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– Ahora váyase -dijo la madre, levantándose-. Cuide a mi hija. No vayan a cometer el desatino de enterrar una copia.

El chisporroteo de la claraboya se volvió tenaz y monótono. Un largo huso de abejas hilaba su rutina sobre los vidrios.

– Quédese tranquila. El cuerpo está identificado.

– ¿Y las copias? ¿Le han entregado ya las tres copias?

– No exagere -dijo el Coronel, sobrador-. Sólo hay una.

– Son tres. Yo las he visto. La que más me impresionó estaba leyendo una carta. Parecía viva. Hasta yo creí que era Evita.

Se echó a llorar Quería evitarlo pero el llanto iba brotando solo: de otros ojos, de otro lugar, de todos los pasados en los que había vivido.

– Oiga a las abejas -dijo el Coronel-. Andan por toda la ciudad. Es raro. Y la radio, no sé… Por la radio no dicen una sola palabra de estas plagas.

En la intemperie amarilla e inmisericorde, el Coronel cedió, por un instante, al desorden de la furia. Tres copias del cuerpo. Era imperioso tenerlas en su poder cuanto antes. Rumió las frases que le había dicho la madre. Todas se le disolvían en una sola palabra odiada, letal, la palabra o nombre que zumbaría en sus pensamientos pero jamás en su boca. Prendió la radio del automóvil. Antonio Tormo, la orquesta típica de Feliciano Brunelli, una partita de Bach: todo lo exasperaba. Contó hasta veinte, en vano. Ensayó ejercicios de respiración:

EVITA. Verb. Conjug. 3° pers. sing. pres. de evitar (del lat. «evitaren, evitare«). Estorbar. Impedir. Hacer que no ocurra cierta cosa que iba a ocurrir.

Evitaría la palabra evita. Evitaría las malsanas palabras de alrededor: levita / prenda masculina; levitar (Ocult.) / alzarse en el aire sin apoyo visible; vital / adjetivo, de la vida. Evitaría todo lenguaje contaminado por el mal agüero de esa mujer. La llamaría Yegua, Potranca, Bicha, Cucaracha, Friné, Estercita, Milonguita, Butterfly: usaría cualquiera de los nombres que ahora rondaban por ahí, mas no el maldito, no el prohibido, no el que rociaba desgracia sobre las vidas que lo invocaban. La morte e vita, Evita, pero también Evita é morte. Cuidado. La morta Evita é mente.

Belvio Botana, que me refirió la obsesión del Coronel por las etimologías de la palabra Evita, insistió (entrevista de septiembre 29, 1987) en que yo debía precisar cuáles eran las fuentes de las que fueron tomados los otros apelativos. Yegua y Potranca eran formas corrientes de aludir a Evita entre los oficiales opositores a Perón desde, por lo menos, comienzos de 1951. Feiné y Butterfly fueron apodos puestos de moda por las columnas de Ezequiel Martínez Estrada en el semanario Propósitos. Bicha y Cucaracha eran, según Botana, nombres de la vagina en el lunfardo carcelario. Estercita y Milonguita derivan del tango “Milonguita ”, compuesto en 1919 -año del nacimiento de Evita- por Samuel Linnig y Enrique Delfino. Su estrofa más celebrada es ésta:

¡Estercita!
Hoy te doraran Milonguita,
flor de lujo y de placer,
flor de noche y cabaret.
¡Milonguita!
Las hombres te han hecho retal,
y hoy darías toda su alma
por vestirte de percal.

Voy a contar los otros hechos del día esquivando el énfasis de que adolecieron. Voy a enunciarlos, como un apicultor:

Con una escolta de seis soldados, el Coronel reapareció en el edificio de la Confederación General del Trabajo a la hora del almuerzo. Al entrar en el vestíbulo de la planta baja, advirtió que aún no habían sido retirados los escombros del busto de Evita, destruido la noche anterior por un tanque de guerra. La pequeña tropa iba armada con máuseres y pistolas Ballester Molina, sin observar los recaudos de secreto y cautela impuestos por las nuevas autoridades de la república. El Coronel desarmó a los guardias apostados en el segundo piso, les ordenó regresar a sus guarniciones y los sustituyó por soldados adictos.

Vestido con delantal de trabajo, el doctor Pedro Ara se asomó al pasillo e intentó razonar con el Coronel. Fue inútil, porque ahora el Coronel no aceptaba otra razón que la fuerza. Empujó al embalsamador hacia el laboratorio y lo interrogó de pie, con los puños apretados, sin evitar (maldito verbo) alguna que otra tentación de violencia. Al principio, Ara fingió ignorar que existieran otras copias aparte de la que, esa misma mañana, había dado por desaparecida. Luego, cuando el Coronel citó las revelaciones de la madre, se derrumbó. Las copias no eran suyas, dijo. Pertenecían al escultor italiano que trabajaba en el prodigioso monumento a la Señora y que había dejado tras sí, al fugarse, estelas de camafeos, bajorrelieves, blasones, tallas, vírgenes de terracota, cariátides, mascarillas e imágenes de la Señora en tamaño natural, que impresionaban por esa inesperada naturalidad del tamaño, y porque la Señora estaba reflejada en ellas, las copias, como en una fotografía del paraíso.

Al Coronel no le interesaban las explicaciones. Le interesaban las copias. «Están aquí, al alcance de cualquiera», le informó el embalsamador «En cajones, paradas, tras las cortinas del santuario.

Las pruebas de laboratorio revelarían después que las Evitas falsas habían sido fabricadas con una mezcla de cera, vinil e ínfimas adiciones de fibra de vidrio. Se distinguían del cuerpo real porque parecían más bronceadas -una precaución que se adelantaba a la inevitable mudanza de color de los tejidos embalsamados-, y porque todas miraban hacia abajo.

