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– Te podrás imaginar los tiempos atroces que pasó el Coronel cuando volvió a Buenos Aires -me dijo Cifuentes. Estábamos otra vez juntos, al empezar la tarde de aquel mismo domingo. Yo comía una manzana; él fumaba con avidez, altivo y exiguo. -Todo lo que le quedaba de orgullo, instinto, fuerza y deseo se había quedado atrás, en Alemania. Vivía solo, en una pensión de Arenales y Coronel Díaz: sin nada que hacer, nadie en quién pensar, rumiando las imágenes del cadáver perdido. A fines de aquel año me llamaron del hospital militar porque lo habían internado con un coma hepático y los médicos creían que ya no iba a contar el cuento. Lo atormentaban con lavajes intestinales y tubos de glucosa. Su pobre cuerpo castigado tenía ronchas, estigmas, lastimaduras de la dejadez. Desde el teléfono del hospital llamé a la esposa y le pedí que lo socorriera. «Quién sabe si querrá verme, -dijo ella. «Vaya», -le contesté. «No la va a rechazar. Está quemando el último aliento en el esfuerzo de sobrevivir.»

– Sobrevivió -le dije-. No he oído que nadie cayera y se levantara, como él, tantas veces.

– No sabes cuánto sobrevivió.

Cifuentes y yo seguimos un largo rato inmóviles en el mismo domingo. Había brumas afuera, lloviznas, ráfagas de viento húmedo: todos los malos humores del clima de Buenos Aires pasaban por allí sin que nos importara. Según su costumbre, Cifuentes sacaba del bolsillo unas diminutas migas de pan y se las comía. Las esquirlas se le quedaban enredadas en la barba puntiaguda.

– Antes del fin, Moori se reconcilió una vez más con la esposa -me dijo- y volvió a vivir en el departamento de Callao y Santa Fe. Tenía la ilusión de que lo reincorporaran al ejército y lo ascendieran a general de brigada, pero ya sus amistades habían perdido influencia y el propio ejército estaba demasiado enloquecido por las luchas de facciones como para interesarse en él. Fue en esos meses cuando lo visitó Rodolfo Walsh y el Coronel le contó que había enterrado a Evita de pie, en un jardín de lluvias incansables. Suponía que la Difunta estaba aún dando vueltas por el mundo, en manos de algún poder oculto.

Un día me dijo: «Vayamos a buscarla, Pulgarcito». Yo traté, por única vez en la vida, de hacerlo entrar en razón. «Lo que enterraste en Eichstátt fue una copia, Moori», le dije. «Te engañaron. Quién sabe qué se ha hecho de la Eva. A lo mejor la han sepultado en el mar.» Me arrepentí al instante de haberle hablado así. Tuvimos un altercado feroz. Lo vi llevar una mano a la Walther. Estuvo, creo, a punto de matarme. Durante meses no me dirigió la palabra. Para el Coronel, no había otra realidad que Evita. El mundo le parecía, sin Ella, intolerable.

A veces nos callábamos durante ratos largos, hasta que el silencio se acomodaba por completo dentro de nosotros. A veces nos acordábamos de hablar y repetíamos lo ya dicho como si lo hubiéramos olvidado. Sigo pensando que ese domingo no fue un solo día sino muchos y que, cuando llegó la noche, Cifuentes se alejó de mi vida.

Pero aún no he terminado de contar algunas historias que se quedaron, desde entonces, dentro de mí.

Como era quizás inevitable, me dijo Cifuentes, el Coronel se dejó devorar de nuevo por la fiebre del alcohol y volvió a tener raptos de delirium tremens. Hordas de mariposas lo sepultaban bajo un tejido de velas encendidas y de flores silvestres. Las ratas de la pesadilla le descoyuntaban los huesos y le quemaban los ojos. Dos veces lo internó su mujer en el hospital y otras tantas volvió a las andadas. El Comando de la Venganza seguía mandándole cartas de amenaza y preguntándole dónde estaba Evita. Devolvé el cuerpo de la Santa al pueblo, le escribían. Te vamos a cortar la oreja, corno se la cortaste a Ella. Te vamos a sacar los ojos. ¿Dónde escondiste las sagradas reliquias de nuestra Madre Querida?

