Литмир - Электронная Библиотека

Encendió unas pocas luces para ahuyentar a los merodeadores. En esas primeras horas que sucedían a la fuga del general Perón, el país aún estaba sin gobierno y, por lo que decían las radios, regía una tregua de fuego mientras duraban las deliberaciones de generales y almirantes. La lluvia no cesaba y la gente permanecía en sus casas por temor a los francotiradores. Desde temprano habían sido retirados los guardias de la residencia presidencial, donde ya no quedaba nadie a quien cuidar.

Tras una puerta disimulada entre los cajones del secreter, que se abría oprimiendo un resorte oculto, Renzi descubrió medio centenar de hojas manuscritas que parecían corresponder al libro escrito por la Señora durante su enfermedad y que se titulaba Mi mensaje . La caligrafía era voluble. Algunas frases, dibujadas con caracteres angulosos, se desvanecían en letras separadas y desiguales, como si la respiración de las palabras fuera convirtiendo a Evita en personas distintas. Otras hojas, donde la letra era regular y prolija, debían corresponder a los momentos en que ella, sin fuerzas para erguirse, prefería dictar. Una segunda carpeta reproducía el mismo texto, esta vez dactilografiado, aunque con omisiones y cambios notables.

En el fondo del escondite se apilaban unos cuadernos escolares fechados en los años 1939 y 1940, cuando Evita se abría paso como actriz en el teatro. Las páginas impares comenzaban con palabras varias veces subrayadas, Uñas, Cabeyos, Piernas, Maquiyaje, Nariz, Ensayos y Gastos de ospital, seguidas por una lista de recomendaciones que siempre quedaban sin terminar.

Renzi empezó a leerlas pero se detuvo, sorprendido de su indiscreción. Había sido en extremo cuidadoso de la intimidad de la Señora mientras Ella vivía, y pensó que tanto más respetuoso debía mostrarse ahora que Evita no estaba allí para defenderse. Aquellos cuadernos correspondían a la etapa más secreta e infortunada de su corta vida y, por lo tanto, no debían caer bajo los ojos de ningún intruso. Eran lecturas apropiadas sólo para una madre, pensó Renzi, y fue en ese momento cuando decidió entregárselos a doña Juana.

Dejó las hojas mecanografiadas de Mi mensaje en el cajón disimulado del secreter y ocultó los cuadernos escolares y el manuscrito del libro entre las ropas de su equipaje. A medianoche cerró todas las puertas de la residencia con llaves dobles y salió a la lluvia, en busca de un taxi.

Dos meses después, cuando por fin juntó coraje para encontrarse con doña Juana, Ella estaba demasiado nerviosa para apreciar aquellos documentos en lo que valían. Los dejó desguarnecidos, sobre las valijas, y agradeció la dádiva con una de esas frases torpes y no pensadas que le habían dado fama de mujer sin sentimientos: «Mire cómo tengo la casa y encima usted viene a traerme más papeles. ¿Ha visto las abejas afuera? Véalas. Me dan temor Hay miles.» Renzi le volvió la espalda y se retiró sin saludar, para siempre, tanto de aquel vestíbulo como de esta historia.

En el dormitorio, la madre soportó otro asedio de los calambres. Hacía calor y la humedad pesaba como cieno. Se aferró a un corto paréntesis sin dolor y, mientras estaba allí, quieta, tuvo la sensación de que tocaba algún fin con la punta de los dedos. ¿El fin del mundo? No soy yo la que se está yendo, es lo que me rodea. Este es el fin de mi país. El fin sin Eva, sin Juancito. El fin de mi familia. Hemos caído al otro lado de la muerte sin darnos cuenta. Cuando me quiera mirar en el espejo no veré nada, no habrá nadie. Ni siquiera yo podré irme de aquí, porque nunca he venido.

Ahora recordaba como dicha todo lo que alguna vez había vivido como infelicidad. Añoraba el pedaleo de la máquina de coser en la que se había quemado los ojos, los juegos de cartas con los huéspedes de su pensión en Junín, las madreselvas en las paredes sin revoque, las tardes en que salía a pasear junto a las vías del tren, las peleas con las vecinas y el cine de los miércoles, cuando se le anudaba la garganta ante los raptos de histeria de Bette Davis y la vida sin amor de Norma Shearer. Eso era tan sólo la mitad de lo que añoraba porque no tenía ya fuerzas para añorar todo. Había dejado que la otra mitad se le desprendiera de la cansada carne y golpeara a las puertas de otros cuerpos. Ella no podía más, Jesús querido, ya ni siquiera podía con su alma.

Se quedó en la cama hasta que los músculos desconcertados por los calambres fueron regresando a su quicio. Oyó los golpes del llamador y la voz gutural del Coronel, presentándose. Suspiró. Se empolvó la cara, disimuló con un pañuelo las arrugadas bolsas de las mandíbulas y cubrió el desaliño del pelo con un turbante negro. Así salió al encuentro del visitante, como si el día acabara de comenzar.

