«Hacía mucho tiempo que yo había dejado de quererlo.
Mi corazón estaba desierto de él y de todo otro amor que no fuera el de mis hijos. Sentí que a mí también la muerte podía alcanzarme en cualquier momento e imaginé la vida atroz de mis huérfanos, esclavizados por pulperos hostiles y por curas dementes. Me ahogó la angustia. Frente al patio, en el dormitorio, había un ropero con un espejo de luna. Allí me vi reflejada, pálida como una sábana, mientras las piernas me desprotegían. Caí dando un grito. Blanca me levantó. El varón, Juan, que en paz descanse, corrió a la farmacia. Quisieron inyectarme un calmante para que durmiera, pero no lo permití. No señor, dije. Si Duarte ha muerto, el lugar de mi familia está con él. Averigüé si lo velarían en La Unión. No, me dijo el peón. Van a enterrarlo en Chivilcoy mañana a la tardecita.
«Sentí el ramalazo de una energía desconocida. A mí siempre fue difícil doblegarme. No me han derrotado las penas ni las enfermedades ni las desilusiones ni la pobreza. Pero en aquel momento yo ni siquiera tenía con qué luchar.
«Compré al fiado unos vestidos de luto y medias negras.
A Juancito le cosí una banda negra en la manga de la camisa. Las chicas mayores lloraban. Evita no. Ella jugaba, indiferente.
«Tomamos un ómnibus de Los Toldos a Bragado y otro que salía al amanecer desde Bragado a Chivilcoy: un viaje de veinte leguas. La vida de adelante estaba oscura, vacía, y no sabía a qué odios tendría que enfrentarme. No me importaba. Mientras mis hijos estuvieran conmigo, me sentía invencible. Ninguno había sido concebido con artimañas ni enredos sino por voluntad del padre que acababan de perder. Yo no iba a permitir que crecieran con la vergüenza de ser nadie, a escondidas, como si hubieran brotado de la casualidad.
«Llegué a la casa de Duarte a eso de las nueve de la mañana. Las campanas del Santísimo Rosario tañían a duelo y en el aire sofocante de Chivilcoy flotaba el polen de las flores. Las coronas fúnebres se divisaban desde lejos. Las habían alineado en la vereda, sobre unos caballetes de cartón morado. En las cintas se leían nombres de escuelas normales, clubes de rotarios, concejales y párrocos que Duarte jamás había invocado en mi presencia.
Aun en el aturdimiento de la llegada, me di cuenta de que yo no reconocía en aquel muerto al padre de mis cinco hijos. Conmigo había sido callado, modesto, sin imaginaciones. Su otra vida lo revelaba, en cambio, poderoso y sociable.
«Alguien debió de reconocernos y avisar que nos acercábamos porque, en la esquina de la casa, nos salieron al paso dos viejos que me dieron mala espina. El más enlutado, con unos bigotes de manubrio, se quitó el sombrero de paja y descubrió una calva sudada.
«-Yo sé quién es usted y desde dónde viene, señora -dijo, sin mirarme a los ojos-. Comprendo su dolor y el de sus hijos. Pero hágase también cargo del dolor que está sintiendo la familia legítima de Juan Duarte. Soy primo hermano del difunto. Le ruego que no se acerque a la casa del duelo. No nos traiga el escándalo.
«No lo dejé seguir.
«-Vengo con estas criaturas desde muy lejos. Ellos también tienen derecho a despedirse de su padre. Cuando hayamos hecho lo que vinimos a hacer, nos iremos. Quedesé tranquilo. No habrá ningún escándalo.
«-Creo que no me entiende -insistió el primo. Sudaba mucho. Un pañuelo embebido en perfume lo aliviaba-. El fallecimiento ha sido repentino y la viuda está muy alterada. Saber que ustedes han entrado en su propia casa no le hará ningún bien. Le aconsejo que vayan a la iglesia y recen ahí por el eterno descanso de Juan. Y por caridad, tome este dinero para comprarle algunas flores.
«Me tendió un billete de cien pesos, que en esa época era una barbaridad. No me digné contestarle. Lo aparté con la mano y seguí caminando. Al advertir mi resolución, el otro viejo sonrió de costado y preguntó, desdeñoso:
«-¿Éstos son los bastardos?
«-Los de su madre -respondí, marcando con fuerza el su, para devolverle el insulto-. Y los de Juan Duarte. Así son las cosas. Todos, para el ladrón, son de su condición.
«No pude avanzar sino unos pocos pasos. De la casa salió una joven poco mayor que Blanca. Tenía los ojos marcados por el estrago del llanto y los labios pálidos. Se abrió paso entre las coronas fúnebres con tal ímpetu que dos o tres cayeron de los caballetes. Estaba encrespada. Pensé que iba a golpearme.
«-¿Cómo se atreve? -dijo. Hemos sufrido toda la vida por su culpa, señora. Vayasé de aquí, vayasé. ¿Qué clase de mujer es usted, Dios mío? Qué falta de respeto.
«Yo no perdí la calma. Pensé: es una hija de Duarte. También ella, a su manera, se ha de sentir desamparada.
«-Por respeto al difunto he venido hasta aquí -le dije-. Mientras vivió, fue un buen padre. No veo por qué las cosas deben ser de otro modo ahora que está muerto. No les haga a mis hijos el mal que ellos no le harían a usted.
«-¡Vayasé ahora mismo! -me contestó. No sabía si atacarme o largarse a llorar.
