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Si los sentimientos tuvieran una unidad de medida y si esa unidad pudiera aplicarse a las dos frases citadas, sería fácil discernir cuál era la distancia emocional que separaba a Evita de su esposo.

En aquellos días del golpe contra Perón, al Coronel le interesaban otras respiraciones de la realidad. La más trivial era una respiración semántica: ya nadie llamaba al ex presidente por su nombre o por su rango militar, del que pronto iba a ser degradado. El apelativo con que se lo mencionaba en los documentos oficiales era «tirano prófugo» y «dictador depuesto». A Evita se le decía «esa mujer», pero en privado le reservaban epítetos más crueles. Era la Yegua o la Potranca , lo que en el lunfardo de la época significaba puta, copera, loca. Los descamisados no rechazaron por completo la invectiva, pero dieron vuelta su sentido. Evita era para ellos la yegua madrina, la guía del rebaño .

Tras la caída de Perón, los escalafones militares fueron diezmados por purgas inmisericordes. El Coronel temía que le anunciaran su retiro de un día para otro por haber servido como edecán de la Señora, pero su amistad con algunos de los cabecillas revolucionarios -de los que había sido instructor y confidente en la Escuela de Inteligencia-y su reconocida pericia para desenmascarar conjuras lo mantuvieron a flote durante algunas semanas en las oficinas de enlace del ministerio del ejército. Allí diseñó un plan intrincado para asesinar en Paraguay al «dictador fugitivo» y otro, más laborioso aún, que pretendía sorprenderlo en la cama y cortarle la lengua. Pero a los generales triunfantes ya no les inquietaba Perón. El dolor de cabeza que los desvelaba eran los despojos de «esa mujer».

El Coronel estaba en su oficina escribiendo una minuta sobre el uso de los espías según Sun Tzu y oyendo a todo volumen el «Magnificat» de Bach cuando lo mandó llamar el presidente provisional de la república. Eran las once de la noche y desde hacia una semana no paraba de llover. El aire estaba saturado de mosquitos, chillidos de gatos y olor a podredumbre. No imaginaba el Coronel para qué podrían necesitarlo y apuntó algunos datos sobre las dos o tres misiones delicadas que tal vez le iban a encomendar. ¿Quizá seguir los pasos de los agitadores nacionalistas que esa misma semana habían sido apartados del gobierno? ¿Averiguar a quién entregarían los militares el gobierno del Brasil tras la apresurada renuncia del presidente Café Filho? ¿O algo más secreto aún, más subterráneo, como descubrir los nidos donde las manadas peronistas en fuga estaban lamiéndose las heridas? Se lavó la cara, se afeitó la barba de día y medio y se internó en los laberintos de la casa de gobierno.

La reunión era en una sala con paredes de espejos y bustos alegóricos de la Justicia, la Razón y la Providencia. Los escritorios estaban atestados de sandwiches resecos y cenizas de cigarrillos. El presidente provisional de la república parecía tenso, a punto de perder el control. Era un hombre pálido, de cara redonda, que puntuaba las frases con silencios asmáticos. Tenía labios finos, casi blancos, ensombrecidos por una gran nariz. La figura encorvada del vicepresidente y las contracciones de sus mandíbulas recordaban a las hormigas. Usaba además grandes anteojos negros que no se quitaba ni en la oscuridad. Con voz ronca, ordenó al Coronel que se mantuviera de pie. La entrevista, le advirtió, sería corta.

– Se trata de la mujer -dijo. Queremos saber si es ella.

El Coronel tardó en comprender.

– Algunas personas han visto el cuerpo en la CGT -informó un capitán de navío, que fumaba cigarros de hoja-. Dicen que es impresionante. Han pasado tres años y parece intacto. Hemos ordenado que le saquen radiografías. Mírelas, aquí están. Tiene todas las vísceras. A lo mejor el cuerpo es un engaño, o es de otra. Anda todavía por ahí un escultor italiano al que encargaron un proyecto de monumento con sarcófago y todo. El italiano hizo una copia en cera del cadáver. Se cree que es una copia perfecta, y que nadie podría distinguir cuál es cuál.

– Contrataron a un embalsamador -agregó el vicepresidente-. Le pagaron cien mil dólares. El país es una mina y han malgastado el dinero en esa basura.

El Coronel sólo atinó a decir:

– ¿Cuáles son las órdenes? Yo me encargo de que se cumplan.

– En cualquier momento habrá un motín en las fábricas -explicó un general obeso-. Sabemos que los cabecillas quieren entrar en la CGT y llevarse a la mujer. Quieren pasearla por las ciudades. La van a poner en la proa de un barco lleno de flores y bajar con Ella por el río Paraná para sublevar a los pueblos de las orillas.

El Coronel imaginó la procesión infinita y los bombos redoblando junto al río. Las antorchas torvas. Las flotas de flores. El vicepresidente se incorporó.

– Muerta -dijo-, esa mujer es todavía más peligrosa que cuando estaba viva. El tirano lo sabía y por eso la dejó aquí, para que nos enferme a todos. En cualquier tugurio aparecen fotos de ella. Los ignorantes la veneran como a una santa. Creen que puede resucitar el día menos pensado y convertir a la Argentina en una dictadura de mendigos.

– ¿Cómo, si es tan sólo un cadáver? -atinó a preguntar el Coronel.

El presidente parecía harto de todas esas alucinaciones; quería irse a dormir.

