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– Todos eran actores de la misma representación: el hombre que simulaba ser capitán del Cap frió, los ladrones del Opel azul, los guardianes de la Herbertstrasse. A todos los compraron por unos pocos marcos.

– Al Coronel podía quedarle, al menos, el consuelo de que lo habían derrotado a golpes de imaginación. ¿Quién escribió el libreto?

– Lo escribió Corominas. Pero Moori nunca quiso admitirlo. Insistía en creer que Evita era la del río Altmühl y que, una vez más, la había perdido.

Después del incidente del aeropuerto tuvo que volver a Bonn, ya destituido, a retirar sus papeles y a levantar la casa. Vivió entonces un último momento de dignidad y tal vez de grandeza. No habló con nadie. Le dio a su esposa las instrucciones y el dinero imprescindibles para el regreso, metió en un baúl los documentos que ahora ves en este cuarto, y regresó a la cabaña que había pertenecido a los abuelos, entre Eichstatt y Plunz, en busca de Evita. No la encontró.

Cifuentes se puso de pie.

– El cuerpo esquivo de Evita -dije-. El cuerpo nómade. Ésa fue la fatalidad del Coronel.

– Tal vez -dijo Cifuentes-. Pero aquél no era el cuerpo: no lo olvides. Tampoco encontró el lugar. Su condena era, más bien, aferrarse a lugares que desaparecen. Cuando llegó, el campo de los abuelos ya no era nada: sólo fango y mosquitos. Las aguas habían desdibujado todas las señales. Quedaban, todavía invictos, los troncos de la fachada y los soportes oxidados del fogón. Un neumático lleno de piedras le hizo suponer que ése era el punto donde había cavado la tumba. Volvió a cavarla entonces por segunda vez, con desesperación, hasta que tropezó con la corriente subterránea del Altmühl. Allí estaba sumergido el cajón, sin la tapa y, por supuesto, sin el cuerpo. Cuando quiso desenterrarlo, se le desmoronó la zanja que acababa de abrir. El esqueleto del ataúd quedó en posición vertical, de pie, con el extremo curvo sobresaliendo entre las raíces y el limo.

Cifuentes me había dejado solo en la casa y pude pasar el resto de la mañana leyendo los informes que el espía del Coronel -también llamado el vidente- haba mandado a Bonn desde Santiago de Chile. Lo primero que noté fue que en esos papeles había un relato. Es decir, el manantial de un mito: o más bien un accidente en el camino donde mito e historia se bifurcan y en el medio queda el reino indestructible y desafiante de la ficción. Pero aquello no era ficción: era el principio de una historia verdadera que, sin embargo, parecía fábula. Entendí entonces por qué el Coronel desdeñaba los informes: no los creía, no los veía. Lo único que le interesaba era la muerta, no su pasado.

"Recuerde, Coronel, los labios finos de doña Juana», escribía el vidente. "Imagínela hablando. Recuerde el pelo blanco con reflejos celestes, los ojos redondos y vivaces, las mejillas caídas: ni la más remota semejanza con Evita, nada, como si la hija se hubiera engendrado sola.»

Ordené los papeles y comencé a copiarlos. Era interminable. Aparte de los informes de Santiago de Chile, Moori había acumulado chismes de croupiers, actas de registros civiles e investigaciones históricas de periodistas de Los Toldos. Al fin, sólo copié unos pocos párrafos textuales. De otros, tomé notas abreviadas y rescaté fragmentos de diálogos. Años después, cuando quise pasar en limpio esos apuntes y convertirlos en el comienzo de una biografía, me desvié a la tercera persona. Donde la madre decía:»Desde que Evita vino al mundo sufrí mucho», a mí se me daba por escribir: «Desde que nació Evita, su madre, doña Juana, sufrió mucho». No era lo mismo. Casi era lo contrario. Sin la voz de la madre, sin sus pausas, sin su manera de mirar la historia, las palabras ya no significaban nada. Pocas veces he combatido tanto contra el ser de un texto que se quería narrar en femenino mientras yo, cruelmente, le retorcía la naturaleza. Nunca, tampoco, fracasé tanto. Tardé en aceptar que, sólo cuando la voz de la madre me doblegara, habría relato. La dejé hablar, entonces, a través de mi. Y sólo así, me oí escribir:

«Desde que Evita vino al mundo sufrí mucho. Duarte, mi esposo, que hasta ese momento había sido un hombre servicial, considerado, se volvió esquivo. Teníamos, como usted sabe, otros cuatro hijos, y fui yo la que me empeñé en que naciera esa última criatura, no él. "No vino por amor", decía. "Vino por la costumbre". Tal vez yo exageré mi sumisión en el afán de retenerlo. Tal vez él ya no me quería o le habían hecho creer que ya no me quería. Pasaba por Los Toldos sólo de vez en cuando, en viaje de negocios. Pedía permiso para entrar en la casa como si fuera un desconocido y aceptaba, callado, un par de mates. Al rato comenzaba a suspirar, me entregaba un sobre con plata y se retiraba moviendo la cabeza. Siempre lo mismo. A Evita la veía tan poco que si se la hubiera cruzado en medio del campo no la habría reconocido.

«En Chivilcoy, él tenía otra casa: una esposa legítima muy agraciada y tres hijas. La esposa era de familia pudiente, con haciendas y molinos. A Duarte le convenía, porque le aterraba la pobreza. Yo no podía darle nada sino responsabilidades y gastos. La felicidad no cuenta para estas cosas. La felicidad es algo que los hombres siempre olvidan.