– Usted ya no hace ninguna falta acá, doctor -dijo el Coronel-. Deje el cadáver en la caja de vidrio y váyase. He ordenado que se clausure este segundo piso. Lo he declarado zona militar.

Tendido sobre el cristal, el cuerpo de Evita se resistía sin embargo a las órdenes y actuaba según su propia lógica funeraria. Las fosas de la nariz empezaban a destilar gases azules y anaranjados. ¿Y ahora qué le pasa?, se preguntó el Coronel. Está perfecta, no necesita nada. No sufre de pesadillas ni de frió. No la molestan las enfermedades ni las bacterias. Ya no tiene razones para estar triste. La examinó de arriba abajo. Le faltaba una punta del lóbulo de la oreja izquierda y la última falange del dedo medio, en la mano derecha. Los médicos legistas del gobierno se las habían cortado para identificarla. Era Ella, era Ella: no cabía duda. De todos modos, necesitaba imponerle su marca: una cicatriz que sólo él pudiera reconocer.

Tomó del laboratorio pinzas, bisturíes, sondas acanaladas. Levantó el cielo raso de los labios y estudió las escalinatas de los dientes, esmerándose en no perder el control. Se detuvo junto a las axilas. Vio los tules recortados del vello, la meseta de los pezones adolescentes, los pechos planos y redondos: pechitos yermos, a medio hacer. Un cuerpo. ¿Qué es un cuerpo?, diría después el Coronel. ¿Puede llamarse cuerpo un cuerpo muerto de mujer? ¿Podía ese cuerpo ser llamado cuerpo?

Las nalgas. El raro clítoris oblongo. No. Qué tentación el clítoris. No; debía refrenar la curiosidad. Leería las notas que había tomado sobre el clítoris. Las galerías y caracoles de la oreja: eso estaba mejor. Levantó el lóbulo sano. A la sombra de los cartílagos, un arco suave: un tobogán. Eligió el punto. En la voluta donde desembocaba el músculo con el nombre más largo de la anatomía humana, esternocleidomastoideo, se abría un espacio virgen, todavía no alcanzado por los aceites fúnebres. Tomó una de las pinzas. Ahora. La punción: una brizna de carne. El corte dejó una señal estrellada de milímetro y medio, casi invisible. En vez de sangre, brotó un hilo de resina amarilla que se evaporó al instante.

Ordenó sellar con fajas de alerta las puertas del laboratorio y del santuario: Zona militar. Prohibido pasar. Y salió a respirar el aire turbio de la tarde, los vapores del río, el polen inclemente.

¿Qué sabía de Evita, después de todo? Sabía que era guaranga, casi analfabeta, trepadora, una sirvienta escapada del gallinero. Él lo había escrito en su cuaderno: «Una mucama con ínfulas de reina. Agresiva, nada femenina. Enjoyada de pies a cabeza para desquitarse de las humillaciones que había conocido. Resentida. Sin escrúpulos. Una vergüenza. Pero ésos eran desahogos. Sabía historias peores. Sabía que, cuando Ella murió, las cartas pidiendo trajes de novia, muebles, empleos, juguetes, lo indecible, tenían que ser dirigidas a su nombre para que hubiera una respuesta. Cartas a Evita. Y que ella, aún después de muerta, firmaba puntualmente las respuestas. Alguien le imitaba la firma al pie de frases como éstas: «Te beso desde el cielo.; «Estoy feliz entre los ángeles»; «Todos los días hablo con Dios»; etcétera. En la agonía, Ella había dispuesto que las cosas fueran así. Una vergüenza.

Llegó a la oficina con un dolor de cabeza tenaz, reflejo de algún desorden. ¿Las comidas, el sexo? Nada de eso: su vida fluía al ritmo de la rutina. Como Kant, como las estaciones. ¿Las estaciones? Algo, ahora, estaba desplazándose de lugar en la estructura de la naturaleza. Se alzaban lenguas de calor: columnas de treinta y cuatro grados. Volaban mangas de langostas. Las ramas de los árboles hervían de panales. Contempló una vez más la minuciosa lámina de Bellerman. Otros tiempos. La caminata sin trastornos de Kant. Los relojes moviéndose obedientes al compás de sus pasos. No había sol ni noche ni señal de viento sino la luz opaca de la eternidad.

Nadie escuchaba. Nada se movía ya entre los pliegues de tanto silencio. Nadie esperaba ninguna respuesta. Entonces, escribió:

¿Qué sé del Personaje: la Difunta?

Los documentos que he examinado fijan su nacimiento en dos lugares y en tres fechas distintas. Según el acta de la iglesia parroquial de Los Toldos o General Viamonte, nació el 7 de mayo de 1919 en la estancia La Unión, de esa localidad, con otro nombre: Eva Maria Ibarguren. Un registro del teatro Comedia (año 1935) modifica todos los datos: «Evita Duarte, dama joven. Junín, 21 de noviembre de 1917. El acta de matrimonio con Juan Perón la menciona como María Eva Duarte, nacida en Junín el 7 de mayo de 1922.

¿Antepasados? ¿Padres? ¿Hermanos?

Hija bastarda. El padre, Juan Duarte (1872-1926), descendía de ganaderos vascos y aragoneses, vasallos de otros terratenientes. Hombre de mediana fortuna, mediocre, politiquero. En 1901 se casó en Chivilcoy con Estela Grisolía, de la que tuvo tres hijas. Llegó a Los Toldos en 1908 y arrendó un par de campos a veinte kilómetros de la estación ferroviaria.

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