El Coronel llevaba más de quince minutos aguardándola. En el vestíbulo de parquet oscuro coincidían, como en un bazar, un sofá de plástico cuyos brazos veteados imitaban el mármol; un aparador rústico, vagamente bretón; una mesa de roble, rectangular, con butacas de caoba en las cabeceras y, sobre la chimenea, un altar silvestre, con un frutero lleno de flores frescas al pie de un retrato al óleo de Evita. Pese a la hostilidad de los muebles, el cuarto destilaba luz. El sol se filtraba a chorros por la claraboya del techo. Desde allí descendía una telaraña de ruidos roedores. ¿Abejas?, se preguntó el Coronel. O tal vez pájaros. En lo alto, dos caras inexpresivas lo espiaban. Ambas tenían un remoto parecido con Evita. A intervalos irregulares, una mano se alzaba sobre la cara de la izquierda. Las uñas eran largas, pintadas de un color que viraba del verde al violeta. A veces las uñas caían sobre el vidrio de la claraboya y resbalaban. El sonido era tan tenue, tan solapado, que sólo unos oídos diestros como los del Coronel podían percibirlo. ¿Dónde había visto antes esas cabelleras lustrosas? En los diarios, reparó. Aquéllas eran las hermanas de Evita. ¿O tal vez dos mujeres que imitaban a las hermanas? A veces lo señalaban y se interrumpían, dedicándole una sonrisa tonta. No bien la madre entró en el vestíbulo, las caras se apartaron del vidrio.

Al Coronel le sorprendió que la voz y el aspecto de doña Juana no se llevaran bien. La voz era aflautada y salía a empellones, como si le costara vencer la censura de los dientes postizos. El porte, en cambio, era imponente.

– ¿Moori Koenig, verdad? ¿Me ha traído los pasaportes? -preguntó, sin invitarlo a sentarse-. Yo y mis hijas queremos viajar cuanto antes. Nos estamos asfixiando en esta tronera.

– No -respondió el Coronel-. Un pasaporte no es algo sencillo.

La madre se dejó caer en el sofá de plástico.

– Quiere hablarme de Evita -dijo-. Está bien, hable. ¿Qué van a hacer con ella?

– Acabo de ver al embalsamador. El gobierno le ha dado un día o dos para que termine con los baños y los ungüentos. Después, enterraremos a su hija cristianamente, con todas las medallas, como usted ha pedido.

Los labios de la madre se contrajeron.

– ¿Adónde la van a llevar? -preguntó.

El Coronel no lo sabia.

– Se estudian varios sitios -improvisó-. Tal vez bajo el altar de alguna iglesia, tal vez en el cementerio de Monte Grande. Al principio no le pondremos lápidas, placas ni nada que la identifique. Hay que ser muy discretos hasta que los ánimos se serenen.

– Entréguenmela a mí, Coronel. Es lo mejor. Apenas tenga los pasaportes, yo me la llevo. Evita no tiene por qué ir a parar a una tumba sin nombre, como si no le quedara familia.

– No es posible -dijo el Coronel-. No es posible.

– Fije una fecha. ¿Cuándo me podré ir?

– Hoy, si quiere. Mañana. De usted depende. Necesito tan sólo su autorización para el entierro. Y los papeles. Eso. Los papeles.

La madre lo estudió, desconcertada.

– ¿Cuáles papeles?

– Los que le trajo Renzi esta mañana. Tiene que dármelos.

Volvió a oír el chisporroteo en el vidrio y creyó ver, en lo alto, la cara de una de las hermanas. Llevaba el pelo con ruleros y tenía los ojos muy abiertos, como Betty Boop.

– Esto es el colmo -dijo la madre-. Una cloaca. ¿Qué clase de país es éste? Me quitan los pasaportes, vigilan quién entra y sale de mi casa, no me dejan vivir. Dicen que Perón era un tirano, pero ustedes son peores, Coronel. Ustedes son peores.

– Su yerno era un corrupto, señora. En este gobierno hay sólo caballeros: hombres de honor.

– Todos son la misma mierda -murmuró la madre-. Honor con mal olor. Usted disculpe.

– Los papeles de Renzi -insistió el Coronel-. Tiene que entregármelos.

– No son míos. No son de nadie. Me dijo Renzi que eran de Evita, pero ni siquiera he tenido tiempo de mirarlos. No se los pienso dar. Haga de cuenta que no existen.

– De todos modos voy a llevármelos -dijo el Coronel-. Son éstos, ¿no?

Trató de tomar el fajo de carpetas apilado sobre el tumulto de las valijas, pero la madre se le adelantó. Aferró los papeles y, desafiante, se sentó sobre ellos.

– Váyase, Coronel. Ya me ha sacado de quicio.

El Coronel suspiró, resignado, como si hablara con una niña.

– Acepte un trato -dijo. Déme las carpetas, fírmeme esta constancia, y mañana a la tarde le mando los pasaportes. Le doy mi palabra.

– Todos me mienten -contestó la madre-. Ya le firmé un poder al doctor Ara. Y ahora usted me pide una constancia. Todos mienten.

– Yo soy un oficial del ejército, señora. No le puedo mentir.

– Es hombre. Eso me basta para no creerle. -Se alisó la falda y estuvo un rato meneando la cabeza. Luego, dijo: -Qué tengo que firmar.

El Coronel sacó del portafolio un documento escrito a máquina, con monogramas de la embajada del Ecuador, y se lo mostró. Decía: Yo, Juana lbarguren de Duarte, acepto que el cadáver de mi hija Evita sea trasladado por el Superior Gobierno de la Nación desde el lugar donde ahora se encuentra a otro que garantice su eterna seguridad. Expreso esta voluntad por mi libre determinación. Al pie, dos testigos aseguraban que la madre había firmado en su presencia, el 15 de octubre de 1955. Todo era falso, como ya se sabe: la fecha, los monogramas, los testigos.

– Mañana voy a mandarle los pasaportes -repitió el Coronel, tendiéndole una lapicera-. Mañana sin falta.

La madre se apartó y le tendió las carpetas. Tarde o temprano iban a quitárselas. El Coronel o cualquier otro le quitarían. tarde o temprano, lo que les diera la gana.

– Va a ser mejor que cumpla su promesa -dijo, marcando las sílabas-. Yo no estoy sola, Coronel. No estoy indefensa.

– No hace falta que me amenace. Voy a cumplir.

24
{"b":"87651","o":1}