Cada vez que intentaba salir de viaje a cualquier parte caían nevadas feroces que obligaban a cerrar los aeropuertos y las rutas principales. En la obstinación del encierro, empecé a escribir de nuevo: entonces salió el sol y cayó sobre New Jersey la bendición de una primavera temprana. Fue por esa época cuando recibí el segundo sobre cuadrado desde Dolavon, Chubut, con el nombre completo del remitente, Raimundo Masa. Había esta vez una carta manuscrita, firmada con letra infantil: «Si usted me andaba buscando, ya no me busque. Si usted va a contar la historia, tenga cuidado. Cuando empiece a contarla, no va a tener salvación». Ya había oído antes esa advertencia y la había desdeñado. Era tarde ahora para echarme atrás.
En el sobre venían también unos recortes quebradizos con artículos del Coronel publicados como «primicia mundial exclusiva» en el diario El Trabajo de Mar del Plata entre el 20 y el 25 de septiembre de 1970, una semana antes de su muerte. Los cuatro primeros artículos, firmados con seudónimo, narraban el secuestro del cadáver y algunos detalles menores de lo que el Coronel llamaba «Operativo Ocultamiento». En el último se exponía el nombre verdadero del autor -Carlos Eugenio de Moori Koenig- y se revelaba la existencia de tres copias idénticas al cuerpo, enterradas con nombres falsos en Rotterdam, Bruselas y Roma. La verdadera Evita estaba, decía el texto, en un campo a orillas del río Altmühl, entre Eichstátt y Plunz, al sudeste de Alemania. Sólo una persona conocía el secreto -no se informaba quién- y esa persona se lo llevaría a la tumba. La afirmación era tan drástica que parecía una confesión. Me impresionó saber que los artículos habían sido escritos en el hospital, ya sobre el filo de la muerte. Peor me sentí, sin embargo, al leer el seudónimo que había elegido el Coronel para los cuatro primeros. Los firmaba lord Carnavona, con el nombre del arqueólogo inglés que despertó a Tutankamón de su descanso eterno y pagó esa osadía con la vida.
No iba a dejar que las supersticiones me arredraran. No iba a contar a Evita como maleficio ni como mito. Iba a contarla tal como la había soñado: como una mariposa que batía hacia adelante las alas de su muerte mientras las de su vida volaban hacia atrás. La mariposa estaba suspendida siempre en el mismo punto del aire y por eso yo tampoco me movía. Hasta que descubrí el truco. No había que preguntarse cómo uno vuela o para qué vuela, sino ponerse simplemente a volar.