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Voy a dejar, entonces, que esta última cadencia de la historia repose sobre el pecho de un sueño.

Como ya dije, el Coronel soñaba casi todas las noches con la luna. Se veía caminando por los desiertos blancos y agrietados del Mar de la Serenidad, sobre el que brillaban seis o siete lunas torvas y amenazantes. Sentía, en el sueño, que iba en busca de algo, pero cada vez que divisaba un promontorio, un temblor del paisaje, la ilusión se deshacía antes de que pudiera alcanzarla. Esas imágenes de nada y silencio permanecían dentro de él durante horas, y sólo se disipaban con los primeros tragos de ginebra.

Cuando se supo que tres pilotos de la NASA iban a descender en la luna, el Coronel pensó, con alivio, que aquel sueño repetido perdería su razón de ser -como todos los sueños que, después de mucho insistir, acaban apareciendo en algún lugar de la realidad-, y que tendría entonces libertad para soñar otras cosas. Decidió con Cifuentes que verían juntos en la televisión las últimas horas del largo viaje espacial; así fue como un domingo por la noche se instalaron ante el aparato, con un cubilete de dados para entretener la espera y una provisión generosa de cigarrillos. La transmisión exageraba las imágenes del centro de control de Houston y las entrevistas a los técnicos que guiaban la nave. Esas digresiones los adormecieron.

Se habían prometido resistir la tentación de la ginebra hasta que la aventura hubiera terminado. Por fin, un asombroso disco redondo apareció en la inmensidad, lleno de luz. Duró poco. El vientre del disco se hundió en seguida y en el espacio vacío fue dibujándose una hoz cóncava, menguante.

– La luna -dijo el Coronel.

– Es la tierra -opinó Cifuentes-. Somos nosotros. Parece que tuviéramos la frente vendada como las monjas.

Durante horas, no pasó nada más. El aire, afuera, estaba lleno de sonidos urbanos, pero también los sonidos fueron apartándose y sólo quedó el vacío del invierno inclemente. Aunque el frío de la casa se hizo intolerable, el Coronel sólo sentía calor y sed. En medio de la noche rompió la promesa y tomó un trago de ginebra. Cuando regreso, la melancolía lo ahogaba. El módulo lunar, desprendido de la nave principal, estaba posando sus tentáculos sobre un crater polvoriento. La especie humana acababa de llegar a la luna pero el Coronel ya no sentía nada, salvo los redobles de su propio infierno.

– ¿Quién se la habrá llevado, Pulgarcito, qué te parece? -dijo.

– ¿A Evita? Qué sé yo. Mirá las ideas que se te ocurren a estas horas.

Cifuentes estaba disgustado. El aliento a ginebra saturaba el aire.

– Vaya a saber si la cuidan, Pulgarcito. Vaya a saber qué le estarán haciendo.

– No pensés más en eso. Me prometiste.

– Yo la extraño. La extraño. Quisiera no pensar, pero la extraño.

Durmieron allí mismo, sobre los sillones. Cuando Cifuentes despertó, a comienzos de la tarde siguiente, ya el Coronel había tomado más de medio porrón de ginebra y lloraba viendo las imágenes interminables de la llanura de ceniza. Se oían los frenazos de los colectivos en la calle. Todo parecía haber vuelto a la normalidad, aunque a veces se abrían sorpresivos paréntesis de silencio. La oscuridad se apoderaba entonces de la pantalla, como si el mundo suspendiera el aliento a la espera de un parto descomunal, pantagruélico.

A las once de la noche del lunes, Neil Armstrong pisó la luna y pronunció la retórica frase que tanto había ensayado: That’s one small step for man . La imagen del televisor se inmovilizó en la huella de una bota, la izquierda, sobre el polvo gris.

– Qué raro: tantas manchas negras dijo el Coronel-. Tal vez hay moscas en ese lugar.

– No hay nada -dijo Cifuentes-. No hay vida.

– Hay moscas, mariposas, larvas de saprinas -insistió el Coronel-. Mirálas en el televisor. Están por todas partes.

– Qué van a estar, Moori. Es la ginebra que tomaste. Acabála ya. No quiero que terminemos otra vez en el hospital.

Armstrong saltaba de un cráter a otro y de pronto desapareció en el horizonte con una pala pequeña. Dijo, o el Coronel creyó entender: «No puedo ver lo que hago cuando llego a la sombra. Trae la máquina, Buzz. Mándame la máquina».

– Van a trabajar con máquinas -dijo el Coronel.

– Salió en los diarios -bostezó Cifuentes-. Van a cavar. Tienen que recoger algunas piedras.

Armstrong y el hombre que se llamaba Buzz parecían volar sobre aquel blando mundo muerto. Alzaban los brazos alados y se elevaban por encima de cordilleras frágiles y de mares impasibles. La cámara los perdió de vista y, cuando volvió a ellos, flotaban juntos, aferrando por las asas una caja de metal, de contornos borrosos.

– Mira esa caja -dijo el Coronel-. Un ataúd.

– Son herramientas -lo corrigió Cifuentes-. Ya vas a ver cuando empiecen a trabajar.

Pero la cámara se apartó de los astronautas en el preciso momento en que se inclinaban sobre algo que parecía un cauce, una grieta, y se distrajo con otros paisajes. En la aterradora blancura se dibujaron anillos, ojeras, ráfagas de plumas, estalactitas, plagas del sol. Luego, el espacio fue ocupado por un silencio sin remordimiento, hasta que regresó el perfil de Armstrong solitario, cavando.

– ¿Has visto eso? -dijo el Coronel. Estaba erguido, con una mano en la frente, pálido ante las imágenes que reverberaban.

– Qué -respondió Cifuentes, cansado.

– La tienen ahí.

– Es la bandera -dijo Cifuentes-. Van a clavar una bandera.

– ¿No te das cuenta?

Cifuentes lo tomó del brazo.

– Tranquilo, Moori. No pasa nada.

– ¿Cómo que no pasa nada? ¡Se la llevaron, Cifuentes! ¡La están enterrando en la luna!

«Pueden ver la bandera», anunció uno de los técnicos de Houston. Now, you can see the flag. «¿No es hermosa?»

– Es hermosa -dijo el Coronel-. Es la persona más hermosa de este mundo. -Se desplomó en el sofá y repitió sin consuelo, cientos de veces, la revelación que le iba a consumir lo que le quedaba de vida: -Es Ella. Los hijos de puta la enterraron en la luna.

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