– Cada vez que en este país hay un cadáver de por medio, la historia se vuelve loca. Ocúpese de esa mujer, coronel.

– No he comprendido bien, mi general. ¿Qué significa ocuparme? En circunstancias normales, sabría qué hacer. Pero esa mujer ya está muerta.

El vicepresidente le dedicó una sonrisa de hielo:

– Desaparézcala -dijo. Acábela. Conviértala en una muerta como cualquier otra.

El Coronel pasó la noche en vela, trenzando algunos planes y deshaciéndolos en seguida por inútiles. Apoderarse de la mujer era fácil. Lo difícil era encontrarle un destino. Aunque los cuerpos que mueren dejan su destino muy atrás, el de la mujer aún estaba incompleto. Necesitaba un destino último, pero para llegar a él había que atravesar quién sabe cuántos otros.

Una y otra vez revisó los informes sobre los trabajos de conservación, que no habían cesado desde la noche de la muerte. El relato del embalsamador era entusiasta. Aseguraba que luego de las inyecciones y de los fijadores, la piel de Evita se había tornado tensa y joven, como a los veinte años. Por las arterias fluía una corriente de formaldehído, parafina y cloruro de zinc. Todo el cuerpo exhalaba un suave aroma de almendras y lavanda. El Coronel no pudo apartar los ojos de las fotos que retrataban a una criatura etérea y marfilina, con una belleza que hacía olvidar todas las otras felicidades del universo. La propia madre, doña Juana Ibarguren, se había desmayado durante una de las visitas al creer que la oía respirar. Dos veces el viudo la había besado en los labios para romper un encantamiento que tal vez fuera el de la Bella Durmiente. De las transparencias del cuerpo brotaba una luz liquida, inmune a las humedades, a las tormentas, y a las desolaciones del hielo y del calor. Estaba tan bien conservada que hasta se veía el dibujo de los vasos sanguíneos bajo el cutis de porcelana y un rosado indeleble en la aureola de los pezones.

A medida que avanzaba en la lectura, al Coronel se le secaba la garganta. Seria mejor quemarla, pensó. Con los tejidos rebosantes de químicos, volará en cuanto le acerque un fósforo. Se incendiará como una puesta de sol. Pero el presidente había prohibido que la quemaran. Todo cuerpo cristiano debe ser enterrado en un cementerio cristiano, le había dicho. Aunque esa mujer ha vivido una vida impura, murió confesada y en gracia de Dios. Lo mejor, entonces, seria cubrirla con cemento fresco y fondearla en un lugar secreto del río, como deseaba el vicepresidente.

Quién sabe, reflexionó el Coronel. Vaya a saber qué ocultos poderes tienen esos químicos. Tal vez al contacto con el agua entren en efervescencia, y la mujer aparezca flotando, más vigorosa que nunca.

Lo consumía la impaciencia. Antes de que amaneciera, llamó al embalsamador y le exigió un encuentro.

– ¿En un café o en mi casa?, -preguntó el médico, aún enredado en las neblinas del sueño.

– Necesito examinar el cuerpo, -le dijo el Coronel-. Voy a ir adonde usted la tiene.

– Imposible, señor. Es peligroso verla. Las sustancias del cuerpo no se han calmado. Son tóxicas, irrespirables.

El Coronel lo interrumpió, tajante:

– Salgo para ahí ahora mismo.

Siempre había existido el temor de que algún fanático se apoderara de Evita. El triunfo del golpe militar daba también alas a los que deseaban verla cremada o profanada.

En la CGT nadie dormía tranquilo. Dos sargentos que habían sobrevivido a las purgas de peronistas en el ejército se turnaban en la custodia del segundo piso. A veces, el embalsamador dejaba entrar a funcionarios de las misiones diplomáticas, con la esperanza de que pusieran el grito en el cielo si los militares destruían el cadáver. Pero lo que les arrancaba no eran promesas de solidaridad sino balbuceos incrédulos. Los visitantes, que llegaban preparados para observar una maravilla científica, se retiraban convencidos de que en verdad les habían mostrado un acto de magia. Evita estaba en el centro de una enorme sala tapizada de negro. Yacía sobre una losa de cristal, suspendida del techo por cuerdas transparentes, para dar la impresión de que levitaba en un éxtasis perpetuo. A un lado y otro de la puerta colgaban las cintas moradas de las coronas funerarias, con sus leyendas aún intactas:»Volvé Evita amor mío. Tu hermano Juan »;»Eterna Evita en el corazón del pueblo. Tu Madre desconsolada ». Ante el prodigio del cuerpo flotando en el aire puro, los visitantes caían de rodillas y se levantaban mareados.

La imagen era tan dominante, tan inolvidable, que el sentido común de las personas terminaba por moverse de lugar. Qué sucedía no se sabe. Les cambiaba la forma del mundo. El embalsamador, por ejemplo, ya no vivía sino para ella. Se presentaba todas las mañanas a las ocho en punto en el laboratorio de la Confederación General del Trabajo, con trajes de casimir azul y un sombrero de alas rígidas orlado por una gran banda negra. Al entrar en el segundo piso se quitaba el sombrero, dejando al descubierto una calva lustrosa y unos aladares de pelo gris, aplastados por la gomina. Se enfundaba el delantal, y durante diez a quince minutos examinaba las fotos y radiografías que registraban las ínfimas mudanzas cotidianas del cadáver.

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