CORO: (Silbidos. Y, en seguida:) ¡Ahora, ahora! ¡Ahora mismo, ahora!
EVITA: Les pido sólo un poco de tiempo. Si mañana. …
CORO: ¡No! ¡Ahora!
Evita se vuelve una vez más hacia Perón. Está demacrada por el estupor y el pánico. En una de las dos ediciones de «NoDo», sus labios dibujan con claridad la pregunta:«¿Qué hago?»
– Perón le dijo que no aflojara -me explicó el peluquero-. Que postergara la respuesta. «Es una cuestión de terquedad», le dijo. «Y vos tenés la última palabra. No te pueden obligar».
– Tenia razón -admití-. No la podían obligar. -La obligaron. Estaban decididos a no moverse de allí.
EVITA: Compañeros… ¿Cuándo Evita los ha defraudado? ¿Cuándo Evita no ha hecho lo que ustedes desean? ¿No se dan cuenta en este momento de que para una mujer, como para cualquier ciudadano, la decisión que me exigen es muy trascendental? Y yo lo que les ruego es tan sólo unas horas de tiempo…
La multitud se enardece. Algunas antorchas se apagan.
Fluyen lavas: «¡Ahora!». El incontinente «ahora» despliega sus alas de murciélago, de mariposa, de nomeolvides. Zumban los «¡ahora!» de los ganados y las mieses; nada detiene su frenesí, su lanza, su eco de fuego. [El festín loco de esa palabra duró, según las estadísticas del diario Democracia, más de dieciocho minutos. Pero en las ediciones de «NoDo» y de «Sucesos Argentinos» no se rescatan sino diez segundos. Sugiero al director que prolongue la misma toma hasta que los espectadores caigan agotados. Sugiero un montaje erótico, más bien venéreo. Tal vez así se logre algún efecto de realidad.
CORO:¡Ahora! ¡Ahora! ¡Ahora! ¡Ahora! [Etcétera].
Evita rompe a llorar. Ya no la avergüenza el llanto.
EVITA: Y, sin embargo, nada de esto me toma de sorpresa. Desde
hace tiempo yo sabía que mi nombre se mencionaba con insistencia. Y no lo he desmentido. Lo hice por el pueblo y por Perón, porque no había nadie que se le pudiera acercar ni siquiera a sideral distancia. Y lo hice por ustedes, para que así pudieran conocer a los hombres del Partido con vocación de caudillos. El General, al usar mi nombre, se podía proteger momentáneamente de las disensiones partidarias…
– Éste es el momento sacramental de su discurso -dijo el peluquero-. Evita se desnuda. Yo no soy yo, dice. Soy lo que mi marido quiere que sea. Le permito que teja sus intrigas con mi nombre. Ya que él me dio su nombre, yo le doy el mío. Era terrible, y nadie se daba cuenta.
– Ella tampoco se daba cuenta de lo que estaba diciendo -dije.
EVITA: Pero jamás en mi corazón de humilde mujer argentina pensé que yo podría aceptar este puesto. Compañeros…
Ha llegado el momento. También la cámara es un ser vivo. Se estremece, se desconcierta.,Dónde mirar ahora? La cámara huele los miedos de la multitud, Ella también está húmeda de miedo. Va, viene: el océano de antorchas, Evita.
CORO: ¡No! ¡No!
EVITA: Esta noche… Son las siete y cuarto de la tarde. Yo… Por favor… A las veintiuna y treinta de la noche, yo, por la radio…
CORO:¡Ahora! ¡Ahora!
En la última edición de «NoDo» hay una panorámica tal vez casual que abarca la atmósfera tensa del palco. Se ve a Espejo mientras ofrece a Perón explicaciones azoradas e inaudibles. Evita pregunta qué hacer. Ya no mira al marido. Tendría que estallar en reproches. Se los calla. Perón, de espaldas a la multitud, señala con el índice a la cámara:
PERON: ¡Levanten este acto ya mismo!
En el alboroto del palco, no es fácil discernir de quién es cada voz. A ratos se alza un jadeo histérico, muy agudo, que sólo puede atribuirse a la desdichada Evita.
ESPEJO: Compañeros… La Señora… La compañera Evita nos pide sólo dos horas de espera. Nosotros vamos a quedarnos aquí hasta que nos dé su resolución. No nos vamos a mover hasta que dé una respuesta favorable a los deseos del pueblo trabajador.
Como en una cinta sin fin, se alzan otra vez los pañuelos blancos y la telaraña de las antorchas.
EVITA: Compañeros: como dijo el general Perón, yo haré lo que diga el pueblo.
Ovación final. Los descamisados caen de rodillas. La cámara se pierde en las alturas, alejándose de la divina Evita y de su música maravillosa, del altar donde acaban de sacrificarla, de las antorchas encendidas para su noche de duelo. [¿Ella aceptó? No todo está perdido. Pero Ella no aceptó.]