Un amanecer, apareció en la casa de Cifuentes. Llevaba dos baúles repletos de cartas, documentos y fichas con relatos cifrados. Le dijo que volvería a buscarlos cuando el pasado se aquietara.

– Me están pisando los talones, Pulgarcito -le explicó-. En el momento menos pensado van a matarme. Tal vez sea un alivio. Tal vez sea lo mejor.

Dejó allí los baldes para siempre. Cuando necesitaba consultar uno de los escritos, entraba en el estudio de su amigo, de día o de noche, y con el auxilio de una lupa examinaba las hojas al trasluz, en busca de anotaciones con tinta invisible. Ya nadie pensaba en él como en un ser vivo, me dijo Cifuentes. «Moori, al final, dejó de ser el Coronel: era su enfermedad, sus vicios, sus tormentos».

En 1965 se alejó por última vez de la esposa y, durante algún tiempo, también dejó de beber. Fundó una «Agencia de Prensa Transamericana» que difundía rumores sobre conspiraciones cuarteleras y motines en las fábricas. Escribía él mismo las noticias y las copiaba en un mimeógrafo de 1930, que no paraba de toser o tartamudear, Se las arregló para que su nombre resucitara en los diarios. A comienzos de 1967 fue entrevistado por la célebre revista Primera Plana. En la fotografía se lo ve gordo, calvo, con la nariz roja y agrietada que le había dejado el alcohol, y una sonrisa fantasmal, sin dientes. Le preguntaron si era verdad que había «soterrado en las tinieblas el cadáver de Evita». «No voy a contestar esa insidia», dijo. «Estoy preparando un libro sobre el caso. ¿Sabe quiénes me asisten? Sorpréndase: el doctor Pedro Ara y la señora Juana Ibarguren de Duarte.»

Mentía, por supuesto, sin saber que mentía. Había inventado una realidad y, dentro de ella, era Dios. Imitaba la imaginación de Dios y en ese reino virtual, en esa nada que estaba llena sólo de sí mismo, se creía invulnerable, invencible, todopoderoso.

Tarde o temprano, la burbuja debía estallar. Sucedió una noche de agosto. El Coronel se había citado con un informante en la estación de Liniers. Al adentrarse en el andén, pensó que había regresado a otra de sus pesadillas. Entre los bancos de tablas y los nichos de las boleterías clausuradas desfilaban promesantes con los brazos en cruz, enarbolando velones encendidos y coronas de margaritas. Algunos paseaban en angarillas la efigie de un santo indiscernible, suspendido en el ademán de repartir panes de plástico y monedas de fantasía. Otros veneraban la foto triunfal de Evita, vestida con la pollera estilo Maria Antonieta que lucia en las veladas del teatro Colón. Se enredaban los cantos, Cristianos venid, San Cayetano ruega por nosotros, Eva Perón, tu corazón / nos acompaña sin cesar. Se confundían los perfumes de la desesperación, del pachulí y de los sahumerios. Frente a la bóveda de la boletería, una mujer con un abrigo hasta el piso entregó al pasmado Coronel un ramo de alverjillas y lo empujó hacia el altar donde Ella, desde su lejana noche de gala, sonreía.

– Anda -dijo la mujer-. Ponéle cien pesos.

– Quién sos vos? -tuteó también el Coronel-. Sos del Comando de la Venganza.

– Qué voy a ser -respondió ella, quizá sin entender-. Soy evitista, de la Milicia Angélica. Pero acá, en estas fiestas, cualquier fe da lo mismo. Ponéle los cien pesos.

El Coronel le devolvió el ramo y, con espanto, salió a la noche. Alrededor de la estación florecían, como panales, los altares. Un oleaje de velas desteñía las siluetas de rezadores y peregrinos. El perfil de Evita dejaba caer sus bendiciones desde lo alto de los estandartes. A los balcones se asomaban otras Evitas esculpidas en yeso, a las que habían aderezado con tocas de Virgen María. Todas esgrimían una sonrisa que se esforzaba por ser benévola pero que brotaba de costado, artera, amenazante.