«Quién sabe por qué se me representaron en aquel momento la estación de trenes donde había esperado a Duarte tantas veces en vano, la carreta de mi padre avanzando entre los espejismos de los campos secos, el parto de mi primera hija, la cara de Evita desfigurada por las quemaduras. Entre tantas imágenes encontré también la de un caballero flaco y pálido. Estaba vestido de negro y se había acercado sin que nos diéramos cuenta, al amparo de la contraluz. Creí que era otro personaje de mis recuerdos, pero no: estaba de pie en la realidad de ese día tan distinto a mí, inmóvil, presenciando el arrebato histérico de la joven que era, de hecho, media hermana de mis hijos. El caballero flaco le puso las manos sobre los hombros y con ese gesto simple le apagó el odio, o por lo menos se lo contuvo.
«-Vamos a permitirles entrar un momento, Eloísa -le dijo-. Esta gente no tiene por qué llevarse a Los Toldos la misma pena con que ha venido.
«La joven regresó a la casa sollozando. El hombre me habló entonces, sin enojo ni compasión:
– Todo en esta muerte nos ha tomado de sorpresa. Hubiera sido mejor que no vinieran. Pero ahora ya están en Chivilcoy y cuanta menos gente lo sepa será mejor. En Los Toldos Duarte podía hacer lo que le diera la gana. Aquí hay que cuidar las apariencias. Si alguien pregunta quién es usted, voy a decir que es la cocinera de La Unión. No me desmienta. O entra con esa condición, o se retira. Nadie le va a dirigir la palabra. Tampoco quiero que hable con nadie. Le doy cinco minutos para que se despida del muerto, rece y se vaya. La viuda va a estar en ese momento en otra parte de la casa, y tal vez toda la gente que ha venido a dar el pésame también quiera estar lejos. No habrá nadie en la capilla ardiente. Sólo yo, para vigilar que se cumpla el trato.
«-Queda el cementerio -dije. Sentía la garganta seca, pero no quería mostrar debilidad. -Le prometí a Duarte que, cuando muriera, sus hijos iban a seguir el cortejo y a dejarle unas flores.
«El hombre quedó un rato en silencio. Su silencio era más amenazador que sus palabras.
«-Faltan todavía tres horas para el entierro. No sé qué quieren hacer ustedes mientras tanto, pero no hay razón para que se queden aquí. Al ataúd lo tienen que acompañar los parientes, los oficiales de la policía, los concejales, los profesores de la escuela normal y los consignatarios de hacienda que tenían negocios con el difunto. Son demasiadas personas y ustedes no conocen a ninguna. No les puedo prohibir que caminen detrás del cortejo. Pero nadie les va a hacer lugar.
«El caballero flaco desapareció en la casa mortuoria y, al rato, nos llamó con un guiño despectivo del índice. Recuerdo que, al pasar entre la doble fila de coronas, me desconocí a mi misma y desconocí los nombres de todo lo que veía. Velas, rejas, ojos, lajas, la realidad estaba en otro lugar. También mi cuerpo. Dejé de sentir las várices. En la capilla ardiente había un piano de cola y, junto al taburete, dos perros de caza embalsamados.
«Aunque me pese reconocerlo, el difunto no se iba de este mundo con una figura muy lucida. Llevábamos casi dos años sin vernos y en ese tiempo se había descuidado con la comida. Estaba grueso. El vientre le abultaba tanto que, al ver su sombra en la pared, parecía que hubiera otro piano allí, pero con la cola levantada. Tenía la cabeza maltrecha por el accidente y unos surcos de sangre en las fosas de la nariz. Pensé que lo habían dejado así a propósito, para que nadie lo recordara buen mozo. Nos acercamos a besarlo, pero no sabíamos dónde. Para que no se le cayera la mandíbula le habían atado un pañuelo que le cubría casi toda la cara. Blanca le acarició la nariz afilada y transparente. Yo le tomé las manos, que aferraban un rosario. Me pregunté cuáles habrían sido sus pensamientos cuando el auto se le volcó en la banquina. Era cobarde y no debió de atreverse a pensar en nada. Sólo sentiría el asombro y el terror del fin.
«Evita no alcanzaba a ver el cuerpo y tuve que levantarla en brazos. Cuando la acerqué al ataúd, advertí que tenia los labios apretados y la mirada desierta. "Tu papá", le dije. Ella se volvió hacia mí y me abrazó sin expresión, sólo porque debía abrazar a alguien y no quería tocar aquellos despojos de un desconocido.
«El caballero flaco nos acompañó hasta la puerta. Creo que me tendió una tarjeta pero no pude leerla. El sol había desenvainado esa mañana una calor sin piedad y todo lo que recuerdo es amarillo.
«Nos refugiamos en una fonda, cerca de la estación de ómnibus, y a eso de la una nos encaminamos al cementerio. Llegué cuando entraba el cortejo. Vi a la otra esposa de Duarte llorar en el hombro de la hija que me había ofendido; vi al caballero flaco cargando el ataúd junto a un capitán que en aquel calor estrepitoso se había abrigado con capas y galones. Sentí lástima por el difunto, que se despedía de este mundo rodeado de personas que desconocían su vida y no lo habían querido tal como era. Estábamos insolados y me pareció, por los chicos, que no valía la pena seguir el funeral. No había ya razón para quedarse ni tampoco hubo nunca razón para volver.»
La voz de la madre siguió hablando pero mi escritura ya no la oyó. Entre las palabras que dejé perderse había unos versos que Evita recitó en el patio de la escuela mixta urbana de Los Toldos, el revoloteo de la máquina Singer, dos fotos de chica triste, sin sonrisa, y la mañana en que Ella dijo: «Voy a ser artista». Eran imágenes de tarjetas postales que tal vez deberían estar aquí. Pero me ensordeció el vuelo de un ala sola y amarilla en el aire de la página. Vi volar el ala hacia atrás y cuando me le acerqué, no la vi más. Es así como se apaga el pasado, me dije. Siempre el pasado llega y se va sin importarle lo que deja.