«Un viernes de noviembre, Duarte pasó por Los Toldos con una tropilla de alazanes. Los iban a herrar en la estancia que él administraba, La Unión, y como se anunciaba un asado, la ocasión me pareció buena para bautizar a Evita, que ya tenía diez meses, y a Juan, que había cumplido cinco años. Le mandé avisar que se presentara en la parroquia a las once, pero no dio señales de vida ni se disculpó. A mediodía, el cura despachó el bautismo con apremio porque después debía oficiar una misa de esponsales. Le pedí que me permitiera quedarme. "No se puede, Juana", me dijo. "Sería un escándalo. La gente decente no quiere saber nada con una mujer que vive como manceba". "Eso es injusto", le contesté. "Todos somos iguales ante los ojos de Dios". "Es verdad", dijo el cura. "Pero cuando la gente la ve a usted, se distrae de Dios". Aunque el insulto se me clavó en el alma, me eché a reír. "Fíjese lo que son las cosas", le contesté. "Jamás hubiera pensado que, para la gente, yo soy más entretenida que Dios".

«Salí de la iglesia con intención de no pisarla más. Fui caminando con mis hijos hasta La Unión, para que Duarte me rindiera cuentas por su ausencia, pero se hizo negar. Me había enamorado de él cuando era casi una criatura y no me daba cuenta de lo que estaba haciendo. Después tuve que pagar esa ignorancia con una vida de infelicidad.

«Hubo otra mañana fatal, en 1923. El cielo ardía. Puse aceite al fuego para freír unas papas, y el calor me embotó. Me dejé llevar por la corriente de los pensamientos. A Duarte se lo había tragado la tierra y los otros hombres, que me veían sola, estaban empezando a perseguirme. Yo no sabía qué iba a ser de mi vida, no sabía en nombre de qué maldición estaba desperdiciando mi juventud y deseaba irme lejos, pero no sabía dónde ni con qué plata. En esas amarguras me distraje. De pronto, oí un alarido. Evita, pensé. Era Ella. Atraída por la crepitación del aceite hirviendo, se había acercado a mirar. La olla se le volcó encima, quién sabe cómo, y aquella lava le cubrió todo el cuerpo. El ardor de las quemaduras la desmayó. Corrí al dispensado. Casi ni me atrevía a tocarla porque al menor roce se le desprendían hebras de piel. La curaron con óleo calcáreo y la vendaron. Pregunté si le iban a quedar marcas. "Tejido queloide", me dijo la enfermera. "Se le puede formar tejido queloide". Pregunté qué era eso. "Va a parecer una tortuga", me contestó, implacable. "La piel en rama, en trenzas, llena de cicatrices".

«Le quitaron las vendas a la semana. Yo tenía mis santos particulares y mis vírgenes: cada noche me arrodillaba sobre maíces y les suplicaba que le devolvieran la salud y una belleza que ya parecía imposible. Las costras rojas le enmascaraban la cara y le dibujaban mapas en el pecho. Cuando se le apagó el tormento de las quemaduras, a Evita la desvelaron unas picazones de posesa. Como la desesperaban las costras y quería arrancárselas, tuve que atarle las manos. Así permaneció más de un mes, amarrada, mientras las costras viraban del rojo al negro. Parecía una oruga tejiéndose un capullo de luto.

Una mañana, antes de clarear, la oí levantarse. Afuera llovía y el viento soplaba seco, por ráfagas, como un acceso de tos. Temí que se enfermara de algo peor y miré por la ventana. Estaba inmóvil, en el patio, con la cara levantada, abrazando la lluvia. Las costras se le habían desprendido. En vez de las cicatrices le asomó esa piel fina, traslúcida, de alabastro, de la que tantos hombres se iban a enamorar más tarde. No le quedó una estila ni una mancha. Pero ningún milagro es impune. Evita debió pagar su salvación con otros insultos de la vida, otros engaños, otras desdichas.

«Creí que en 1923 ya habíamos cumplido con nuestra deuda de amarguras. 1926 fue, sin embargo, un año todavía peor. Blanca, mi hija mayor, acababa de recibirse de maestra. Yo necesitaba aliviarme de los agobios de la costura y comencé a buscarle trabajo. Temprano, las dos salíamos a golpear puertas en las escuelas de esas desolaciones: San Emilio, El Tejar, La Delfina, Bayauca. Todo era polvo, viento y soles asesinos. Por las tardes, me sentaba en la hamaca del patio, exhausta, con los tobillos hinchados. Se me reventaban las várices y por más que me decía: Quedáte quieta, Juana, ya no caminés más, cada nuevo día trata siempre una esperanza que me obligaba a caminar. Recorrimos esas rutas de tierra cientos de veces, y siempre era inútil. Tuvo que morir Duarte para que se compadecieran de nosotras.

«Sucedió, como tal vez ya dije, un viernes de enero. A eso de la oración oímos un galope. Mala señal, pensé. Cuando se está sufriendo un calor de infiernos y ponen los caballos a correr sólo es para que anuncien una desgracia. Tal cual. El jinete era uno de los peones de la estancia La Unión. Traía la noticia de que Duarte había muerto. Fue al amanecer, dijo. Duarte salía de Chivilcoy hacia Bragado para ver unos campos de maíz y, en la confusión de la entreluz, el Ford que manejaba cayó en la banquina. Se le cruzó un animal, parece. O a lo mejor se durmió en la ruta. No es nada de eso, me dije. A Duarte lo ha matado la tristeza. Un hombre que abandona sus deseos como él los había abandonado, ya no quiere seguir viviendo. Se deja vencer por cualquier enfermedad o se duerme en los caminos.

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