– No se sienta seguro -dijo Galarza-. Esos hombres saben lo que están buscando. Tarde o temprano van a llegar.
– No van a llegar. Este que ve usted ahí es el cuerpo de la Difunta -dijo Corominas. Estiró uno de los brazos y apagó la luz teatral que caía sobre el Gründig: -El cuerpo verdadero. Desde el accidente de la avenida Pavón no se ha movido de acá. Antes de ayer, el embalsamador lo examinó de pies a cabeza. Estuvo más de una hora. Le inyectó ácidos y le renovó los esmaltes. Fue tan minucioso que descubrió una marca casi invisible, en forma de estrella, detrás de la oreja derecha. Yo la vi. Se la hicieron cuando ya estaba embalsamada.
– El coronel Moori Koenig -supuso Galarza.
– Tiene que ser él. La obsesión por la Difunta no se le ha calmado, pero ahora está lejos. En febrero salió para Bonn. El gobierno lo nombró agregado militar en Alemania Federal. Todavía hay generales que lo apoyan o le tienen miedo. Es un tipo peligroso. Cuanto antes lo apartemos del operativo será mejor. Si vuelve a joder, Fesquet y yo lo vamos a hacer entrar en vereda.
Fesquet cruzó y descruzó las piernas, incómodo. El Coronel prendió un cigarrillo. Los tres comenzaron a fumar en el vacío de un silencio torpe, dominical.
– Moori Koenig está enfermo -dijo Fesquet-. La lejanía de la Difunta lo ha enfermado. Me amenaza. Quiere que le lleve el cuerpo.
– ¿Por qué no lo manda a la mierda? -dijo Galarza.
– Son amenazas muy graves -explicó Corominas-. Extorsiones. Debilidades del pasado que quiere sacar a la luz.
– No se deje asustar, Fesquet.
– Voy a terminar esta misión y después voy a pedir el retiro -dijo el teniente. Una repentina palidez lo desdibujaba. Toda su vida estaba allí, a la intemperie, entre aquellos dos hombres que tal vez fueran implacables, y de los que él no esperaba perdón. No lo necesitaba. Sólo quería marcharse.
– Es lo mejor -dijo Corominas-. Se va con la frente alta.
Así era como había comenzado el viaje. Galarza debía embarcarse con el cadáver el 23 de abril, en el Conte Biancamano. Fingiría ser Giorgio de Magistris, el viudo desolado de Marta Maggi. Fesquet partiría la noche siguiente en el Cap frió hacia Hamburgo. Se llamaría Enno Kóppen y la falsa difunta -la última copia de Persona- iría de contrabando, en el cajón de equipos de radio donde ahora estaba la verdadera. La cubrirían con cables, micrófonos, carretes de grabadores. El doctor Ara repetiría en el cuerpo de vinil y cera la serial estrellada de la oreja y tatuaría en la nuca un cortísimo vaso capilar.
Persona era perfecta, pero lo que pasaba con Ella rara vez lo era. El ataúd que le compraron para la travesía era inmenso y llegó tarde al Servicio. Llevaba dos cerraduras de combinación y era imposible reemplazarlo. El cuerpo flotaba entre las telas suntuosas del tapizado.
– El mar la va a zarandear -observó Galarza-. Va a llegar muy golpeada.
Trataron de inmovilizarla con diarios y papeles de embalar, pero Fesquet advirtió a tiempo que ese ataúd era el último: yacería en él, desconocida, en un mausoleo perpetuo. Galarza ordenó entonces a los suboficiales de la guardia que acarrearan rocas y adoquines desde cualquier galpón de materiales. No los había en diez cuadras a la redonda. Resignados, rodearon al fin el cuerpo con un relleno tosco, de maderitas y ladrillos. Corominas, que aún convalecía de una operación en las vértebras, se contentaba con vigilar el equilibrio de los pesos. Fesquet completó solo el trabajo, con torpeza, sin saber cómo cubrir los huecos y las líneas de aire que iba dejando su penosa construcción.
– Parece mentira -dijo Corominas-. Este Servicio es el orgullo del ejército, pero cuando hay un trabajo importante tienen que hacerlo tres inválidos.
