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El marino se quitó la gorra y se alisó todavía más el pelo. -No puedo -dijo-. Me cortarían la cabeza.

– Es un favor personal -insistió el Coronel. Sentía una angustia seca en la garganta, pero trataba de que la voz fluyera neutra, indiferente. -Sólo entre usted y yo. No hace falta que nadie más lo sepa.

– Eso es imposible, coronel. Tengo por fuerza que avisar más arriba. Usted conoce bien cómo son estas cosas.

– Lleve el ataúd a un barco. Si está en un barco, nadie tiene por qué enterarse.

– ¿En un barco? Me extraña, Moori. No sabe lo que está diciendo.

El Coronel se rascó la nuca. Miró a Rearte con fijeza. -No puedo andar con esa cosa de un lado a otro -dijo-. Si me la quitan, vamos a volar todos.

– Tal vez. Pero nadie se la va a quitar.

– ¿Que no? Todos la querrían tener. Es impresionante. -Bajó la voz: -Es esa mujer, Eva. Venga a verla.

– No me joda, Moori. No me va a convencer.

– Échele un vistazo. Usted es un tipo culto. No se va a olvidar en la vida.

– Eso es lo malo. Que no me voy a olvidar. Si esa mujer está ahí, llévesela. Trae mala suerte.

El Coronel trotó de sonreír y no pudo.

– ¿Usted también se ha tragado ese cuento? Lo inventamos nosotros, en el Servicio. ¿Cómo carajo quiere que dé mala suerte? Es una momia, una muerta como cualquier otra. Venga. Total, qué pierde.

Abrió las puertas del camión e hizo bajar a los soldados. El marino lo siguió, confundido. El amanecer avanzaba entre aleteos de insectos, roces de hojas, truenos lejanos. Al salir del largo encierro junto al ataúd, el sargento Gandini tropezó. Daba vueltas, como un pájaro ciego.

– Oímos que hubo un incendio, mi coronel -murmuró, parpadeando.

– No era nada. Una falsa alarma.

– ¿Qué hago con los soldados?

– Sáquelos de acá. Espéreme a cien metros.

– Hay un olor raro adentro, mi coronel. Seguro que en ese cajón hay químicos.

– Vaya a saber qué es. Explosivos, alcoholes. No hay indicaciones.

– Hay una placa con un nombre, Petrona no sé cuánto -dijo Gandini, mientras se alejaba-. Y unas fechas. Es algo viejo, del siglo pasado.

El olor era dulce, apenas perceptible. El Coronel se preguntó cómo no lo había pensado antes: el cuerpo verdadero olía y las copias no. Qué importaba eso. Las versiones de Evita nunca volverían a estar juntas.

– ¡Rearte! -Llamó.

El marino respondió con una tosecita seca. Ya estaba detrás de él, arriba de la caja, en la tiniebla.

– No se imagina lo que es esto -decía el Coronel mientras aflojaba, con torpeza, la tapa del ataúd. El destornillador se le escurrió de las manos más de una vez, y tres de las tuercas se perdieron.

– Ahí la tiene -dijo al fin.

Apartó la sábana que cubría la cara de la difunta y encendió una linterna. Bajo el haz de luz, Evita era puro perfil, una imagen plana, partida en dos, como la luna.

– Quién iba a decir. -El capitán se alisó de nuevo el pelo, deslumbrado. -Mire a esta yegua que nos jodió la vida. Qué mansa parece. La yegua. Está igualita.

– Así como la ve ahora va a quedar para siempre -dijo el Coronel, con voz ronca, excitada-. Nada la afecta: el agua, la cal viva, los años, los terremotos. Nada. Si le pasara un tren por encima, seguiría tal cual.

Bajo la luz de la linterna, Evita tenía reflejos fosforescentes. Del ataúd subían tenues vapores coloreados.

– Trae mala suerte, la hija de puta -repitió el capitán-. Mire lo que le hizo a usted. Usted ya no es el mismo.

– A mí no me hizo nada -se defendió el Coronel-. ¿Cómo se le ocurre? No le puede hacer mal a nadie.

Las palabras se le escapaban sin que él las pensara. No las quería decir, pero las palabras estaban allí. El marino desvió la mirada. Vio que dos suboficiales se entretenían jugando a los dardos en la garita de guardia.

– Es mejor que se la lleve, Moori Koenig -dijo.

El Coronel apagó la linterna.

– Usted se lo pierde -contestó-. Podría estar en la historia y no va a estar.

– Qué carajo me importa la historia. La historia no existe.

A lo lejos, Gandini remedó el graznar de una gaviota. El Coronel contestó un silbido largo y agudo, llevándose dos dedos a los labios. Los ruidos reverberaron en la niebla. El río estaba ahí, a unos pasos.

Los soldados regresaron al camión, soñolientos. Gandini iba a subir con ellos, pero el Coronel le ordenó sentarse a su lado, en la cabina.

– Vamos al comando en jefe -dijo-. Hay que devolver esta tropa.

– También la carga -supuso Gandini.

– No -contestó el Coronel, seguro y altanero-. A la carga la vamos a dejar dentro del camión, día y noche, en la vereda de Inteligencia.

Atravesaron las dársenas en silencio. Dejaron a los soldados en los garajes del comando y luego se pusieron a dar vueltas por la ciudad vacía. Creían ver sombras que los vigilaban en las esquinas, temían que alguien les disparan desde un zaguán y les arrebatan el camión. Se desplazaron por las avenidas, por los parques, por los descampados, deteniéndose bruscamente en las curvas, con los máuseres en ristre, a la espera del enemigo que debía estar en alguna parte, al acecho. Se levantó viento. Un torrente de nubes bajas y grises amortajó el cielo. No querían decirlo, pero les pesaba el cansancio. Avanzaron hacia el Servicio a través de otros viajes en círculo y otros desvíos.

Al llegar, el Coronel descubrió una nueva fatalidad. En la vereda junto a la que pensaba dejar el camión ardía una hilera de velas delgadas y largas. Alguien, alrededor, había esparcido margaritas, glicinas y pensamientos. Ahora sabía que el enemigo no lo perseguía. Era peor que eso. El enemigo adivinaba cuál iba a ser su próximo destino, y se le adelantaba.

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