– No supe qué hacer con la última frase de Evita -le dije al peluquero-.Es indescifrable. Le confieso que sentí la tentación de suprimirla. O de cortarla en dos, lo que le cambiada el sentido. Pensé en mostrar a Evita diciendo: «Compañeros, como dijo el general Perón». Y luego habría un silencio, puntos suspensivos, tal vez un plano de la multitud apremiándola. En los noticieros hay miles de metros con toda clase de emociones. Podría clasificar esas emociones e insertar las dos o tres más convenientes. Por último, regresaría a un primer plano de Evita con la segunda parte de la sentencia: «Yo haré lo que diga el pueblo». No le voy a explicar a usted que esos arreglos son moneda corriente en el cine. Un salto de montaje o un fundido a negro bastan para inventar otro pasado. En el cine no hay historia, no hay memoria. Todo es vida contemporánea, presente puro. Lo único verdadero es la conciencia del espectador Y esa frase última de Evita, que tanto enardeció a las multitudes del Cabildo Abierto, con el tiempo se ha convertido en aire. Sin la emoción del momento, no significa nada. Fíjese en la sintaxis. Es rarísima. Perón me dijo que haga lo que dice el pueblo, pero lo que el pueblo me dice que haga no es lo que Perón me dijo.
– Todos los discursos de Evita se parecían -me interrumpió el peluquero-. Todos menos éste. Ella era muy diestra con las emociones pero torpe con las palabras. En cuanto se paraba a pensar, la embarraba. Lo que usted ha escrito está bien, qué quiere que le diga. Hizo lo que pudo. Es la historia oficial. La otra no está filmada. Está fuera del cine. Y ni siquiera se podría inventar, porque la actriz principal ha muerto.
Amanecía. Las mesas de la confitería Rex empezaban a poblarse de telefonistas y cajeros de banco que tomaban el desayuno. A intervalos, el sol se abría paso entre los bordados de los cigarrillos y el coqueteo perezoso de los mosquitos, que zumbaban inmunes al paso de la mañana y de la noche, de la sequedad y los diluvios. Me levanté a orinar. El peluquero me siguió y se puso a orinar a mi lado.
– A esa película le falta lo principal -me dijo-. Algo que sólo yo he visto.
Me intrigó, pero tuve miedo de preguntar. Le dije:
– ¿Quiere que caminemos? A mí ya se me ha ido el sueño.
Avanzamos hacia la bajada de la calle Corrientes, entre vendedores de lotería y kioscos de filatelistas. Vi a una mujer con una sola media y las mejillas hinchadas que corría entre los autos; vi a unos trillizos adolescentes que hablaban solos y al mismo tiempo. No sé por qué anoto estas cosas. El desvelo me llenaba la imaginación de presentimientos que aparecían y desaparecían porque sí. Al pasar por el hotel Jousten, casi al final de la barranca, el peluquero me invitó a tomar una taza de chocolate caliente. En los pasillos del comedor había unas largas reposeras vacías, en las que Alfonsina Storni y Leopoldo Lugones se habían tendido antes de tomar la determinación de suicidarse. Para poder dialogar, los comensales debían observarse a través de floreros torneados de los que ascendía una selva de claveles plásticos. No arrastraré a nadie por los pantanos del diálogo que siguió, en el que sobra todo lo que yo dije. Me limitaré a transcribir las informaciones del peluquero, que complementan, casi con el mismo tono, su relato de quince años antes:
Al terminar el Cabildo Abierto, Evita me pidió que la acompañase a la residencia presidencial. No había un alma en las avenidas Atravesábamos silencios de pesadilla. Evita temblaba, otra vez con fiebre. Subí con Ella a la antesala del dormitorio y la envolví en un edredón.
– Voy a pedir que le sirvan un té -le dije.
– Y otro para vos, Julio. No te vayas todavía.
Se sacó los zapatos y se desato el rodete. Ya ni recuerdo de qué hablamos. Creo que le recomendé un esmalte nuevo para las uñas. En eso estábamos cuando oímos reverberar voces en la planta baja. Se movilizaba la servidumbre de soldados, lo que era indicio de que el general estaba allí. Perón era hombre de hábitos austeros. Comía poco, se entretenía con los programas cómicos de la radio y se retiraba a dormir temprano. Aquella vez me sorprendieron sus estridencias.
– ¡Evita, China! -lo oí llamar, con una voz que me pareció contrariada.
No guise molestar. Me puse de pie.
– Vos no te movás -ordenó la Señora. Y salió corriendo de la salita, descalza.
El general debía de estar a pocos pasos. Lo oí decir: -Eva, tenemos que hablar.
– Claro que tenemos que hablar -repitió ella.
Se encerraron en el dormitorio, pero la puerta maciza que daba a la antesala quedó entornada. Si las cosas no hubieran sucedido de manera tan rápida e imprevista, me habría alejado. El afán de no hacer ruido me retuvo. Sentado en la punta de la silla, tieso, oí toda la conversación.
– …no discutas más y hacéme caso -decía el general-. Dentro de un rato, el partido va a proclamar tu candidatura. La vas a tener que rechazar.
– Ni pienso -contestó Evita-. A mí no me van a presionar los hijos de puta que te han convencido a vos. No me van a presionar los curas ni los oligarcas ni los milicos de mierda. Vos no me quisiste proclamar, ¿no es cierto? Ahora, jodéte. Me proclamaron mis grasitas. Si no querías que fuera candidata, no me hubieras mandado llamar. Ya es tarde. O me ponen a mí en la fórmula o no ponen a nadie. A mí no van a cagarme.