El polvillo bermejo de los ladrillos invadió el despacho del nuevo jefe y tardó días en asentarse. La lenta lluvia de polvo, tenue y acre, les recordó que Ella se había marchado al fin, y que tal vez fuera para siempre.
Eran casi las siete de la tarde cuando Galarza llegó solo al puerto, en una carroza fúnebre. Lo esperaban, nerviosos, el cónsul italiano y un cura ya vestido con la estola del responso y la cenefa enlutada.
– Questo era il suo padre? -preguntó el cónsul, señalando el ataúd.
– Mi esposa, que en paz descanse -contestó Galarza.
– Accidenti, com era grossa! -observó-. Incredibile.
Sonaron las campanas del barco y la sirena dejó caer una queja rápida, profunda. Dos inspectores de aduana ordenaron pesar el ataúd y como apenas quedaba tiempo, el cura rezó el responso mientras estaban izándolo en la balanza. La aguja marcó cuatrocientos kilos.
– Es demasiado -dijo uno de los inspectores-. Estos cajones rara vez pesan más de doscientos. ¿Era muy gordo?
– Gorda -replicó el cónsul.
– Más sospechoso todavía si era mujer. Van a tener que abrir.
El cura puso los ojos en blanco y alzó los brazos a las altas cúpulas de hierro de la dársena.
– No pueden hacer eso -dijo-. Sería una profanación. Yo conocía a esta señora. La santa iglesia sale de garante.
– Son las normas -insistió el inspector-. Si no las cumplimos, nos echan. Perón y Evita ya no están más en el gobierno. Ahora no hay contemplaciones.
La sirena del barco lanzó un nuevo lamento, más agudo, más largo. Todas las luces de a bordo se encendieron. En el muelle, alguna gente agitaba pañuelos. Cientos de pasajeros se asomaban a la cubierta. El Conte Biancamano parecía a punto de partir, pero los estibadores aún llevaban baúles a la bodega.
– No lo hagan -repitió el cura, con acento teatral-. Lo pido por Dios. Sería un sacrilegio. Los van a castigar con la excomunión.
Hablaba con tal énfasis que sólo podía ser, supuso Galarza, un emisario del Servicio: tal vez el mismo que había tramado con la Orden de San Pablo el entierro del cuerpo lejos de acá, al otro lado del mundo».
– No se preocupe, padre -dijo el viajero-. Los inspectores son comprensivos.
Caminó con ellos hacia un mostrador destartalado y les entregó la póliza del viaje: número 4, con destino final en via Mercali 23, Milano. Debajo, deslizó dos billetes de mil pesos.
– Por las molestias -dijo.
El inspector que llevaba la voz cantante embolsó los billetes y decidió, imperturbable:
– Si es así, váyase. Por esta sola vez, lo dejamos pasar.
– No va a haber otra dijo Galarza, sin resistir la tentación de una última broma-. Mi esposa no va a morir por segunda vez.
Pensó, al subir por la planchada, que Evita había pasado por varias muertes en los últimos dieciséis meses, y a todas esas muertes había sobrevivido: al embalsamamiento, a los secuestros, al cine donde había sido una muñeca, al amor y a las injurias del Coronel, a los insensatos delirios de Arancibia en el altillo de Saavedra. Pensó que Ella moría casi a diario, como Cristo en el sacrificio de las misas. Pero no pensaba repetírselo a nadie. Todas las sinrazones de la fe, creía, habían servido sólo para empeorar el mundo.
Ahora despertaba cada mañana con pesadillas de claustrofobia. El único alivio a la intolerable rutina de la travesía era la discoteca del capitán, donde se mezclaban los fuegos artificiales de la Boston Pops con pequeños aires de Purcell que Galarza había ejecutado alguna vez en el clarinete. En el precario tocadiscos que le llevaron al camarote oía todas las tardes el allegretto de la séptima sinfonía de Beethoven. Cuando la melodía se apagaba volvía otra vez a oírla, sin fastidio ni cansancio: el vuelo ceremonial de aquella música se encrespaba dentro de él como el cuerpo de allá abajo, crecía y se endulzaba y se estremecía con la misma insolencia majestuosa.