Se alejó como pudo. Varias veces, en el camino, oyó que desde los zaguanes le decían: «Te vamos a matar. Te vamos a cortar los huevos. Te vamos a sacar los ojos». En el primer almacén abierto compró un porrón de ginebra y lo bebió allí mismo, empinándoselo, con una sed que ya llevaba dos años sin ser saciada. Después se encerró en su oficina y siguió bebiendo sin parar hasta que Evita se retiró de sus alucinaciones y otras sombras más terribles lo mantuvieron clavado al piso, en una ciénaga de orinas y de mierdas.

Esa vez lo salvaron los peones de la limpieza. Los estragos de su cuerpo eran tales que los médicos tardaron seis meses en darlo de alta. Quiso la fatalidad que, al llegar convaleciente a las oficinas de la Agencia Transamericana -donde ahora tenía su casa-, alguien deslizara un sobre lacrado bajo la puerta, con este mensaje escueto: Tu hora se aproxima. Comando de la Venganza.

Salió desesperado a la calle, sin camisa. Empezaba el otoño y caía una lluvia inclemente. La escritora Tununa Mercado, que tenía la costumbre de caminar con su perro a esas horas tardías, se cruzó con él en la plaza Rodríguez Peña.

«Creí que era un enfermo escapado de los asilos»,

me contó muchos años después. «Pensé: sólo puede ser un pobre enfermo . Hasta que lo reconocí por las fotos de los diarios. Corrió hacia la estatua de O’Higgins y se paró ante el pedestal, con los brazos en cruz. Lo oí gritar: "¿Por qué no vienen de una vez y me matan?". Repetía: "¿Por qué no vienen?". Yo no sabía de quiénes estaba hablando. Miré para todas partes. No había nadie. Sólo el silencio y la luz lechosa de los faroles. "¿Qué esperan, hijos de puta?", volvió a gritar. "¡Mátenme, mátenme!" De pronto, algo lo derrumbó. Se puso a llorar. Me acerqué a preguntarle si necesitaba ayuda, si quería que llamara a un médico.»

A Tununa la han conmovido siempre los hombres que viven en esa plaza, a la intemperie. Estaba por cruzar al palacio Pizzurno para pedir ayuda a los serenos cuando apareció un hombre calvo, de nariz aguileña, con barba de mosquetero.

«Era Cifuentes», le dije. «Aldo Cifuentes».

«Quién sabe», me contestó Tununa, que tiene una confianza ciega en sus sentimientos pero no en sus sentidos. «El hombrecito calvo lo estaba buscando. Con increíble delicadeza le dijo: "Vámonos, Moori. No tenés nada que hacer acá." "No me pidas eso, Pulgarcito", -le suplicó el Coronel. Me sorprendió que alguien tan rudo, de aspecto tan bestial, invocara a un personaje de mis cuentos de niña. "Me quiero morir". El amigo cubrió al Coronel con una cobija y lo arrastró, casi en hombros, hasta un auto. Yo me quedé mucho rato quieta, bajo la llovizna, y esa noche no pude dormir.»

Con abnegación, con tenacidad, Cifuentes fue el lazarillo del Coronel hasta la víspera misma de su muerte, en 1970. Hay seres que, sin razón alguna, protegen a otros con una piedad compulsiva, como si el cuidado de esos destinos ajenos les permitiera expiar viejas derrotas y deberes no cumplidos. Cifuentes se aplicó a esa obra de misericordia sin alardes. En sus memorias póstumas dedica al tema un párrafo displicente: «Moori Koenig fue mi hermano del alma. Quise salvarlo y no pude. Cayó en desgracia por causas oscuras. Su hogar se deshizo. Su claridad mental se oscureció. Muchos pueden hablar de sus borracheras, de sus pequeñas trampas y mentiras. A mí sólo me importaron sus sueños».

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