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El marido dejó que se desahogara. Después, insistió:

– No te conviene ser terca. Te proclamaron. Pero no se puede ir más allá. Cuanto antes renuncies va a ser mejor.

La sentí desmoronarse. ¿O sólo estaba fingiendo?

– Quiero saber por qué. Explicámelo y me quedo tranquila.

– ¿Qué querés que te explique? Vos sabes igual que yo cómo son las cosas.

– Voy a hablar por la cadena nacional -dijo ella. Su voz temblaba. -Mañana por la mañana. Hablo y se acaba todo.

– Es lo mejor. No improvises. Hace que vayan preparándote unas pocas palabras. Renuncia sin dar explicaciones.

– Sos un hijo de puta -la oí estallar-. Sos el peor de todos. Yo no quería esa candidatura. Por mí, te la podías meter en el culo. Pero llegué hasta aquí y fue porque vos quisiste. Me trajiste al baile, ¿no? Ahora, bailo. Mañana a primera hora hablo por la radio y acepto. Nadie me va a parar.

Por un instante, hubo silencio. Sentí las respiraciones agitadas de los dos y tuve miedo de que también se oyera la mía. Entonces, él habló. Separó las sílabas, una por una, y las dejó caer:

– Tenes cáncer -dijo-. Estás muriéndote de cáncer y eso no tiene remedio.

Nunca voy a olvidar el llanto volcánico que se remontó en la oscuridad en la que yo me ocultaba. Era un llanto de llamas verdaderas, de pánico, de soledad, de amor perdido.

Evita gritó:

– ¡Mierda, mierda!

Oí correr a las mucamas y me marché, sonámbulo, de la casa.

El peluquero volvió la cara hacia otro lado. Esquivé su mirada cuando se cruzó con la mía. Era un hombre demasiado lleno de recuerdos y de sentimientos viejos, y yo no quería que se me pegara ninguno.

– Vámonos ya -dije. Quería alejarme de esa mañana, del hotel, de lo que había visto y había oído.

– Llegué a mi casa como a las dos de la madrugada -continuó el peluquero.

Sentí que ya no hablaba conmigo.

– Mis primas estaban en camisón, esperándome. Desde un refugio de la calle Alsina habían visto la llegada del general al Cabildo Abierto, pero como los coletazos de la multitud las llevaban y traían, cuando habló Evita estaban cerca del palco, a veinte o treinta pasos. «Vimos su cutis de porcelana», me dijo la del bocio; le vimos los dedos largos como de pianista, la aureola luminosa alrededor del pelo»… La interrumpí: «Evita no tiene ninguna aureola», dije. «A mí no me podés vender ese boleto». «Sí tiene», porfió la de nariz más grande. «Todos se la vimos. Al final, cuando se despidió, también la vimos elevarse del palco un metro, metro y medio, quién sabe cuánto, se fue elevando en el aire y la aureola se le notó clarísima, había que ser ciega para no darse cuenta.»

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