevaba días sintiéndome exactamente así, llagado por la perfidia de un maleficio desconocido.

Acaso por el desconsuelo en que me sumió aquella muerte, comenzaron a invadirme unos mareos nocturnos que los médicos no sabían cómo curar. Desde la medianoche hasta el amanecer los planetas daban vueltas en mi cabeza y yo volaba de uno a otro, sin gravedad ni instinto de pertenencia, como si fuera un nómade sin rostro y no encontrara un aire al que aferrarme. Si lograba dormir, escribía en sueños pentagramas en blanco cuyo único signo era la cara de Evita en el lugar de las claves; a lo lejos sonaba el cielo entero de la partitura, pero yo jamás lograba saber cómo era, por más que afinara el oído. Uno de los médicos diagnosticó, tras dos semanas de exámenes, un cuadro severo de hipertensión, que trató de aplacar con Procardia, Tenormin y otras pastillas cuyos nombres he olvidado. Los mareos, sin embargo, sólo cesaron cuando abandoné la escritura, a fines de ese mes.

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