En el puerto de Santos, una delegación de la Sociedad Wagneriana depositó a bordo un largo baúl de madera con manuscritos de Toscanini. Eran anotaciones y retratos que el maestro había dejado a su paso por Brasil, setenta años antes. Hubo una rápida ceremonia en cubierta, junto la entrada de la bodega: una orquesta improvisada tocó la marcha fúnebre de la Eroica y el «Libera me» de Verdi. De pie ante el ataúd de Evita, Galarza no se perdió detalle del homenaje. Llevaba una Beretta en el bolsillo y pensaba usarla sin contemplaciones si alguien se le acercaba con una vela encendida o un ramillete de flores. Ya estaba harto de los ardides que el Comando de la Venganza había empleado para honrar a la Difunta. Cerró la mano sobre la pistola cuando los músicos abrieron los estuches de los instrumentos y estudió las caras, en busca de algún indicio sospechoso. Nada pasó, sin embargo. Las melodías, incompletas, se evaporaron rápido en el aire sofocante.
Apenas los visitantes se retiraron, a Galarza lo acosó la idea de que en la caja de manuscritos habían escondido una bomba incendiaria. El capitán en persona tuvo que bajar y abrirla, cuando ya el barco navegaba rumbo a Río de Janeiro. Sólo encontraron partituras anotadas, cartas de adolescente y fotos amarillas.
Toscanini había sido enterrado con gran pompa el 18 de febrero, relató el capitán esa noche, durante la comida. Más de cuarenta mil personas esperaron el paso del cortejo fúnebre frente a la Scala de Milán. «Yo», dijo, «fui una de ellas. Lloré como si se tratara de mi padre». Después del responso, las puertas del teatro se abrieron y la orquesta de la Scala ejecutó el segundo movimiento de la Eroica, el mismo que, con delicadeza, le habían dedicado los músicos de Santos. Una imponente procesión había seguido entonces a la carroza, adornada con palmas y penachos de luto, hasta las bóvedas del cementerio Monumental.
– Recuerda cuánto pesaba el ataúd? -preguntó Galarza, de improviso.
Una de las comensales protestó. No era un tema para la hora de comer, dijo. Sin darse por aludido, el capitán contestó, con seriedad:
– Ciento setenta y tres kilos. Salió en todos los diarios.
No he olvidado la cifra porque es la del día de mi cumpleaños: el día diecisiete del mes tres.
– Sería muy flaco -opinó Galarza.
– Piel y huesos -dijo el capitán-. Dése cuenta que murió casi a los noventa años.
– A esa edad ya ni siquiera se piensa -apuntó una de las señoras.
– Toscanini pensaba tanto -la corrigió el capitán- que tuvo una trombosis cerebral. Y aun así, madame, recuperó la conciencia. En la agonía, hablaba con músicos imaginarios. Les decía: Piú morbido, prego. Ripetiamo. Piú morbido. Ecco, bravi, cosi va bene, como cuando dirigía la Eroica.
Después de cruzar la línea del ecuador, Galarza comenzó a sentirse, sin razón alguna, menos solo. No le gustaba leer, no lo distraían los paisajes, odiaba el sol. Su único entretenimiento era bajar a la bodega y conversar con Persona. Llegaba antes del amanecer y más de una vez se quedaba hasta después de la salida del sol. Le refería las incontables enfermedades de su mujer y la infelicidad de una vida sin amor»Te hubieras separado», le decía Persona. «Hubieras pedido perdón». Oía fluir la voz entre las torres de la carga o al otro lado del casco, en el mar. Pero cuando regresaba al camarote se repetía que la voz sólo podía estar adentro de él, en alguna hondura del ser que desconocía. ¿Y si Dios fuera una mujer?, pensaba entonces. ¿Si Dios moviera sus pechos dulcemente y fuera una mujer? Eso a quién le importaba. Dios podía ser lo que quisiera. Nunca había creído en El, o en Ella. Y no era el momento de empezar.